Friday, December 04, 2020

ROMPIENDO EL SILENCIO

 
    
        

        

                ROMPIENDO EL SILENCIO

 Una novela del siglo XX

Antonio Bernal









                                                        


                                        






© Forrest Antonio Bernal Hopping 2008
                                                                         
                                                                        "Despierto cada cien años, cuando despierta el Pueblo."

Canto para Bolívar, de Pablo Neruda.

DON RUFINO-                           

Don Rufino se quedó sentado  en su estudio. La tardía luz del sol sonorense traspasaba  las ventanas  atenuada por las pesadas cortinas de terciopelo y  las  gruesas paredes de adobe con su metro de anchura. Los peones habían  regresado de los campos y sus mujeres estaba atizando el fuego para la cena. Sus charlas y risas en la hacienda que ellos  habían  nombrado "Cantarranas"  despedían un sonido acogedor. De vez en cuando el aroma del  pozole llenaba agradablemente sus orificios nasales.  Alguien, seguramente Margarito, estaba  tocando a "Adiós Mamá Carlota." Don Rufino miró sorprendido los titulares en El Imparcial. La Reina  Victoria  había muerto.

    "Fallecida en Osborne  House a las 6:30 esta tarde. Inglaterra permanece muda de pesar. ."  leyó ávidamente.  "Poco después las 9, los doctores hicieron  un llamado a todos los miembros de la familia y también al rector de la capilla real. El cuerpo fue embalsamado y probablemente será enviado el sábado a  Windsor. La Reina Victoria está muerta. Viva Edward VII."

Le había gustado siempre una historia de ella. Su hijo Eduardo, cuando  niño, se había negado a saludar a sus súbditos  en la calle durante una procesión, y su madre le había regañado. "Yo no tengo porque saludarles, ellos son mis súbditos", Eduardo replicó con soberbia.  "Sí usted lo tiene que hacer, porque yo soy su madre", Victoria le contestó, y le dio una nalgada. El  General Torres  había contado la  anécdota  mientras repartían tabacos. Don Porfirio siempre había hablado de Victoria con admiración, y  la había llamado un símbolo de pureza y grandeza. El General Torres había estado en una recepción  del gobierno en el Casino Español en la capital,  y sabía de que hablaba.

Rufino siguió con atención  en el periódico. Algo sobre las "atrocidades del caucho" en el Congo.  Vio una cosa  sobre un cierto Canuto Neri que se había levantado en contra del gobierno de Porfirio, y  había ido a parar en la  Cárcel de Belén.

"Esto no traerá nada bueno," murmuró sombríamente para sí. Porfirio ya se había elegido cinco veces, y cualquiera que protestara se las veía con los federales. Era un secreto a voces que los disidentes se encontraban  "suicidas" en la cárcel al amanecer, o llevados  a Oaxaca para trabajar en las haciendas de Porfirio hasta morir de agotamiento.

Don Porfirio siempre quiso ponerle la mejor cara a las cosas. En su mundo no existían los antagonismos de clase.  Mexico vivía en armonía. Alguna crítica que rompiera esa dulce visión era maligna y había que acabar con ella de inmediato. Su odio hacia los círculos liberales y grupos magonistas que aparecían por todas partes era inagotable. Estos inconformes groseros no se cansaban  de señalar los latifundios, las tierras ociosas, la explotación, la pobreza. Sentían los porfiristas que si el pobre era pobre era porque él  se lo buscaba. Los  harapientos  frenaban la gloria que sería México. Si sólo se largaran a otro lado, todo saldría bien.

— Es el príncipe de la paz, Ramón Corral le había dicho a Rufino alguna vez en el Club de Caballeros, con su afán hiperbólico. Don Rufino se le quedó viendo, incrédulo.

Las familias hacendadas y comerciales sonorenses habían consolidado su poder primordialmente  a través del matrimonio. Su propia abuela paterna se había casado con  la influyente  familia  Monteverde lo cual les daba entrada a la vida política del estado. La red de familias así entrelazadas había orillado al viejo régimen  colonial español dominado por la  iglesia, y solidificó su control sobre las nuevas oportunidades mercantiles que estaban surgiendo. Poco a poco los nuevos ricos  se apoderaron de las tierras ociosas que habían sido de la iglesia, presionando a los pueblos indígenas cada vez más hacia los cerros. Para completar la toma empezaron a controlar las funciones eclesiásticas tradicionales, como el registro civil. Se promulgaron leyes que rompían con los límites tradicionales de los ejidos, haciendo parcelas individuales, facilitando su venta cuando los nativos ya no podían alimentar a sus familias.

Después de la guerras de los apaches, en la eterna lucha entre el pastoreo y la agricultura, el mismo ganado de Rufino había invadido tierras ópatas, produciendo un trato con los caciques de donar unos animales  para sacrificar en el festival de Semana Santa. Como invitado de honor, a Don Rufino le tocaba iniciar las carreras qoquimari, y quedarse para los bailes de los matachines.  Años atrás, el cacique de Masocahui a Rufino le había encomendado a Margarito, huérfano, y así fue como Margarito, desde la edad de los siete años, consideraba Cantarranas su casa. De esa  manera los ópatas encontraban trabajo en las haciendas, y su modo de vida cambiaba paulatinamente de una vida semi-nómada a una de peonaje. El aumento reciente en la población en los estados de Arizona y California abrieron nuevos mercados para la carne de res, y una vez al año se daba la subasta donde Don Rufino vendía una parte del ganado para arrear la manada al matadero de Nogales.

Rufino se quitó el pince---nez   y miró los pirules fuera de la ventana. Algunos de sus socios del Club de Caballeros habían firmado los papeles para maniobrar jurídicamente el despojo de las tierras yaqui. Después llamaron a las tropas para asesinar a los indios que ahora eran campesinos sin tierra e "ilegales".  Muchos fueron deportados a Yucatán, Oaxaca y hasta Guatemala. El se sentía afortunado de que sus tierras habían estado en la familia durante tres cientos años y no estaban en disputa. Cuando se veía en el espejo, podía observar la nariz aguileña, el color de la piel, la sangre yaqui de una tatarabuela casi olvidada. Su hermano Demetrio, que había fracasado como gambusino, juntó sus pocas ganancias y se largó para Los Angeles. Debía escribirle. Lo único que sabía de Los Angeles era que estaban entrando muchos extranjeros y el castellano había dejado de ser el idioma mayoritario.

Un  ruido  se escabullía en la habitación  adjunta. El doctor familiar, doctor  Castro, estaba fuera y había mandado a una suplente. La comadre había llegado en la mañana, y andaba  con el entrecejo fruncido. La puerta de la cámara de Eduwiges abría y cerraba  toda la mañana, más nada   podía ver. Lo único que escuchaba eran sonidos sordos.  Temblaba un poco  mientras trataba de concentrarse en el periódico. Oyó que Eduwiges gritaba. Un registro grave y áspero, y el corazón se le encogió  de miedo. Era tan misterioso. Le había dado dos varones y una hembra, pero él  no se acostumbraba nunca. Podía suceder cualquier cosa. Podía suceder lo impensable. Estaría   perdido sin ella.

Eduwiges se reclinó sobre una almohada fresca, agotada  pero con un sentido agradable de bienestar. La comadre le había presionado el vientre todo el día  dándole masajes con aceites medicinales elaborados con plantas del desierto. Chona se apresuraba  a traerle la infusión de cola de mapache, hablando  entredientes, siempre pensando en los peligros del parto. Una cuerda de cáñamo se había atado a la cabecera para que Eduwiges pudiera apoyarse y doblar bien las piernas, hasta que, finalmente, ya aparecida su cabeza, María Raquel se deslizó fácilmente al lino y tomó su primer aliento. Ya lavada, se durmió. Eduwiges la contemplaba, la más joven, la última. Iba a cumplir  cuarenta años en la primavera, y supo bien que Rufino tendría que estar satisfecho con los cuatro críos que ella le había dado. "María Raquel", murmuró suavemente.  Afuera Margarito y Laurita, sin que ella lo supiera, enterraban el cordón umbilical y barrían la tierra para que su animal dejara sus huellas. .

Ahora lo único que debía preocuparle a Eduwiges era el descanso; el alumbramiento era tan agotador que había que observar la cuarentena, lo que impedía cocinar  y ocuparse de la casa durante ese tiempo. Apoyada por  la experiencia, Eduwiges disfrutaba del descanso, a pesar de que su espíritu inquieto la obligaba a exigirle a los demás, y le era imposible guardar cama tanto tiempo. Antes de que pasara mucho tiempo le ordenaría a Margarito a ensillar el caballo y se iría al pueblo.

A pesar de que los Durán asistían a la iglesia con poca frecuencia, no podían quedarse sin bautizar, y en cumplimiento con las altas familias sonorenses, Raquel  tendría que hacer  su debut en el mismo vestido de seda  y encajes Chantilly en que lo había hecho María Elena.  Eduwiges se irritaba sobre el costo, y la inevitable fiesta con todos los parientes, aún los más distantes. Bien, no tendría que preocuparse por cuarenta días, en todo caso. Había tiempo. Chona apareció y se llevó a la criatura a su cuna, y Eduwiges durmió profundamente, contenta que ya todo había terminado.  






















RAQUEL

Parecía  como si Raquel supiese desde su  nacimiento que  sería la estrella de la familia. La más joven, la más chiqueada, la última muestra de nueva vida en la casa. Cada quien le concedía su más mínimo deseo, antes de que pudiera hablar, y era lo suficiente astuta para entenderlo. Se sentía completamente amparada. A los nueve meses ya estaba de pie, balbuciendo, rezongándoles a los demás en su idioma infantil.

Un día Laurita entró en la habitación y la regañó, gritándole que se callara, y sacudiendo la cuna. Raquel la miró y dijo para sí; "Hipócrita. Me apapachas cuando hay gente, pero ahora que no hay nadie te das color."   Raquel dejó de llorar y se puso a tramar su venganza. Tenía un año de vida.

No pasó mucho tiempo para que anduviera a gatas por toda la casa, bajando los escalones que daban al jardín rodeado por la casa, saboreando sus dominios. Un día alguien dejó la puerta abierta y Raquel, para ese entonces de pie y caminando como Dios manda, salió al exterior por primera vez. Estuvo largo rato mirando fijamente  la vastedad, las montañas en la distancia, los árboles que marcaban el río. No se había dado cuenta de que existiera todo un mundo fuera de su medio ambiente, tan seguro, y de que el cariño de sus padres fuera sólo una pequeña parte del mundo en que vivía. Se quedo inmóvil, abarcándolo todo sin parpadear. En ese momento se dio cuenta de que era parte de esta tierra, y algo se apoderó de ella que permanecería para siempre, una identidad, un destino, una pertenencia a donde estaban enterrados los abuelos.

Fue la niña de los ojos del padre. Don Rufino había plantado su árbol al nacer ella, como lo había hecho con todos sus hijos, y la pequeña arboleda se divisaba desde la casa. Raquel   amaba  su árbol, y pasaba horas a su sombra, jugando a Dona Blanca con los otros, o simplemente  soñando  despierta y mirando el agua que se apuraba entre las piedras.

Los antepasados habían llegado de España siglos atrás. Todo lo habían dejado, para venir a México, tierra de libertad; casa,  tierras, joyas, ropa, candelabros de plata, a cambio del pasaje al más recóndito lugar del desierto de Sonora (una palabra ópata), una tierra desconocida por todos, una tierra donde podían desaparecer, un exilio permanente.

Sin embargo,  no eran extraños en tierras ajenas.  Imperceptiblemente, se deprendían de las viejas costumbres, y empezaron a cobijarse con los matorrales, los sahuaros y las  pitahayas. Emplumaron alas de tecolote, en las espaldas les crecieron conchas marinas, sus orejas se alargaron en orejas de liebre, desplegaron la astucia del coyote que corrían en manadas en el crepúsculo. Comieron menudo y frijoles, y tortillas de harina y de maíz, y barbacoa. Los maridos cultivaban las tierras y  practicaban la ganadería. Las mujeres limpiaban  y cocinaban. Se miraron, al cabo de tres cientos años y sólo vieron la piel obscura,  la fisonomía larguirucha del seri, el  yaqui  el ópata, y el mestizo. En breve, se habían convertido en sonorense, y a mucha honra.

Toda su infancia había escuchado a su madre delirar contra el "pinche Papa", sin buena razón, puesto que el Papa jamás le había hecho nada, pero Eduwiges disfrutaba del escándalo que sus palabras ocasionaban. Raquel se ponía a jugar al fresco de los sauces junto al río, murmurando las palabras misteriosas, atávicas,  del viejo mundo. "Adonai eloenu", palabras que parecían tener un poder mágico de aplastar a los enemigos acuñados por su imaginación infantil. También sabía otras palabras, palabras que Pascuala le había enseñado;

                Kialem vata hiwemai
                                         chukula hubwa teune teunevu

A través de los siglos se habían convertido en una de las familias más prestigiadas de la provincia., un lugar de  desierto abrasador y polvoriento, las cosechas a veces magras, la falta de precipitación, los nativos,  hoscos y taciturnos, de la sierra. Una demente, Teresa Urrea, había  inspirado un levantamiento  años atrás, y Raquel siempre  se  estremecía mientras  se volvía a contar su lema de  "Viva la Santa Cabora!" una y otra vez, junto al fogón de la cocina mientras bebían infusiones o chocolate espumoso antes de acostarse. La abuela de Pascuala, en sus visitas con  su nieta,  contaba con gusto,  a la luz de las velas, las rebeliones legendarias del Gran Cajeme y Tetabiate mientras sumergían su pan dulce en el chocolate caliente. Las cálidas  noches se alargaban, y los cuatro niños, insomnes, se contaban a media voz como una bruja le había chupado el alma a Filiberto y lo había convertido en zombi. Filiberto, hijo de vecina, apareció con fuertes ronchas y moretones. A su madre le dijeron que pusiera un huevo crudo en un vaso de agua debajo de la cama para quitarle  el maleficio.

                    ***************

Raquel entró en la biblioteca de su padre para llamarlo a la cena, encontrándolo dormido. Empezó a jugar con sus cabellos, que habían adelgazado con el tiempo y por lo tanto se encontraban  en desorden. Pensó que los cabellos se iban a juntar mejor en una trenza, e hizo una trencita del pelo gris, para luego sacudirlo y llamarle a la mesa.

La mesa estaba puesta para ocho personas, como siempre, pero Jacinto, el menor de los varones y el más engreído, estaba con sus moños y se había largado a su cuarto. Prefería que le sirvieran la comida allí. Eduwiges sirvió el puerco con verdolagas, (Ramiro le decía "verdonalgas", al son  de gritos y risas) mientras Don Rufino empezaba la conversación, a  la que los niños debían escuchar pero jamás opinar. A su izquierda se sentaba María Elena, la mayor de las hermanas, una joven bien desarrollada de ojos garzos y bello pelo castaño, que usaba suelto, sujeto con una horquilla. Seguía  Ramiro, un  muchacho descarnado de veinte años, de pelo ocre  y piel morena, cuya dulzura se escondía a través de una disposición inconforme.  Su afán de acompañar a los peones en sus entregas era algo reciente, y había cachado a Eduwiges que le miraba con aspereza. La efervescente María Raquel, su bebé, alborotaba y vociferaba desde su silla, incapaz de estar  tranquila. Las demás sillas las ocupaban  Chona, la hermana  menor de su esposa., y Laurita una anciana solterona que sobraba de la restauración de la República, cuya conexión familiar a Rufino le costaba trabajo recordar. Una tercera hermana, Nicolasa, se había casado y se había ido a vivir en la Ciudad de México. El tiempo y la distancia los había separado.

— Las mujeres quieren el sufragio, decía a  regañadientes. Quieren fumar en público. Sólo las perdidas hacen eso. Mujeres de la calle, divagaba con desprecio.

Eduwiges, sentada después de que todos estuvieran servidos,  callaba. Rufino continuaba su diatriba, conciente de expresar sus opiniones en su propia casa, esperando que al menos Ramiro estuviera de acuerdo.
        
— Yo no quiero fumar, papucho, dijo Raquel aportando su granito de arena pasando por alto la prohibición de no interrumpir. Tampoco quiero sufragio, no muy segura de lo que significaba eso.

— Si las mujeres votaran, manifestó Eduwiges, rompiendo el silencio, dudo que Don Porfirio hubiera ganado las reelecciones.

Discretamente  desconoció la cuestión de fumar,  pues todos sabían que ocasionalmente prendía un puro en la biblioteca donde Rufino guardaba tantos libros, algunos en latín.

Rufino la miró, consternado.

— Hablas como anarquista, dijo. Nada más eso nos faltaba, otro magonista.  No es el sufragio, sino a lo que puede conducir. La emasculación del país. ¿A dónde vamos a parar?
                                            
— Papá, la reina Victoria fue mujer, interpuso Raquel,  propiciatoria,  conociendo bien el entusiasmo de su padre por la realeza. Muchas veces había oído a su padre expresar su admiración al ícono fallecido.

— Rufino, dijo su esposa, cambiando de tema. ¿Qué te has hecho con el pelo? A ver, voltéate.

Rufino, alarmado, volteo la  cabeza mientras Pascuala, trayendo el café, soltó una risita. La trenza se salía del cabello cuando le pasó la mano.

— Yo lo hice, Papa, grito Raquel con regocijo. Te ves muy guapo.

— Te lo arreglo, dijo Eduwiges, secamente. Pascuala, tráeme el cepillo del buró.

— Si, señora.

— Ya ves lo que va a pasar cuando las mujeres tengan el voto, dijo Rufino, riéndose  para encubrir su incomodidad. ¡Los hombres usarán trenzas!



                                                









EL RONQUILLO

Había 52 cuadras  en las afueras de Cananea dónde vivían los mineros, principalmente Pimas.  No había tubería, y las calles estaban sin pavimentar.  Después de un proyecto de  irrigación que había inundado sus tierras ancestrales, Mario Equihua decidió probar  suerte en las minas de cobre.  Él no podía vivir en El Ronquillo, como se llamaba el lugar, hasta que no  empezara a trabajar. La primera vez que vio la monstruosidad de elevador que descendía a las entrañas de la tierra sintió miedo y asco. Sentía que no iba poder enterrarse vivo de esa manera jamás. Era anti-natural. Pero no había de otra. Se subió al lugar estrecho con los otros  mineros desbordando la jaula de manera que no podía respirar, y se agarró como si la misma vida dependiera de ello, mientras el elevador descendía , con una velocidad vertiginosa, rechinando y gimoteando y, parecía, vomitando llamas cuan dragón quimérico.   En efecto, subía la temperatura a la medida que los hombres bajaban. Su trabajo como carrero era de traspalar las piedras quebradas a los vagones que estaban esperando para seguir su curso con ensordecedores chillidos hasta la superficie camino a la fundición. Nunca se acostumbró, a pesar de que  aparentaba  hacerlo. El  calor sofocante, las luces a medias, el ruido constante, lo entumían.

Lo único soportable era el compañerismo que encontró. Muchos de los mineros eran Pimas, como él, y hablaban su idioma cuando no querían que los capataces entendieran sus cosas. Se peleó con un Pápago hasta que el hombre, Savanino, le comprobó que estaban emparentados. Savanino lo convenció cuando le dijo que todos eran los "hombres del frijol,"  papwi o'o tam,  y Mario se calmó cuando reconoció las palabras. Savanino se llamaba así en honor a un líder de hacía siglos, que junto con un Pima llamado Luís, se habían rebelado contra los odiados españoles. Los Seris se unieron a ellos, y juntos quemaron la misión de Tubutama. Después del relato, Savanino y Mario andaban juntos por doquier en sus pocas horas libres. El enlace ancestral orientaba su vida en la actualidad y les daba un destello de esperanza.

Mario trabajaba doce horas diarias para llegar a su choza y tirarse en el camastro a  dormir, a veces demasiado cansado  para  poder comer. En una cantina cercana conoció a una joven de su aldea, quien  supo quién era él y quien  trató de ocultar su trabajo de  mesera. Ella le había contado a su familia que trabajaba en casa de una familia yori. La vergüenza hubiera sido grande si la noticia--- transformada en chisme de que era prostituta--- le llegara a la familia. Para tranquilizarla, Mario pidió una cerveza y le preguntó con cortesia a que horas se desocupaba. Con el tiempo Margarita se instaló con él, y trataron de vivir con lo que ella ganaba y sus 85 centavos diarios. Le prometió que algún día  regresarían a Bacoachi y se casarían por los ancianos, de manera tradicional.

Le platicó a Savanino su sueño. La tienda era cara, y era la única. El abriría un puestito, compraría su licencia, y cuando tuviera el dinero, alquilaría una tienda para vender todo más barato que en la tienda de Cananea. Así todos le comprarían  y podría dejar la mina. Savanino se burló.

 — ¿Que no sabes, pendejo, le dijo, descomponiéndole el pelo cariñosamente, que la tienda le pertenece al mismo dueño de la mina? Si tratas de abrir otra tienda te mete en la cárcel.

— ¿Cómo? Preguntó Mario, descontrolado.

— El gringo es dueño de la tienda, la mina, y del techo donde duermes, dijo Savanino con amargura. Lo único que no le pertenece es el camposanto. No sólo eso, sino que le paga a los mineros gringos que se trajo más de lo que nos paga a nosotros.

Mario absorbió esto en silencio. Quizá podría convencer a Margarita que vendiera verduras en el mercado.

— Mira, dijo Savanino, quiero que vengas a una junta conmigo en tres días, pero no se lo  puedes contar a nadie, ¿prometido?

Mario asintió con la cabeza, sin atreverse a decir una palabra de momento.

La junta era en casa de un amigo de Savanino, José María, porque era más grande que las otras, y Mario se sorprendió al encontrar a su gente junto con desconocidos. Los trabajadores se arremolinaban un rato hablando en voz baja (se les había aconsejado no llamar mucho la atención) hasta que José María rompió los murmullos. Habló de la necesidad de disminuir el día laboral a ocho horas, y de subir el salario mínimo a 5 pesos para todos parejo, en vista de que algunos recibían  más y otros menos, dependiendo del trabajo que hacían. Habló de la necesidad de asistencia médica, y servicios funerarios, y la necesidad de prohibirle a la compañía que ocupara a menores de catorce años.

Mario se entusiasmaba. Nunca había oído hablar de estas cosas, pero las había sentido en sus entrañas. El sólo hecho de que alguien las dijera le daba energías. Se dio cuenta del valor de estar en grupo, sentía que juntos sí podrían efectuar cambios el  trabajo tan duro y sucio que tenían que hacer.

Un joven, todavía casi adolescente, se le aproximó y le cerró la mano. Se presentó como Ramiro Durán. Ramiro había llevado el trigo a Nogales con Margarito, cuando pararon en Magdalena a la casa de una tía de Margarito para descansar y comer. Las buenas costumbres dictaban que llevaran comida para no apenar a la tía que podría decirles que no tenía nada que darles. Compraron cecina y aguacates en el mercado y la tía les preparó la comida. La tía Ofelia  había invitado casualmente a José María Ibarra del Círculo Liberal, y éste a su vez invitó a los jóvenes a la junta.

Ramiro asistía cada vez que estuviera en el área, llevando las mercancías al mercado, y hasta había conocido a un hombre que fue amigo personal de Pancho Villa. Ramiro se empezaba a involucrar en estos acontecimientos sin que sus padres supieran nada. Había cierto peligro que el muchacho saboreaba.

— ¿Cómo se puede obligar al gringo que rebaje las horas? Le preguntó Mario a Ramiro.

José María se les acercó.

— Un paro de trabajo, dijo, sin inmutarse.

— La mina deja de funcionar y el gringo no puede vender el cobre, contestó Mario, para sí. Entonces tendrá que mejorar las condiciones para que se mueva el cobre otra vez.

— Exacto, replico José María sonriente.
                    
— Pero muchos no van  a parar. No pueden darse el lujo

— Ya veremos, dijo José María. Por eso hay que hablarles para que vean que esto sólo funciona si todos jalamos parejo. Pero hay que tener cuidado. El gobernador Izábal tiene sus secuaces que se hacen pasar por mineros para luego delatarnos.

— ¿Cómo es capaz de hacernos eso? Preguntó Mario, desconcertado. ¿Porque habría de ayudarle al gringo de esa manera?

— Por dinero, dijo José María. Greene le ha dado al Izábal miles de dólares para que se calle, y lo deje hacer con la mina lo que quiera. Ten, llevate esto. Allí te explica los detalles de la Consolidated Copper Company y como trabaja todo.

Mario tomó el volante con entusiasmo, sin dejar ver que no sabiá leer.

Luego de unas charlas entre miembros e invitados, un tisgüín servido por la hermana de José María, y pan dulce, la junta se dio por terminada.
        
                    ************

—Vamos, muchachos, gritó Méndez, el mayordomo, árrenle.

Los  mineros se agruparon alrededor del elevador, listos  para bajar. Notó que Mario llegaba tarde.
      
— Tú, dijo, hazte a un lado. Hoy no trabajas, y te van a descontar.

— Pero estaba cargando unas cajas para el señor Williams, protestó Mario.

— Me vale si estabas cargando Maná del cielo, gruñó Méndez. Tú  te quedas. De todos modos va a ser igual. Los demás van a sacar las mismas toneladas. Por eso estamos haciendo recortes. Mañana ya aquí ni trabajas.

Mario, aturdido, no sabia que decir. Con crujidos infernales el elevador empezó su decenso. Mario vio a Savanino que con un ademán le dijo "Espera".

Los rumores corrían como los fusibles prendidos que usaban los barreteros después de cortar las rocas con sus zapapicos. La explosión de coraje hacia  la política de la compañía no sorprendió a nadie, salvo al mismo  Greene, que no veía a los mineros sino a unos seres dóciles y un poco tontos. Su plan era de que los estibadores, cargadores, paleros, ayudantes, barreteros, todos serían recortados, pero el metal sería extraído en la misma cantidad y aún mayor. Las ganancias iban a ser enormes. Mario regresó a El Ronquillo y habló con los vecinos, con el resultado que mucha gente se quedó el las calles inciertamente formando pequeños nudos. Cuando salieron los mineros, todos convergieron a la casa de José María para una junta. En vez de las conversaciones en voz baja de siempre, un especie de rugido sordo furioso  se apoderó de ellos, latiendo fuertemente el corazón, tirando cautela a los cuatro vientos.

Baca Calderón puso el mitin en orden. Explicó los planes de la compañía de  recortar y aumentar la producción. Un grito de furia se soltó de cada garganta al oír la confirmación de lo que tanto temían.

— Si ahora no nos alcanza, y quieren despedirnos, gritaba de rabia la esposa de un minero.

— Hablamos con Luis el mayordomo, pero nada más nos maldijo, interpuso un minero.

— Nos  pagan en bimbiliques, dijo otro amargamente, y no podemos gastarlos más que en la tienda de raya, que es más cara.

— A mi primo lo golpearon porque se sentía enfermo y quería ir a casa.
            
— Y los gringos, ¿Qué? Alguien gritó desde atrás.

Hubo un silencio incómodo, mientras volteaban a ver un pequeño grupo de gringos que se congregaban cerca de la puerta.

— Aquí no hay gringos, dijo José María, después de una pausa. Sólo mineros. Los blancos trabajan tan duro como los que no lo son.

— A ellos les pagan en dólares y a nosotros en pesos, insistió el hombre. Reciben el doble que nosotros.

— Ellos no hacen la política. La compañía formula eso para dividirnos. Divide y vencerás. Si ellos salen a la huelga con nosotros, son nuestros hermanos.

Un grito de aprobación sacudió el lugar.

Divide y venceras. Mario nunca habia escuchado esa frase, pero todo quedó debidamente configurado  al instante. Por eso algunos ganaban  tres pesos, otros cuatro. Otros ocho. Los que hacían el trabajo más arduo, sucio y peligroso siempre ganaban menos.

— Que vamos a hacer, pues.

Baca Calderón se puso de pie.

— Camaradas, dijo, mientras caía el silencio. Si estalla la huelga, puede  ser una huelga larga. Esta gente no está jugando. Greene  ya fue a Bisbee a conseguir armas para los capataces. Es más, pueden estar segurísimos que hay gente aquí  dispuesta a correr con el chisme de todo lo que se hace y dice aquí.

— Que lo hagan, alguien gritó, retador.

Baca Calderón continuó.

— Necesitamos que a todos les paguen los 5 pesos por igual por la jornada de ocho horas. Un estruendo de aprobación lo interrumpió.

— Los capataces que hayan insultado a los hombres deben ser reemplazados. Demuéstrenles a los capitalistas que somos hombres, no bestias.  Todos estamos en nuestra patria y nos merecemos los beneficios de ella.

— No deben ocupar a los menores de los catorce años, dijo una madre en voz baja,  para sí.

Gutiérrez de Lara empezó a repartir cargos a los voluntarios. Nadie se iba a reportar en la mañana, sino se iba a hacer una manifestación por la calle para informar a todos y pedirles que se juntaran con ellos. Baca Calderón y los otros iba a presentar la demanda al señor Greene. Entusiasmados, los mineros desembocaron a la calle para continuar discutiendo en sus casuchas de  hojalata. Al amanecer pocos habían dormido.

El señor Greene dijo que iba a tomar cartas en  el asunto. Advirtió a los trabajadores que  no debían hacer nada imprudente que sirviera de pretexto para que los atacaran los guaruras.

                    ************

Una falange de alrededor de cincuenta rangers traídos de Tejas se enfrentó a los mineros mientras éstos  se juntaban en frente de las oficinas de la compañía minera. Las banderas rojinegras se congregaron temprano a las puertas y los mineros empezaron a gritar "¡Cinco pesos, ocho horas, cinco pesos, ocho horas! Viva México!

Armados con los candeleros que usaban en la mina, a las veinte horas, dos mil obreros y sus partidarios se  arremolinaban en la zona, y empezaron a marchar por la población, tras la odiada tienda de raya. Los mineros se acercaron a otro negocio de Greene, la maderería de la empresa, para llamar a los trabajadores que bajaran de la colina para sumarse a sus filas.

Un empleado de Greene salió a exhortarles que regresaran a casa.

— Esto sólo se puede resolver mediante negociaciones, gritó por encima del ruido.

Hizo un ademán a los bomberos que habían traído el camión a  caballos y éstos soltaron el chorro de agua de la cisterna  contra los huelguistas.

— ¡No se dejen llevar por la provocación! Baca Calderón grito a los mineros que estaban siendo arrempujados por los guardias--- muchos de estos americanos traídos desde Bisbee. --- y quienes empezaban a aporrear.

— ¡Salgan, salgan! Gritaron los huelguistas, y un gran júbilo estalló cuando varios trabajadores de la yarda se juntaron con ellos.

Sonaron  tiros, y varios mineros cayeron, sangrando. Un Tarahumara  moreno, a quien todo el mundo llamaba "Xochimilcas" había improvisado una antorcha con un pedazo de madera y unos trapos , y cual  Pípila tardío corrió detrás del edificio y aventó la antorcha en un montón de viruta. Se encendió en el acto. Trabajadores y empleados corrieron precipitadamente del edificio.  La pequeña troca de bomberos hizo lo que pudo, pero era demasiado tarde. Habían gastado demasiada agua en los manifestantes, y quedaba  poca  para el fuego que se tragaba con avidez la madera y el mismo edificio. Los mineros, embravecidos por  los tiroteos, atraparon  a los empleados George Metcalf y a su hermano y les golpearon hasta la insensibilidad con los candeleros.  Su  furia gastada al fin, regresaron al ayuntamiento para hablar con las autoridades. Nunca llegaron. Empleados de Greene pasaron en su automóviles, balaceándolos, matando a cinco mineros y un muchacho de seis años. La multitud se desintegró.  Francotiradores gringos, borrachos, se posaron en el techo del hotel Los Angeles y tiraron a todo lo que se movía, gritando jubilosos cuando veían a un   Messican desplomarse sobre la tierra. Las calles de Cananea quedaron desiertas, con excepción de los trece que yacían sobre ellas. Con el tiempo el vagón municipal llego para llevarse los cadáveres.

La policía entro en acción. Fueron a las chozas, y si encontraban a algún adulto varón, lo arrestaban, seguros de que era minero. Las familias americanas en el pueblo apresuraron  la retirada a la estación de ferrocarriles para el siguiente tren a Bisbee. En cuestión de horas, tanto la cárcel como el tren estaban abarrotados de cuerpos antropomorfos, cada quien con su propio destino. Greene le había telegrafiado al Vice Presidente Corral en la ciudad de México, quien le aseguró que los federales estaban en camino para apagar la rebelión.

Jacinto Ocomol había caminado día y medio con su pipil en una jaula de madera que cargaba en el lomo. El y su esposa habían deliberado si debían vender el guajolote en el mercado de Cananea. Finalmente decidieron que no podían postergar la compra de una hacha que Jacinto necesitaba para cortar  madera. No había suficiente leña que se pudiera juntar así  no más. La vieja hacha se había safado. "Compra aceite," fue  lo último que le dijo su esposa.  Jacinto puso la jaula en el suelo y se limpió con la manga de su camisa. Cansado y sediento, vio por la calle principal y se preguntó porque estaría vacía. Vio una casa grande de dos pisos, a unos pasos de la banqueta, y divisó una llave donde sabía que podría sacar un poco de agua. Mejor hay que preguntar, se dijo, cauteloso.  A ver si hay algún jardinero. Uno de los voluntarios de Greene vio al indio que se le acercaba, y lo mató de un tiro en la frente antes de que pudiera abrir la boca.

En frente del ayuntamiento, Greene y el gobernador Izábal estaban en junta con cuatro cientos mineros. Izábal hablaba, pues Greene sabía poco español. Primero exhortó al silencio, y luego declaró con voz solemne que los hermanos Metcalf habían fallecido a causa de sus heridas.

— A los culpables se les castigará, dijo, intransigente.

Los huelguistas permanecieron en silencio.

— No nos someteremos a las amenazas, ni a la intimidación, siguió, levantando la voz encolerizado. Esta no es la manera de hacer las cosas. He hablado con Mr. Greene para ayudarles con el pliego petitorio, pero ustedes no se dan cuenta del alto costo de echar andar las minas, la maderería y la ganadería. El señor Greene tiene muchas responsabilidades. Si a ustedes les pagara más, tendría que cerrar la mina, y entonces nadie trabajaría. Lo mejor es que todos se vayan a casa, descansen un día y se reporten en la mina temprano. Mr. Greene hará una junta con sus representantes para buscar una solución.

Algunos mineros empezaron a chiflarle, y la policía se apresuró a arrestarlos. Los otros se amontonaron, desorientados, hasta que por fin se dispersaron. Izábal, bajo órdenes telegráficas de Ramón Corral, ordenó un toque de queda para toda la población, tanto mexicana como americana. Kosterlitsky, el jefe de gendarmería de Magdalena, ordenó a los rangers que hicieran sus maletas y que además se llevaran a sus muertos.

Mario fue a la casa de Savanino, perdido e incapaz de saber que hacer. No había esperado una respuesta tan violenta a la petición, y se sentía afligido por la sangre derramada. Al llegar encontró a Ramiro en la casa. Don Rufino se estremeció al darse cuenta de que a sus compatriotas les pagaban menos que a los yanquis por el mismo trabajo, y por el trabajo más duro y más peligroso. Ramiro y Rufino habían cargado costales de frijoles  del  granero para llevar a los huelguistas. De hecho ordenó a Ramiro que cargara el vagón, con su bendición.

— Y llévate a Jacinto,  dijo.

— Dieguez,  Baca Calderón e Ibarra están en la cárcel, dijo Savanino, desesperadamente. Izabal quiere fusilarlos.

Mario tembló de miedo.

— Mi padre supo que Ramón Corral dio órdenes expresas que se les hiciera un proceso con su debido juicio. Nadie se va a fusilar. El gobierno de Díaz  está tambaleando, y no quiere más escándalos, dijo Ramiro, para calmarlos.

La huelga había durado sólo seis días. Los mineros hambrientos regresaron a la sierra de donde habían salido, buscando trabajo eventual y viajando largas distancias. Sus fogatas resplandecían en  los altozanos, alumbrados por gente esparcida por la comarca, gente  buscando trabajo para llevar dinero a su familia, mientras cocinaban sobre el fuego y contaban historias y se acurrucaban contra el frío de la noche. Los montañeros estaban orgullosos de su magra existencia. Era prueba de que  aguantaban las duras pruebas. Algunos encontraron trabajo en otras áreas. Algunos fueron a Phoénix y a Los Angeles y encontraron trabajo como estibadores y cocineros. Cabalmente existía un sentido de que habían sido traicionados por el Círculo Liberal, con sus finas promesas. Aun así, la idea de la dignidad estaba sembrada, y el país se sacudía ante las noticias de los asesinatos. Esta no iba a ser la última palabra.

                    ************
 
Un día Adelina Patti dio un concierto asistido por la crème de la crème de la sociedad de Hermosillo, y Raquel decidió en el acto que ella también sería cantante. La Reina de Corazones había aumentado considerablemente de peso, pero mantenía su majestuosidad a la edad de sesenta y dos años. Además, se le garantizaba una recepción cálida por parte de un publico famélico de cultura europea, un público que se daba ínfulas de ser propietarios del arte gracias a su gran gusto discriminatorio. Raquel, sin fijarse en el arte, simplemente concluía que mantener al público fascinado mientras se arropaba de bellos encajes y joyas era preferible al lavar y planchar que supervisaba su madre.
                            
A Raquel la llevaron, como a su hermana, a la Escuela de Artes y Oficios en Hermosillo. Un pequeño ómnibus a caballo hacía la ronda cotidiana para recoger a las niñas de las rancherías y llevarlas  a la mansión  transformada  en escuela  que había sido propiedad de la familia Tourné,  abandonada después de la caída del Segundo Imperio.  La casona se había escogido por su gran tamaño, para acomodar a las alumnas, que eran de todas las edades, y lo mejor que se le podía decir era que  estaba construida para larga duración. Al principio Raquel tuvo curiosidad sobre lo que le esperaba. Naturalmente lo daba por hecho que la maestra le consentiría todos sus caprichos y necesidades. Al contrario, tenía que ponerse de pie cada vez que alguien entraba en el salón, guardar silencio y sólo hablar cuando le dirigiesen la palabra, estudiar cosas aburridas como las matemáticas, y como resultado se encontró  en un estado generalmente  lamentable. La única clase que le gustaba era de corte y confección, porque las jóvenes pasaban al corredor que daba al jardín y podían hablar de cualquier tontería que les entrara en la cabeza.

Acosó a su padre que le comprara un piano. Odiaba la escuela para jovencitas. Odiaba la disciplina, que la hacía rondar como fiera enjaulada.  Era  disciplinada cuando quería, mas no por imposición de los demás. Se molestaba si alguien le daba órdenes. Su padre le dijo con severidad que las escuelas femeninas habían sido una de las "conquistas" de Juárez, y que prácticamente era una tradición a la patria si se negaba ir. Entonces, más efectivamente, le prometió el piano si terminaba el octavo grado. Le costó una descarga de la bilis (frase de una compañera) pero terminó al fin, y feliz de haberse escabullido de sus obligaciones académicas.

El piano lo trajeron circundando la Patagonia desde Nueva York. El viaje duró tres meses. Arribó a Mazatlán y fue montado a un tren junto a sedas y té de china y especies de Manila. Entonces el viaje laborioso con  el calor sofocante, que no le hizo ningún bien.

El maestro Azcárraga se enlistó como su maestro. Calificaba porque había estudiado en el conservatorio en la Ciudad de México, y había conocido a Adelina Patti en su gira. Raquel estudió con ahínco, porque le gustaba, y su costumbre de mandar a la gente la hacía tocar con fuerza, como varón. Sentía el poder de la música, y se transformaba por ello en el foco de atención. Tenía una voz ligera de soprano, pero a la medida que maduraba ésta  obscureció en  un registro dramático. Con el tiempo aprendió Dove è l'Indiana Bruna de Lakmé y el Un Bel Dì  de Madama Butterfly.























EDUWIGES

Eduwiges despertó, sobresaltada. Los perros estaban ladrando. Parecía que había una conmoción en los establos. Se levantó y encendió la lámpara de gas. Las dos de la madrugada! Escuchaba voces a medias. Se vistió rápidamente y dejó a Rufino que continuara sus ronquidos.

— Pascuala! Detuvo a la sirvienta que llevaba unas sábanas en los brazos.

— Nnnnada, señora, tartamudeó Pascuala, aterrada a que la cacharan. Margarito se accidentó y se lastimó la pierna. No es nada. Váyase a dormir y que  descanse.

Eduwiges se apresuró al establo sin hacer caso.

— Que quieres decir, se lastimó la pierna a estas horas? Ahora no es tiempo para que anden los cristianos.

No era Margarito. El hombre estaba recostado en al paja, sangrando de una herida en el pecho. Pascuala le hablo en Yaqui, tratando de reconfortarle.

— Allí viene la señora.

Eduwgies mantuvo la calma.

— Traeme agua y la botella de iodo del baño. Y trae las tijeras.

Pascuala regresó con las cosas y con el adolecente Cleofas, que se movía a tropezones, negándose a abrir los ojos. Hizo que Pascuala cortara la camisa del hombre mientras lavaba la herida y trató de imaginar que tan grave sería el balazo. El hombre estaba conciente, jadeando. Bajo la luz incierta, ella descubrió el brillo de una bala atorada en las costillas. No había penetrado mucho.

— Traeme las tenazas, le dijo a Pascuala, y muele unos frijoles secos en el molcajete y tráemelos.

La muchacha obedeció en silencio.

Eduwiges empapó las tenazas de iodo y se pendió sobre el hombre.

— Esto le va doler, dijo, y puso más iodo en cantidad sobre su pecho.

El hombre no hizo el menor ruido. Sin miedo ella introdujo las tenazas en su pecho y agarró la bala, que se resbalaba por la sangre, pero la sujetó bien al fin y pudo extraerla. Espolvoreó el frijol molido  en la herida, coagulándola , y la herida dejó de sangrar.  Ella y Pascuala cortaron una sábana en tiras para vendarle el pecho al hombre.

— Llévenlo al cuarto junto al granero, les dijo a los otros dos, recojan las cosas y veremos como sigue en la mañana.

— Va usted a llamar al doctor Castro, inquirió Pascuala tímidamente. El doctor Castro había atendido a la familia durante muchos años, pero estaba conectado con la familia de Ramón Corral. No sería menester que él se enterara que Eduwiges había ayudado a uno de los hombres de Maytorena. Maytorena había juntado varios cientos de hombres en Chihuahua en contra del porfiriato.

Eduwiges se la quedó viendo fijamente.
    
— No lo haré. Pero nada más terminas aquí y ven a la cocina. Tenemos que hablar.

— Si, señora.

Eduwiges puso carbón en la vieja estufa de adobe, le prendió fuego y le sopló con el abanico. Cuando estaba al rojo vivo, puso agua de la vasija y la tableta de chocolate con algo de leche mientras hervía el agua. Luego lo juntó todo y empezó a batirlo con el molinillo. En el momento de que estuvo sirviendo el líquido espumoso en las tazas de barro, entró Pascuala en la cocina.

— Ya se durmió, dijo, en voz baja. El atole se lo daré en la mañana.

Eduwiges le hizo un ademán para que se sentara.

— Vamos, pues, Pascuala. ¿De qué se trata todo esto? ¿Quién es ese hombre?  La voz se le descontroló, a pesar de sí misma, con el miedo y el fastidio.

Pascuala rompió a llorar.

— Oh señora, los tratan muy mal, sollozó. ¿Cómo pueden vivir si no tienen sus tierras para las milpas? Los yori invadieron sus tierras y ahora la familia está en Hermosillo, durmiendo en la calle, pidiendo limosna. Cuando murió su madre tuvo que pedir prestado para enterrarla, y no lo pudo pagar, y ahora lo busca la policía. Hay gentes en Guaymas que venden armas de fuego y el trató de comprar unas para que les regresen las tierras.

Pascuala se enjugó los ojos con su delantal.

— ¿Cómo pudo comprar armas si no hay dinero? Demandó Eduwiges severamente.

Pascuala se había calmado.

— Los viejos de los ocho  pueblos se juntaron y decidieron combinar lo que tenían. Señora, las cosas no pueden seguir así. Usted es yori, pero es buena.

— Que yori ni que yori, replicó Ediwiges, ofendida. Tuve una abuela que vino de la Sierra de Nacozari, y que no se te olvide.

Si, señora, contestó Pascuala, poco convencida.

— Nos  estás  poniendo en peligro, dijo Eduwiges, acelerada. Mañana quiero que te lleves la escalera de la huerta y la pongas en el pozo seco. Margarito te ayudará. Ponle forraje alrededor, para que no se vea. Allá se podrán esconder en  caso de  urgencia.

— Aquí no se puede quedar. No podrá quedarse con sus parientes en Hermosillo?

— Tiene un tío en Mazocahui, contestó Pascuala.

— Con eso. Van a llevar un cargamento a Cananea en tres días. Tendrá que estar bien para irse entonces. No va  a ser fácil. Los federales andan por todos lados. Tendrá que recorrer el camino bajo los costales. Los muchachos lo pueden dejar allá.

Pascuala se sonó con alivio.

— Gracias señora, y que dios la bendiga.

— Está bien. Ya vete a la cama, tendrás que levantarte en ¡qué barbaridad! Dos horas!

Las dos mujeres limpiaron los trastes apresuradamente y apagaron la lámpara.

                    ************

Raquel corría entre huizaches, por los sahuaros y las pitahayas  — plantas que zumbaban con intensa energía — haciendo caso omiso de las víboras de cascabel y los escorpiones que merodeaban en  la frescura de las  rocas. Volaba sobre el desierto. Había viento y había un raudal de nubes.  Se sentía una con cielo y tierra.  Iba por el aire al compás de las nubes, murmurando, soy la mujer flor, la mujer pájaro, la mujer lagarto. Soy la mujer estrella, todo es lucha, todo es bondad, todo es creación. De repente paró en seco. Un coyote la espiaba desde un peñasco. Era un buen agüero. El coyotl era su animal, pues Margarito había encontrado sus huellas en las inmediaciones de la casa después de que naciera.

Los cardones, hinchados de agua en esta tierra árida, el colibrí macho penetrando la vulva abierta de la flor cactácea, recogiendo el polen en un baile sensual e irresistible.

Raquel era parte de esta tierra, no porque el rey de España lo hubiera declarado, sino porque su  sangre se había deslizado de generación en generación por diez mil años, y la gota que viniera de España se había diluido y desaparecido como caída en la arena marchita sonorense.

Vio a unos hombres en la distancia, a caballo. Había muchos,  se daba cuenta por el polvo, quizás un centenar.  Apresuró el kilómetro de regreso al rancho.

Pasando por los arcos de adobe y  ya una vez en la propiedad, dio vuelta hacia la cocina,  su cuarto preferido de la casa. La tía Chona preparaba los chiles en nogada. Tostaba los chiles poblanos sobre la brasa viva, mientras abanicaba el fuego con un abanico de paja y tocía fuertemente, con lágrimas rodándole  por la mejillas. Quitó los chiles mientras se desprendían de su piel y les envolvió en un pañuelo  para que sudaran. Laurita estaba limpiando las almendras. Raquel, rebosante con su noticia, birló una almendra y se la metió en la boca disimuladamente.

— Deja eso, niña, regañó la tía, sabiendo que sólo era pro forma, puesto que Raquel hacía justo lo que le daba la gana. Te vas a echar a perder la cena.

— Vi a un titipuchal de hombres hoy, se aventuró, dándose importancia.

— Chit, niña, dijo Laurita, escucha a lo que dice tu tía.

— ¿Y qué crees? Chona continuaba su relato. Tienen tranvías que corren por la ciudad, sin caballos, todo por electricidad. Paran en la esquina. Te subes, y en un santiamén ya llegaste a casa.

— Jesús, María y José, replicó Laurita, empezando con las granadas. Yo me iba a pie. Parece cosa del diablo. Como puede ir un tranvía sin su caballo?

— Es como el tren a Nogales, dijo Chona, impaciente. Van en la ciudad y la electricidad los jala. Hasta hay unos que vuelan por el aire, se arriesgó, traviesa, pero temiendo que se hubiera sobrepasado.

Laurita, perpleja, guardó silencio.

— ¿Dónde es? Pregunto Raquel con curiosidad.

— Los Angeles. Tu tío nos escribió una carta, y mandó la foto. Mira, agregó, sacando de su delantal la preciada postal.

Eduwiges entró en la cocina.

— ¿Ya está la cena? Preguntó con jocosidad, a sabiendas de que faltaba una hora todavía.

Había un cierto filo en su chanza, que rayaba en la crítica. Era una mujer alta e imponente, ella también estaba acostumbrada a actuar impunemente. Con su pompadour y su polisón, el broche de carey a la garganta, la nariz aguileña y las cejas pobladas hacían que Raquel se imaginara, como lo hizo mil veces, en un retrato viviente. Inventaba que su madre se había salido del daguerrotipo que adornaba el escritorio de su padre en el despacho, y andaba entre ellos. A la hora de dormir regresaría a su marco.

Chona era dueña de una reciedad  tosca  que la señalaba como solterona, a pesar de que era la menor de las dos hermanas. Chona nunca estaba segura de que sí o no extrañaba el matrimonio, aunque había sufrido la pena negra de jovencita  mientras  todos esperaban que atrapara a algún  infeliz. Lo peor  le esperaba si  fracasaba, y  Chona hizo los votos obligatorios, sintiéndose cada vez más absurda e inútil. Si algún hombre sucumbiera a su ardid, por lo mismo  lo hubiera rechazado. Poco a poco la madre, Concepción, se daba por vencida. Luego de unas murmuradas y sobrecogidas conversaciones con su vecina, Concha se acostumbró a la idea de que su Chonita no se iba a casar. Chona, por su lado, se reconoció. Libre de  presión,  se sintió aliviada y segura de sí misma. Había adoptado a sus sobrinos como propios, a cambio de cuidarlos. Ella era la otra madre. Si Eduwiges tenía que ir al pueblo, o si estaba enferma o demasiado ocupada, Chona le llevaba el paso suavemente. Su nicho le pertenecía, y el tiempo le había concedido una  pátina de  autoridad.

Dona Laurita había sido una jovencita cuando los franceses desembarcaron en Guaymas. Venían armados, dizque para ayudarle al ejército mexicano en apaciguar a los indios, pero en realidad buscaban oro, aventuras y territorio. Se enfrentaron a las protestas del gobernador, y con el tiempo fueron derrotados en batalla. Su líder, el Conde Rousset de Boulbon fue ejecutado después de un consejo de guerra.

Laurita nunca supo nada. Había conocido a Jean Pierre en el parque, y logró embaucarlo hasta la iglesia, donde podían conversar. Le fascinaba el acento hablado del muchacho solitario, su elocuencia tan distinta a los jóvenes que ella conocía. Jean Pierre había visto el mundo, y le habló de París, como si fuera superior a Hermosillo, cosa que  le molestaba un poco al mismo tiempo que la emocionaba. Lo volvió a ver, bajo cubierta de la oscuridad de la noche, y se fueron a una casa de huéspedes que él había alquilado.

Jean Pierre hablaba incansablemente, a veces en un español incomprehensible, de sus sueños y planes para el futuro. Se llevaría a Laurita a Francia, donde vivía en provincia, y tendrían una granja. Otras veces se quedarían en Hermosillo, y abrirían una panadería. Como prueba de su sinceridad, había empezado a comer chile, pero también porque se rumoraba que después de la Batalla de Puebla los lobos sólo  habían profanado los cadáveres de los franceses, más no de los mexicanos porque no les gustaba el capsaicin. Para Laurita, era un nuevo mundo, y sin aliento, se entregó y sintióse una meretriz. Su secreto nada más le pertenecía a ella, y le daba una tiritera cada vez que se ponía a pensarlo.
 
Al poco tiempo los franceses tuvieron que regresar a Guaymas. Laurita se enteró  al último momento, y corrió, desesperada, al cuartel, diciendo que era pariente. Odiaba las risitas de los guardias, que le informaron que la sección había partido y se iba rumbo a la estación. Sin importarle quien pudiera verla, Laurita corrió hacia la estación justo a tiempo para poder ver  que salía el tren de Guaymas.  Nunca volvió a saber de Jean Pierre.

Su nana había ido de compras, y la vio sentada en una banca cerca del mercado, y la trajo para la casa. Nana no le preguntó nada, callando  ante la expresión de la cara de Laurita. Laurita no dijo una palabra, y habló poco durante muchos días. Cuando ya volvió a su rutina habitual, se dedicó a la iglesia y a  las obras de caridad, visitando a los pobres, regalando su ropa, y pidiendo dinero a su padre para comprarles  frijol y maíz a las familias necesitadas. Se le ocurrió ponerse polvo en la cara matizado varias veces más claro que su color natural, como testimonio silente de su francés. Era como  si quisiera demostrarle al mundo como sería un hijo de ambos. Le daba un aspecto diáfano. Con el tiempo la familia se murió y no había remedio para una mujer sola más que mudarse con su prima en el rancho. La hija de la madre de Eduwiges por un segundo matrimonio, ya tenía cuarenta y cinco años. Imperceptiblemente, con el tiempo, se convirtió en un accesorio más, tan íntegra a Cantarranas como las mismas  paredes.                     

                    ************

Raquel sabía embelesar a quien fuera, a su padre, a los caballerangos, su hermana no se atrevía a llevarle la contraria, más con su madre exhibía una extraña sumisión. Raquel la adoraba, pero también se sentía algo abochornada. Había un misterio con Eduwiges, una reserva que hacía entender que sabía más de tí de lo que tú misma sabías, y que la buena educación le impedía  revelar los secretos.

Chona y Laurita empezaron a rellenar los chiles.

Eduwiges miró a su hija.

— Y ahora, Coscolina, regañó, ¿Dónde has estado?

— Fui a La Peña, contestó Raquel con docilidad. Vi  cien hombres  a caballo.

La revelación  podría eludirle un regaño, y adivinó correctamente. A su madre le interesaba  la noticia.

— ¿Y que rumbo llevaban? Inquirió, con aparente casualidad.

— Hacia La Colorada, contesto su hija, deseosa del chisme, mirándole fijamente la cara a ver si podía indagar alguna información.

— Quizá iban a juntarse con Maytorena, cuchicheó la tía Chona. El último chirimbolo trataba que el antiguo gobernador había sido sacado por Porfirio Díaz y se rumoraba que se ponía de acuerdo con Madero y Villa en Chihuahua para tumbar el régimen.

Las cosas cambiaban. Don Porfirio, haciéndose pasar por admirador de Sonora, esa tierra rica en minerales, trataba de aferrase del tesoro. Había instalado cuidadosamente en el norte a sus tenientes para asegurar el poder centralizado desde  Distrito  Federal. Sus protegidos locales veían su futuro escrito por dedazo en la lejana capital, y las viejas familias empezaron a perder influencias. Después  de que los federales expulsaran al gran líder apache Gerónimo, y después de que fusilaran a Cajeme, los sonorenses se dieron cuenta que su destino descansaba en manos de los científicos de la gran ciudad. Los terratenientes liberales resentían la pérdida del poder, y muchos de ellos depositaron sus esperanzas en Maytorena, quien se había declarado antireeleccionista. Ramón Corral, como gobernador, había instalado la reforma educativa y la luz eléctrica , pero cayó bajo sospecha cuando modificó la Constitución del estado suprimiendo las elecciones a favor del compadrazgo. La violencia de su campaña contra los yaqui hizo que hasta los terratenientes se encogieran de desasosiego.

— Jesús, exclamó Laurita, demasiado confusa para proferir su alocución habitual siquiera. Parecía caer en un arrebato. Habló como para sí, los dedos temblando ligeramente.

— Después de agotar sus recursos, el Gran Cajeme se escondió en casa de un amigo en Guaymas. Alguien  lo delató, y el General Martínez lo mandó arrestar. Lo pusieron delante de un pelotón en Cocorit, junto con Anastacio Cuca. Miles de mayo y yaqui se entregaron. La gente regresó a sus plantíos y a las haciendas, pero éstas fueron atacadas de nuevo. A escondidas los yaquis habían comprado armas y se hacían guerrilleros, atacando en el silencio de la noche.

Dejó de hablar y cerró los ojos, como si estuviera durmiendo.

Nadie dijo nada por un rato.  Eduwiges frunció el entrecejo, digiriéndose a  la noticia de su hija.

— No sé lo que va a pasar, dijo al fin. A Madero lo arrestaron y Porfirio no tiene palabra sobre las elecciones. Miró a la tía y habló en forma escueta. Quizás Demetrio tenga razón.

El hermano se había ido a Los Angeles, jurando no regresar hasta no tener fortuna. Había comprado una tienda de novias en las calles de Broadway y parecía que le iba bien.

— Pero que vas a hacer con la huerta, el ganado, la cosecha? Rufino no va a poder solo. Ramiro está todavía muy tierno para encargarse de los negocios– pasó por alto a Jacinto como causa perdida— y en lo que se refiere a Manuel, más tardarán en salirse de la estación que él en estafarnos. La opinión de Chona sobre el capataz no era halagadora. Sintiéndose  imprescindible, parte de su coraje consistía en envidia de tener que quedarse mientras las demás se iban a pasear en coches en la ciudad.

— Hablaremos después. Ya es hora de la cena. Raquel, pon la vela en la ventana. Es viernes.
                
                    ************










MARIO

Mario Equihua había escapado a la frontera, pidiendo aventón y mezclándose con los pasajeros en los camiones durante parte del tramo, hasta cruzar Nogales. En un puesto pidió comida, y el dueño, tras titubear un poco, le regaló unos tacos sin pronunciar palabra, los cuales Mario aceptó con la misma dignidad muda, sin dar las gracias. Se fue caminando un poco fuera de la ciudad y seleccionó un árbol donde pasar la noche, sobre la tierra, a una distancia de la carretera. Con el tiempo llegó a Tucson, donde se juntó con  los jornaleros reunidos  antes del amanecer en espera de los contratistas que los llevarían a "los files". En el momento que tenía la suma de  dinero suficiente compró el boleto para San Diego. Allí a duras penas encontró trabajo que durara más de una o dos veces a la semana, y prefirió irse  de mosca en los trenes sobre rieles que le condujeron a Los Angeles.

Al llegar a la estación de ferrocarriles en Los Angeles ya había oscurecido. No había comido en un par de días. En la penumbra vio una hoguera en el suelo, con un hombre en cuclillas atendiéndola, como si cocinara algo. El hambre lo impulsó hacia la aparición, pero se detuvo bruscamente  cuando vio que el hombre era gringo. Sería un Texas Ranger, preguntóse. Cananea apesadumbraba siempre  su corazón. El hombre levantó la mirada.

— Hola, amigo, dijo, afablemente en inglés. Me llamo Smiley Jackson.

Mario  era demasiado tímido para contestarle, pero cuando Smiley, al enterarse de quien era, empezó a hablarle en español, Mario se sorprendió. Fuera de contados mineros, éste era el único gringo que lo trataba sin hostilidad, y al tiempo que Smiley le ofrecía un pedazo del pollo enclenque que se había robado, Mario se quedó sorprendido de sus buenos modales.

Smiley acababa de viajar los rieles desde Phoenix, trabajando después de  salir de Pittsburg, donde había participado en una huelga. Mario, también, había estado en Phoenix.

— Mucho calor, musitó, como en Cananea.

— ¿Estuviste en esa? La voz de Smiley subió, admirado. Wow-wee eso estuvo feo.

— Si señor, Mario rió, sintiéndose mejor después comer de lo que se había sentido en varias semanas.

Smiley era un amigo. Buscó en su mochila y encontró un gastado banjo, al quien llamaba su "novia". Empezó a arañarlo. Con el corazón y una voz cascada, cantó;

        Tie ‘em up, tie ‘em up! That's the way to win.
        Don't notify the bosses ‘til hostilities begin!

Intrigado por un instrumento que jamás había visto, Mario lo pidió prestado y trato de tantear un corrido.

— Lástima de como quedó, sin embargo. Smiley mordisqueaba una  hierba  seca, como si sus mandíbulas clamaban  más actividad que lo poco que se les había proporcionado  Pero ahora van a ver lo que es  la verdadera lucha. Acaban de matar a un vato en Durango, acribillado quedó.

— Puebla, dijo Mario. Había oído hablar de Aquiles Serdán.

— That's it, contestó Smiley, de manera bonachona. Eso es lo que necesitamos aquí, una revolución. It will happen, don't  you worry. . Nada más necesitamos un gran sindicato, one  for all  and all for one. Smiley entraba en calor. Si tú trabajas, debes ser dueño de la fábrica. Es la única manera de que a  un podre diablo se le haga justicia.

Mario escuchaba,  maravillado,  tratando de encontrar su camino en esa pipirrana de inglés y español quebrado que salía en cascada de su amigo.

— Si buscas trabajo, aquí dice que están hiring en el Los Angeles Times, dijo, sacando  un trozo sucio de periódico. Ten de daré esta parte con la información. Ve al downtown y pregunta, encontrarás algo, terminó fundadamente optimista. Mario le dio las gracias, se dieron la mano y cada quien se fue por su lado.

                    ************

Mario acabó viviendo en Boyle Heights. Trabajó de eventual, limpiando, moviendo tierra y en una ocasión le ayudó a una judía anciana en la construcción de una pared en el patio trasero de su casa,  a cambio de que lo dejara dormir en un cobertizo que tenía allí. Semanas después, nuevamente sin trabajo, se detuvo a comer un sandwich que una vecina le había dado, y se sentó en frente a la iglesia de Nuestra Señora de Los Angeles. Smiley acababa de terminar su turno de noche y lo reconoció.

— Mario! Gritó y corrió hacia él para darle la mano.

Mario estaba feliz de verlo. Había perdido el papel que Smiley le había dado, y no recordaba el nombre del lugar. Quizá ahora su suerte cambiaría. Acaso ahora podrá mandar llamar a Margarita para que vivieran juntos en una verdadera casa. Quizá de los quizaces.  

— Claro, dijo Smiley, ahora mismo estoy trabajando en el Times. Puedo ponerte afuera en el muelle. Ven mañana a las once de la noche, y veremos. Es aquí a la vuelta.

Entre semana Smiley le consiguió una cédula, con la promesa de restituir el costo con su primera raya, y el jefe de personal, a sabiendas de que era falsa, ni se inmutó al verla. Mario empezó  en el turno de noche, cargando bultos enormes de suministros para la empresa, un trabajo aburrido y agotador, pero  así se divertía. La mayoría de sus correligionarios eran gringos o mexicanos, y hasta había un chino, un hombre llamado Charlie Fang, que era el objeto de numerosos chistes bienintencionados.  Para pasar el tiempo, había un río constante de conversaciones desde que checaran tarjeta hasta la salida.

El capataz hizo su ronda.

— Bien, muchachos, una hora extra mañana por la mañana.
                    
— Ya estoy harto de las horas extras, se quejó Eddie, su cara redonda resplandeciente de sudor mientras veía con poco entusiasmo otro cargamento de papel acerándose al muelle para subir a los diablitos. Se están entrometiendo en mi vida social.

Eddie era intrépido en sus quejidos. Nunca quedaba conforme de lo que dijera o hiciera el capaz, quien lo desoía aparentemente más divertido que enojado.

— Lo menos que pueden hacer es pagar las horas extras. Tengo que dormir todo el día y luego apenas hay tiempo para levantarme y regresar al trabajo. Vi "Frankenstein" el otro día, dijo, cambiando de tema. Uuuuu,   era terrible. Había un doctor que hervía unos menjurjes en una cazuela y le echaba brazos y piernas hasta que salió un monstruo.

— A mí me gusta Bronco Billy, dijo un hombre f laco de Tennessee  que recientemente se había escapado del terremoto de San Francisco. Trastornado, se largó a los campos abiertos del sur de California, con la idea de trabajar de vaquero, pero se había dejado llevar  por las ofertas de trabajo en el Times.
                                        
Mario trabajaba en silencio, escuchando, aprendiendo, maniobrando su diablito, cargando y descargando los gigantescos rollos de papel, las tintas y cajas y un sin fin de enseres que se necesitaban  para sacar el periódico. Veía a Smiley de vez en cuando, y a penas tenía tiempo de un saludo antes de que el capataz le gritara que "se pusiera las pilas". Era más fácil, pero no tan diferente a lo de Cananea, excepto que estaba al aire fresco y que podía desayunar en un parquecito  a una cuadra de distancia. A veces, abrumado de nostalgia entraba en La Purísima, la iglesia católica, y se sentaba a soñar acerca de su aldea Pima, y de Margarita, preguntándose como le haría para que viniera con él. Deseaba una familia, pero testarudamente se negaba a salir con las mexicanas que había por el pueblo, hallándolas demasiado agringadas. Algo en él le impedía renunciar a su pasado.

Una noche  Smiley se le acercó y le murmuró en el oído que quería hablar con él a la salida.  En tono intrigante, declaró que el Times era el más injusto, inescrupuloso y maligno enemigo de los sindicatos que jamás se hubiera visto. Se planeaba una "acción" en su contra. Si tuviera éxito, esto sentarían las bases para un gobierno de sociedad civil donde los obreros podrían postular una balota socialista para que se respetaran sus derechos de salarios, vivienda, educación y cuidados médicos, al fin.

— Hay que enseñarle a los patrones que no nos pueden tratar a empujones, dijo. El Times es el peor periódico amarillista del país. Dice puras mentiras. Mira como se portaron con lo del Maine, que habían sido los cubanos.  Fueron ellos, inventando un pretexto para invadir Cuba y apoderarse de la isla. Ni  una palabra sobre el ¿Por qué?  Ha llegado  la hora de denunciarlos, de romper con las mentiras. Ese archimillonario Otis se encargó de  que pasara la ley anti-piquete y mandó arrestar a mucha gente. Pues bien — los ojos de Smiley brillaban con una luz interna — ahora sí que les va a arder. Se van a dar cuenta de que unidos nadie nos puede parar.

— ¿Qué vas a hacer? Preguntó Mario,  dudoso.

— Vamos a hacer, contestó Smiley con alegría, dándole palmaditas  en la espalda. ¿Sabes  esas cajas de tinta en el callejón? Vuelan en un instante. Entonces todos se darán cuenta de que hablamos en serio. Hemos tratado de todas maneras conseguir salarios y prestaciones decentes, pero Otis se hace el sordo,  como si no existiéramos. Está en contubernio con el alcalde, la policía y demás agencias del gobierno. No le quedará  otra que negociar con el sindicato, entonces podremos hacer elecciones limpias y por fin los trabajadores tendremos justicia.

— OK, dijo Mario, no muy seguro de que se trataba.

— Nos vemos en el parque a la media noche, replicó Smiley. (Descansaban el siguiente turno). Nada más me ayudas a mover unas cajas. Tenemos que hacerlo rápido para que nadie se entere.

Smiley estaba allí puntual, y avanzó para darle la mano.

— Bienvenido a la revolución, dijo con seriedad. En este día se va a hacer historia.

— Vas a volar las tintas? No se va a quemar el edificio? Preguntó Mario. Hay gente adentro.

— Nahh, dijo Smiley. Sólo se hará un ruido para asustarlos. Está en el lado derecho de las oficinas. Si no hacen caso por las buenas, tendrán que hacerlo por las malas.

Desde que Mario había trabajado en las minas de cobre, tenía nociones de como encender un detonador. El y su compañero arrastraron el cable hasta la calle y encendieron la mecha. Entonces los dos hombres corrieron  en frente para captar los resultados. La explosión encendió las cajas, como debía, más sucedió algo inesperado. La tubería de gas al otro lado de las delgadas paredes se encendió también y desató una cadena de explosiones  no anticipadas. El rugido los obcecó. Mario, pensando en la maderería de Cananea, grito a Smiley "¡Córrele, córrele!" y los dos hombres  se echaron a todo correr al cercano Bunker Hill donde se escondieron hasta el amanecer.

El edificio de Los Angeles Times se hundía en llamas. Smiley y Mario podían ver el brillo rojizo en el cielo y oler el humo. La gente se volcaba a las calles para ver el camión de bomberos apresurarse por la calle. Este carecía de escalera, y poco podía hacer para alcanzar los pisos superiores.

Fue un desastre. Los empleados se tiraban por las ventanas a la malla, mas no siempre daban en el blanco y se estrellaban en la banqueta. Los linotipos se desplomaron a los pisos inferiores, matando a varios directores. En la distancia, los dos conspiradores podían escuchar los gritos de las gentes y de las sirenas. Veintiún personas murieron.

Para desilusión de Smiley, el periódico salió  al día siguiente, con una nota desafiante del redactor que al Times nadie lo iba a callar, y que se le haría un proceso a los "demonios."  Un detective, William Burns, se encargó del caso, y con el tiempo localizó a dos hermanos McNamara y a otro hombre nombrado Ortie McManigal en Detroit. Los tres confesaron bajo tortura y acordaron ser testigos de cargo.

Los rumores corrían, había espías por doquier. Algunos alegaban que el mismo Times se había puesto la bomba para que se apiadaran de su candidato, el alcalde  en turno que tenía menos votos que el socialista Harriman en los comicios, y así poder culpar a la oposición.

— No habrá nunca un alcalde socialista en esta ciudad mientras yo viva, fulminó el viejo general. Los McNamara van a colgar, y también Harriman, si es necesario.

Era imprescindible que los  hermanos confesaran a tiempo para impedir que Harriman y los socialistas ganaran las elecciones en la alcaldía. Ni más ni menos que Clarence Darrow fue contratado por la Federación Americana del Trabajo para defender a los sindicalistas. Tratando de salvarlos de la horca, cambió la contestación a la demanda de "inocentes" a "culpables", pero el precio fue de las elecciones. Todo había terminado. Harrison fue terminantemente derrotado y los capitalistas barrieron con el ayuntamiento como si no hubiera pasado nada. Smiley y Mario desaparecieron.

                    ************

Raquel dormitaba. Algo la había despertado, y resistía abrir los ojos. Todos de la casa estaban fuera, en el patio, produciendo un murmullo y señalando hacia la bóveda celeste. Luís, el hijo de Margarito, y Jacinto se habían trepado a la azotea saltando como locos mientras Eduwiges les gritaba que se bajaran antes de que  agujeraran  el techo con sus brincos.

— Raquel—ven a ver esto, llamó. Finalmente Raquel se levantó y moviéndose a tropezones salió al patio. Pascuala entre rezos se persignaba.

Eduwiges apuntó con el dedo al cielo y dijo;

— Es el cometa Halley. Velo para que te traiga buena suerte. Acaso lo verás otra vez, en setenta y cinco años.

— Es un mal agüero, insistió Laurita lúgubremente. Significa el fin del mundo. Habrá fuego y destrucción.

Pascuala, temblando, empezó a rezar en yaqui.

— Dios guarde nuestro padre y nuestra madre, susurró, respondida por un "amen" de Laurita.

— No respiren! Gritó Jacinto, tapándose la nariz con la mano. Despide gases nocivos! Había aprendido la frase en la escuela. Nos vamos a ahogar todos, y no quedarán más que cadáveres por todas partes! Impulsado por su visión apocalíptica, dio vueltas alegremente.

— Laurita tiene razón, dijo Don Rufino irónicamente. Ha habido suficiente fuego y azufre para desatar una docena de cometas. En Culiacán los federales abrieron fuego con metralletas, y ¿a que no saben quién les respondió? ¡Mujeres con fusiles, escondidas en la iglesia! ¿A dónde vamos a parar? En Casas Grandes . . . .

— Déjalo, mi vida, dijo Eduwiges suavemente. Vamos a disfrutarlo. ¿Cuánto va a durar? Pascuala, trae algo de limonada, y vamos afuera bajo el pirul, donde hay una brisa.

Observaron las libélulas mientras éstas presentaban el espectáculo  cósmico; la bola de gélido fuego en el  cielo nocturno, y escucharon el zumbido de las cicadas.

                    ************

Eduwgies, despierta antes que nadie en la casa, se dispuso a golpear inocentemente cazuelas y sartenes y puertas, como era su costumbre, de manera  indirecta para que  los demás se levantaran. Pascuala, bostezando, apareció en el umbral de la puerta de la cocina y en silencio puso leña para el desayuno. Echó aceite en un comal y empezó a freír las tortillas para los huevos rancheros. Dióle órdenes a Jovita, de once años, para que picara finamente los chiles serranos, la cebolla, el cilantro y los jitomates. Ya hecho esto empezó a moler los frijoles que habían quedado en la frescura del pozo desde la noche anterior. Escuchó que afuera Margarito ensillaba el caballo y lo enganchaba a la calesa.

— Va al pueblo hoy, señora,? pregunto a sabiendas de la respuesta.

— Sí y quiero que vayas conmigo, así es que apúrate, contestó Eduwiges.

Las ventas del trigo que llevaron al molino habían sido buenas, y Don Rufino generosamente le dio dinero para que lo gastara a su antojo. Además, tenía que comprar mercancías en la tienda. Pascuala también estaba contenta, porque en el pueblo siempre compraban tortillas ya hechas a máquina, recién inventada, y así se liberaba de ese trabajo. Eduwiges estaba empeñada en comprar un sombrero con plumas de avestruz. Conocía una tiendita cerca del Palacio de Gobierno donde seguramente encontraría algo elegante. Recorrieron los kilómetros hasta llegar  al centro. Llegando a la Plaza Central, las dos mujeres voltearon la cabeza  para ver el Packard estacionado junto a la banqueta. Carros de combustión todavía eran  novedosos, y Eduwiges reflexionó sobre  el aspecto que daba, misterioso y desamparado sin un animal en las cercanías.

Primero, la tortillería, junto al mercado central. Algunas mujeres habían estado esperando desde el amanecer. Las tortillas se vendían rápido y las colas eran largas. La máquina era capaz de echar 16,000 tortillas al día, pero a veces se descomponía, o se acababa la masa. En todo caso había mucha demanda. Las dos mujeres se percataron de  que algo andaba mal. La gente no andaba como de costumbre, sino se paraba en las esquinas en pequeñas agrupaciones, hablando animadamente.

Eduwiges vio a Dona Francisquita y le hizo señas para que las esperara.

— Que ha pasado? Inquirió.

— Querida, Doña Francisquita estaba sin aliento de la emoción. Los maderistas han tomado Sinaloa, Chihuahua, Parral, San Luis Potosí —  enumeró con los dedos para no equivocarse — Hidalgo, Nuevo León, Morelos,  agregó animadamente. Es la Revolución! Porfirio ya  no aguanta mucho más. ¡Que concha! — dijo, mofándose —  después de prometer las elecciones libres, reelegirse por séptima vez! La voz de Doña Francisquita subió un octavo con la indignación. Nunca me cayó bien ese Corral, en todo caso, dijo, bajando la voz a pesar de sí.

— Yo pensaba que Madero estaba en la cárcel, dijo Eduwiges, sin comprenderlo todo.

— ¡Se escapó a Estados Unidos! Dona Francisquita se pitorreó saboreando la burla a Porfirio. Maytorena está en Arizona. De momento hay un armisticio, y tienen pláticas Madero y Limantour. Sin hacer caso,  Pancho Villa atacó Chihuahua y ¡Madero estaba furioso! Casi echa todo a  perder. Van a tener elecciones generales y Luís dijo que Maytorena va a volver como gobernador de Sonora con Madero como presidente de la República. Luís dijo que los gringos han mandado 20,000 soldados a la frontera para defender la vida y propiedad de los yanquis, ve tú a saber que quieren  decir con eso.

— Pero que va a pasar con los federales? Eduwiges se preocupaba por la policía federal que le parecía invencible.

— Bueno, tendrán que acatar a Don Panchito, dijo Francisquita  razonablemente. Si él es presidente— citó a su marido, enunciando cuidadosamente, como era su costumbre, como si a un niño— "el ejército está sujeto al poder supremo de la nación". Oh, allí está Luís— me tengo que ir. Ha estado en una junta todo el día en el Club de Caballeros. Apresuradamente besó a Eduwiges y se marchó.

— Quizás sea para bien, dijo Eduwiges para sus adentros. Maytorena, Madero y los otros, todos eran buenos hombres — no asesinos y torturadores. Había escuchado historias  espeluznantes de la policía porfirista. Ramón Corral, que en efecto había visitado la casa, guapo y simpático, le había provocado un sentimiento de zozobra. Eduwiges recordaba con repugnancia como hablaba de los indios como si fueran algo bajo sus pies.

Eduwiges y Pascuala apresuraron sus compras, y olvidando el sombrero, se precipitaron   al rancho. Al llegar, notaron la calesa de José María Ibarra, quien se había encariñado con Don Rufino luego de la huelga de Cananea. Ibarra había estado en la cárcel de San Juan de Ulúa en Veracruz, pero lo habían soltado. Ibarra  visitó a la familia para agradecerles su apoyo, y sentía un gran aprecio por  el viejo  abrupto, con su cara franca y abierta, curtida por la intemperie. Se habían hecho amigos. Eduwiges entró rápidamente para ofrecerles algún café, pero aquellos declinaron cortésmente, fumando sus puros, y le hicieron saber que no querían interrupciones. Eduwiges miró a Ramiro en el despacho y se dio cuenta de golpe que su hijo se había convertido en todo un hombre, y no le quedó otra más que cerrar la puerta discretamente, más no antes de oír que Ibarra decía  con  un tono preocupado;

— Esto es sólo el comienzo. Flores Magón se ha disociado de Madero y ha invadido la Baja California.
 




























RAMIRO

Ramiro se había encargado de las entregas al molino y a los otros mercaderes. Esto le daba la oportunidad de pulular por toda la comarca, y esto le abrió los ojos a cosas que pasaban desapercibidas en los periódicos. La revolución estaba en manos de los maderistas, y a pesar de perder algunas batallas, avanzaban. Ocuparon  Caborca y Pitiquito y Agua Prieta. Llegó  el dia que, bajo el liderazgo de Francisco Morales, entraron en Hermosillo, con las patas  de los caballos tronando en el adoquín al compas de vítores de la muchedumbre. Las filas conservadoras  se autosecuestraron en sus casas  tras las rejas contra los "fanáticos" y se negaron a salir. En Cananea la Consolidated  Copper Company otorgóle al nuevo alcalde maderista la suma de 15,000 pesos a manera de impuestos. En lo que tocaba a Cananea, William C. Greene había entendido el mensaje y le daba la espalda al viejo general.

Díaz y Ramón Corral se habían exiliado al fin. Ramiro fue uno de los primeros en enterarse del regreso de Maytorena en su postulación para gobernador. Los preparativos para la fiesta habían tardado días y toda la familia Durán decidió  participar. Parecía que un peso se había levantado con el fin del régimen, y sus corazones estaban alegres.  Al fin y al cabo, eran tan maderistas com el que más. La idea de tener elecciones de verdad, en vez de la pesada farsa que habían vivido durante treinta años, le infundía vigor la población. Se erigieron puestos y los marchantes, felices, sacaron su mercancía anticipando el caudal. Mucho antes de que el ejército de Maytorena apareciera con todo su dramatismo, el aroma de las carnitas, los elotes, el menudo, los moles burbujeantes y las sopas aguadas flotaba en el aire, atrayendo a decenas de perros buscando migajas en el suelo. La gente revisaba el cambio en sus bolsillos para escoger algún platillo festivo. La banda tocaba en el kiosko y las jóvenes con sus mejores encajes caminaban  sonriendo en grupitos de dos y tres. Parecía que la revolución había tocado su fin feliz. Cuando por ende se oyeron gritos que anunciaba el arribo de las fuerzas de Maytorena, la gente se juntó animadamente por la calle para ver a los revolucionarios, experimentados en batalla, mientras cabalgaban triunfalmente hasta el Palacio Municipal. La banda en el kiosko tocó  Diana. Eduwiges y Chona se cruzaron  miradas de desaprobación cuando vieron a tanta niñas de Hermosillo del brazo de los soldados polvorientos. Aun así, eran tiempos especiales y se les podía perdonar un poco de frivolidad.

Maytorena, espléndido en su  alazán, cabalgó por los escalones del ayuntamiento y desmontó.  Se le había puesto un podio con el tricolor en su honor.   Hizo un discurso sobre la democracia y el derecho al voto, y prometió seguir la voluntad del pueblo. Algunas casillas electorales se habían puesto por la plaza y campesinos acarreados llegaban para registrarse.

— Diviértanse, gritó, saludando alegremente. Hoy es día de fiesta. ¡Viva México!

— ¡Viva! Gritaron mil gargantas mientras la banda entonó un corrido y la gente empezó a bailar en la plaza. Raquel, alborotada, se preguntaba  como le haría para subir a la tribuna para lucirse ante el público. En su fantasía se vio  de pie, callando a la banda, y ordenándoles que tocaran una canción de su repertorio, mientras la muchedumbre enmudecía para saborear, fascinada, lo que era la verdadera música. Una mirada áspera de Eduwiges la paró en seco.

Ramiro se había apartado para hablar con unos compañeros, conocidos cuando  la huelga de Cananea. Hablaban en voz baja y no parecían participar en las festividades.

— No hay trabajo, decía Savanino. Sólo los yaquis que se rindieron en 1909 perciben sueldo de soldado. Madero quiere que todos depongan las armas. Quieren pararlo todo ahora que están en el poder.

— Madero es tan latifundista como Porfirio, coincidió Ramiro. Ha dejado la mitad de los científicos en el ejecutivo. Sólo sabe premiar  a sus protegidos y carece de planes para realmente solucionar los problemas de los pobres. Y ni siquiera  ha tocado el tema de la tenencia extranjera.

— Hay un nuevo levantamiento yaqui en Sonoita. Madero es hermético en lo que se refiere la devolución de los ejidos.

Un hombre que vendía elotes se metió en la conversación.

— Vayan con Pascual Orozco, dijo. El sí sabe hablarle a la gente. Madero está bajo órdenes de Washington. El verdadero patriota es Orozco.

Ramiro le contestó, enfurecido.

— Orozco es un demagogo. Si quieres ver a alguien que esté con  los campesinos, allá está el coronel Villa. La emancipación de los campesinos tiene que ser la labor de los mismos.
                                                
— Orozco también es campesino, recalcó el elotero testarudamente.

— Orozco es un hacendado,  dijo Ramiro acaloradamente. Sólo quiere enriquecerse.

Savanino estrechó el hombro de Ramiro.

— Déjalo, respondió mientras se alejaban, ronchando sus elotes. El punto es que no hay que confiarse en Madero. Se ha negado a otorgarles créditos a los campesinos, como lo había prometido. El banco rural sólo le presta a los latifundistas.

El elotero les escupió mientras se alejaban.

                    ************

Chona se quedó mirando el titular  del Excélsior, horrorizada. ¡Madero asesinado! Justo en el momento cuando todo había regresado a la normalidad. Había ido sola de compras al pueblo, porque Eduwiges, indispuesta,  decidió quedarse en  cama. Chona leyó el periódico sin comprarlo.

        "El día 18, el General Victoriano Huerta se sumó al levantamiento y rompió con el gobierno, apresando al Señor Francisco I. Madero y al Licenciado José María Pino Suárez, quienes fueron conducidos a Palacio. Al Señor Madero y a Adsolfo Basso  los llevaron a la Ciudadela donde fueron asesinados."

Entró en la tienda y pidió varios kilos de huachinango, para hacerlos a la Veracruzana, y luego fue con  La Española, como le llamaba,  en busca de alcaparras o aceitunas. Cuando salió, vio a los estudiantes que salían en desbandada del Colegio de Sonora, gritando con el puño en alto. Protestaban el magnicidio y llamaban a Maytorena que rompiera con el gobierno de Huerta.

— Métase, señora, dijo in vendedor  a la entrada del mercado. Se va a armar un barullo.

Algunos marchantes se pusieron a cerrar las cortinas de  las puertas que daban a la plaza, dejando los callejones  abiertos al público. Unos caballos llegaron estrepitosamente conduciendo un camión de bomberos. El mismo Maytorena salió al balcón del Palacio de Gobierno gesticulando a la multitud, a la que se habían sumado los transeúntes.   Hizo un llamado a desconocer el gobierno de Huerta, que el pueblo se uniera  al ejército para derrocar al usurpador. Pidió a uno de sus allegados, Ignacio Leyva, que repitiera la exhortación en yaqui. Un grito entusiasta  de la población le respondió, y se pusieron  mesas para enrolar a los voluntarios.

Chona se apresuró a Cantarranas con la noticia.  

                    ************

Las dos hermanas, Raquel y María Elena, estaban en la sala, haciendo su acostumbrado bordado. Raquel  valientemente  trataba de  hacer un diseño cuadrado para tapizar una silla que Don Margarito estaba renovando. El verdadero interés de Margarito era la carpintería, y había puesto un taller detrás del establo. El diseño de Raquel era floral, y lo estaba haciendo bien. Faltaba un mes para sus quince años, y se preguntaba cuando se iba  a hablar de eso. En resumidas cuentas, no era cualquier cumpleaños. Representaba su metamorfosis a la adultez.

— Me mandaron un aviso del  correo, empezó Eduwiges.

Chona sonrió, sabiendo de que se trataba.

Raquel permaneció inmóvil.

— ¿No quieres saber que es?

— Qué, pues.

— Llegó una caja de Los Angeles. Tenemos que ir por ella mañana.

¡Un paquete de Los Angeles! Sólo significaba una  cosa. El Tío Demetrio les estaba enviando algo de la tienda de novias y ¡que más si no su vestido de quinceañera! Eduwiges se había ofrecido confeccionar el vestido en su máquina de pedal, pero Raquel se opuso rotundamente. O se hacía profesionalmente o no se hacía.

— ¡Oh, mamá, vamos ahora! ¿Porqué tenemos que esperar hasta mañana?

— Hoy no, mi vida. Me falta pagarles a los peones, tu padre no regresa de Culiacán, y Chona tiene que ocuparse de la cena.

— Podría ir sola, aseveró Raquel atrevidamente.

Eduwiges sonrió.

— Todavía no cumples los quince.

                    ************

Raquel no podía dormir con la idea de la ocasión al día siguiente. Dio vueltas hasta que se levantó y salió al patio en su camisón. Los árboles, tan imprescindibles para aguantar el verano, se cernían sobre su cabeza, echando largas sombras lunares, tratando de decirle que saliera al exterior. Alguien la esperaba. Una anciana vestida de rebozo  estaba bajo los sauces. Raquel se acercó con curiosidad, sin miedo.

— ¿Quién es usted? Inquirió suavemente.

La mujer sonrió sin decir nada. Raquel  esperó. La  anciana hablaba en yaqui. Raquel no pudo entenderlo todo, mas se sintió reconfortada por su presencia. La mujer la elogió, y dijo que tendría que soportar grandes pesares. Sé fuerte, murmuró. Dio la vuelta y emprendió la marcha hacia el río. Raquel regresó a su recámara y se quedó dormida.

Era temporada de lluvias, pero el día siguiente amaneció brillante y cálido, con una ligera brisa. Raquel vio que no iba a llover. Saltó de la cama, con hambre y dispuesta al desayuno, su ensalada de frutas, sus nopales con blanquillos, arroz y su primera taza de café. Eduwiges vertió media taza en su vaso de leche,  tibia de la vaca, y Raquel se pronunció instantánea  aficionada al café.

Eduwiges le había hablado al padre Montecasino meses antes para los arreglos de la misa de las once. A pesar de la aversión que le tenía, sabía perfectamente que sus hijas le hacían frente  al rechazo por parte de la sociedad sonorense si no se amparaban en el rito sacramental, y, por consiguiente, en esta ocasión, se manifestó simpática y educada. Se había llevado a Chona como apoyo moral, y el cura parecía afable.

— Más le vale, le dijo Eduwiges a Chona al salir. Bastante me está cobrando.  

Seguidamente,  se fueron a ver escaparates, buscando cadenas y crucifijos de oro, preguntándose cual sería la alhaja justa para su Raquel.

Después del desayuno,  Raquel se fue por el corredor recubierto de loseta.  Pascuala le había puesto la  ropa sobre la cama, y todo estaba listo. Su vestido de tafetán azul pálido que había llegado de Los Angeles modestamente casi alcanzaba el piso, y estaba junto a  sus medias blancas y sus zapatos negros de charol. Un ramillete de florecitas de seda blanca, y las perlas para el pelo, descansaban sobre las cobijas. Su devocionario y el rosario se encontraban sobre la almohada.

Se oía un escándalo en el portón. Eran los padrinos. Habían comprado un automóvil y no podían dejar de tocar el claxon por doquier. La familia Sánchez Coronado vivían en el pueblo, pero habían sido amigos de la familia Durán desde que el padre de Don Rufino había escondido a Emilio Sánchez Coronado de los franceses invasores en 1865, así salvándole la vida. Un verdadero afecto  enlazaba a las dos familias. De cajón, Raquel se estaba portando con sus mejores modales, puesto que los padrinos pagaban la misa y eran proveedores de bonitos regalos. Aun así, las cosas no marchaban demasiado bien. Ramona Sánchez Coronado guardó su sombrilla, el sombrero de avestruz, levantó las enaguas y zarandeó su peso en la habitación de Raquel.

Había llegado la hora del consejo.

— Siéntate, hija, empezó solemnemente.

Raquel se rió nerviosamente, lo que molestó a la mayor. Para puntualizar,  tomó su mano firmemente, transmitiendo su energía a la muchacha, comunicándole con el ademán que esto no se tomaba a la ligera. (Doña Ramona, al igual que su marido, pertenecía a la sociedad secreta de los masones, y creía firmemente en los poderes curativos y retentivos de la mano humana).

Raquel ya se mantuvo en silencio, absorta.

— Sabrás que hay cosas que las mujeres tenemos que soportar. Sé que has experimentado calamidades en tu vida. No disimules conmigo, estamos hablando a calzón quitado. La vida de la mujer es una tragedia, pero también hay grandes alegrías. El mes puede ser una maldición, pero de allí sale el milagro de los hijos.

No quiso explicar en detalle, pero Raquel como provinciana sabía a la perfección como se hacían los bebés

— Un  marido  también puede ser una maldición, pero hay alegría en servirle y en tener la posición social que sólo él te puede brindar. Pronto encontrarás a tu pareja, y lo más importante es encontrar a alguien a quien puedas apreciar. Si tienes suerte, se amarán, pero aún sin tanto amor se puede tener un buen matrimonio mientras haya respeto. Hay cierto compañerismo en la vida común, — continuó, la voz profundizándose — que puede ser mejor que el amor.

Dona Ramona era admiradora acérrima de Josefa Ortiz, y de todas todas aprobaba su enlace  con Allende, el sueño de cada mujer. Las mujeres de Independencia eran de su mero mole.

— Encuentra tu camino, continuó, y no te olvides de velar por los demás.

Raquel, incapaz de estar quieta mucho tiempo, no se pudo contener.

— ¿Y si no me quiero casar, madrina?

La señora sonrió.

— No ahora, pero más tarde sí. Ahora sólo eres la mitad de una persona, pero ya encontrarás tu otra mitad. Es el destino de una mujer, así como el del hombre. Eso no quiere decir que tengas que renunciar ser tú, sólo significa que tienes que pensar en los demás y no en ti nada más.

Raquel permanecía callada, porque no sabía formular la pregunta que le hostigaba. ¿No es que pensar en los demás significaba hacer lo que ellos querían? ¿Qué libertad era esa? No sería mejor escoger la vida propia, aunque fuera  a contracorriente? Raquel permanecía inmóvil.

Eduwiges entró y sonrióle a su hija con dulzura.

— Ya estuvo el consejo? Preguntó alegremente, conciente del ambiente cargado. Ramoncita, ven a la sala,  te tengo unos gaznates y agua fresca. No vamos a comer hasta la noche.

Doña Ramona, su deber cumplido, aceptó con entusiasmo.

La misa empezó tarde. El padre Montecasino no encontraba su estola y se quedó dándole de coscorrones al monaguillo  encargado de guardar las cosas en su lugar. Al fin apareció, y el bisbiseo se amortiguó un poco.

— Estás dejando atrás una infancia feliz — entonó algo torpemente, y ahora estás entrando en la adultez, y con los privilegios vienen las responsabilidades. Debes mantenerte limpia de toda mancha. El hombre destinado a ser tu esposo aparecerá en el momento menos pensado, y tiene derecho a encontrar a una señorita que lo ha estado esperando, dispuesta a compartir su amor por primera vez.
                                        
— O sea, no las abras antes de tiempo,  susurró Jacinto a Luís y a Ramiro a su lado, desatando una cascada de risitas que causaron que el padre los mirara penetrantemente.

— Honra a tus progenitores. Haz méritos con tu gente. El camino  recto es el camino a Dios. Nada puede hacerse fuera de su gloria. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.

Llegó la hora de ir al taller de Don Jesús T. Noriega para las fotografías en su vestido nuevo, y luego a la casa para la fiesta. Los peones habían sacrificado dos chivos el día anterior y temprano en la mañana los habían enterrado a la brasa viva sobre el tezontle, forrado de pencas de maguey. Estarían listos en un par de horas, y entonces empezaría la celebración. Don Rufino consideraba que los músicos de Guaymas eran superiores a los de Hermosillo, por ser costeños. Ellos habían puesto la tarima  y al llegar la familia ya estaban  afinando sus instrumentos. Raquel, fuera de sí por ser el foco de atención, iba de invitado en invitado, saludándolos con deleite, preguntando sobre su salud, sus parientes que no hubieran podido venir, y deseándoles una estancia agradable en esta, su casa.

Se habían arreglado seis mesas para el banquete, bajo  un pabellón improvisado. Ante  las miradas vigilantes de Margarito y Chona, los peones abrieron la arcilla que sellaba el hoyo, soltando el aroma de la barbacoa. Los invitados aplaudieron el éxito de la empresa, porque nunca podía uno estar seguro que no se hubiera coyoteado. Mientras los hombres retiraban  las tiernas piezas, primero la cabeza, luego las espaldillas, las piernas, el espinazo, y luego el premio— menudencias  embutidas, servidas en cazuelas, los huéspedes se arreglaban aleteando alrededor de las mesas. Canastas de tortillas empezaron su procesión de la cocina a las mesas, mientras el arroz, los frijoles y las salsas se paseaban entre la concurrencia, junto con tazas de barro humeantes de consomé. Mientras el resplandor crepuscular echaba largas sombras, la banda estalló en un corrido. Al fin, los invitados, saciados, esperaron que Don Rufino diera de golpecitos en un vaso para el brindis dedicado a su talentosa hija.  

Caía la noche. Con el tiempo la fiesta derivó hacia en interior de la casa, que mantenía cierta frescura gracias al grosor de las paredes. Los músicos se instalaron en la sala principal, mientras las esposas se congregaban  en la cocina, ávidas de chismes, pellizcando pedacitos de barbacoa mientras platicaban.

— Salgamos a la terraza, propuso Raquel. Los muchachos concordaron de inmediato. La terraza corría por todo el interior de la casa, al estilo morisco, circundando un gran jardín donde colgaban faroles con  velas adentro dando un fulgor suave en diferentes puntos estratégicos. Carlos caminó hacia la fuente en medio del patio.

— Miren aquí.

Todos corrieron a donde señalaba.

— Es sólo una rana.

Las ranas aparecían misteriosamente en época de lluvias. Muchas se instalaron como residentes permanentes en la fuente. Los siete muchachos circundaron a Raquel. Siempre dispuesta a ser la alegría de la fiesta, Raquel se estaba divirtiendo.
                
— Pensé que era una culebra, dijo Carlos.

— Como iba a ser una culebra, rióse Raquel, las ranas no se parecen a las culebras.

— Yo tengo una culebra aquí, dijo Carlos.

Los demás callaron, esperando que reaccionara.

— ¿Sí? Dijo Raquel, rápidamente, ¿Dónde?

Demasiado tarde se dio cuenta de que se trataba. Victorino puso las manos sobre los senos de Raquel, mientras Carlos la tomó por la cintura y frotó su culebra sobre ella. Con un gemido casi inaudible, Raquel tomó las manos de Victorino. Los senos le estaban creciendo, y le dolían. Las suaves caricias se sentían maravillosamente. Los otros la cercaron hasta quitarle el aliento.

Chona sacó la cabeza por la puerta y vio las figuras que no percibía claramente  en la penumbra.

— ¡Raquel! Gritó con aspereza. ¡El vals!

Raquel se fue corriendo a la sala y tomó la mano de Don Rufino que la esperaba para el vals Club Verde. Le tocaba inaugurar el baile, y todos los invitados se colocaron en un círculo mientras padre e hija bailaban.  Ella tenía que  bailar con  todos los muchachos, y éstos se formaron para esperar su turno. Raquel les coqueteaba y echaba bromas, segura de sí misma, segura de ser  superior a los hombres. Aún los  mayores eran  sólo niños. Recordó las palabras de la madrina sobre el matrimonio, y se sintió reconfortada.

                    ************

El "conservatorio,"  adjunto a la escuela de la parroquia, dio el concierto anual para los alumnos más avispados.  Todo Hermosillo asistiría. Raquel no se aguantaba las ganas de estrenar su actuación como pianista. La causa la encendía. Practicó día y noche, hasta que el Estudio (Opus 12) de Chopin  rebosaba con facilidad, casi como si no fuera ella quien tocaba, sino un espíritu misterioso que se apoderaba de ella, y como si estuviera domando alguna pequeña fiera. Se había descubierto a sí misma. La música estaba destinada a sostenerla, sin ella, moriría. Don Rufino, estaba encantado con su hija talentosa. Eduwiges, más reservada, se preocupaba de que su hija no se estaba preparando  adecuadamente para la vida. ¿Qué hombre iba a querer a una mujer que cantaba, tocaba el piano, y que no hacía nada más?  Fruncía la boca, pero guardaba silencio.

El día coincidía con el 5 de mayo, a pesar de que caía en miércoles, y el concierto sólo se podía dar en fin de semana. Raquel empezó a prepararse cuatro horas antes de tiempo. Se negó a ver a los parientes que visitaron la casa para desearle suerte. Mosqueados, se sentaron en la sala mientras Pascuala servía tamales en miniatura llenos de pasas, y fingían no considerarle una malcriada mientras bebían ávidamente el tisgüín frío y chinchorreaban sobre los inasistentes.  A Raquel le importaba poco o nada.  Sólo permitía a  su madre y a Pascuala en la estancia, para vestirla. Sobre el vestido blanco, su madre  sujetó una faja de azul cobalto en la cintura, y un listón de idéntico color en el pelo. Entonces Raquel bañó sus manos en agua  tibia durante unos minutos, se puso una crema hecha de plantas del desierto elaborado por Dona Eloisita para tal ocasión, se acomodó los guantes, también  blancos, y se pronunció lista para su debut.

El primero número fue una declamación. (El conservatorio doblaba como  escuela de arte dramático). Fidencio Valderrama, se puso de pie, temblando visiblemente. Intentó tragar saliva dos o tres veces.¡Tenía la boca seca! ¡Se le había olvidado el monólogo! Después de una eternidad empezó con un susurro.

                Soldado mexicano
                Que vas a la trinchera.
                Donde la muerte extiende
                Su manto de dolor.
                                
Hacía mucho calor. Las damas en sus vestidos de olanes (el dobladillo había subido unas pulgadas, para la consternación del viejo régimen) sudaban visiblemente mientras se abanicaban con un surtido de abanicos de concha, de encajes, plumas,  y hasta de papel o palmera. Las oleadas agitadas crearon un ruido que resultaba difícil superar. Fidencio titubeó heróicamente;

                Soldado, noble hermano,
                Así es la lucha fiera,
                Si nadie te comprende
                Que le hace, tu bandera
                La Patria representa
                ¡Y tú eres salvación!

Cortésmente aplaudieron. La señorita Cárdenas había querido la oda a Zaragosa, en honor a la ocasión, pero Fidencio se había negado a aprender las largas y complicadas líneas.   Aplaudió secamente, mientras Fidencio se retiraba a tropezones. Prosiguió un largo rato mientras unos voluntarios empujaron el piano para entrar en escena. Raquel sintió que perdía el ímpetu, y empezó a enojarse. Quizá esto ayudó a su actuación, pues cuando al fin se sentó atacó el Etude  con tanta violencia controlada que provocó una bocanada audible de parte del público. La música ondulaba sobre ellos, obligándolos a olvidar el calor. Raquel se sintió triunfante, exaltada, sabiendo que esto era lo que ella quería. Toda invectiva, las intrigas, el gas, el sudor,  quedaron atrás en el momento.  Las cien personas diversas se hermanaron bajo el hechizo de la joven menuda con su larga cabellera  azabache, los dedos volando sobre el teclado, dejándolos sin aliento. Habían venido para lucir su ropa y su educación, mas  terminaron  transformándose. Apenas se suspendieron  las últimas notas en el aire  cuando los hermanos Rodríguez se pusieron de pie, aplaudiendo entusiasmados, acompañados  por  el resto de la concurrencia. Raquel estaba en su elemento. Se puso de pie, sonriente, mientras le ovacionaban con  "bis" y "bravo." Despejada, se sentó de nuevo y repitió el último movimiento.

                    ************

A Don Rufino le gustaba salir con los peones mientras desempeñaban las labores de forraje. Ya  no era el joven robusto que había empezado con tres terneras después de la derrota de los franceses, y había acrecentado el ganado a unos ocho cientas cabezas. La costumbre lo achuchaba. Era como un jubilado, perdido sin sus actividades habituales.

Don Rufino se detuvo bajo un sauce que crecía el la ribera, y se arrodilló para limpiarse la cara con su pañuelo mojado. Se fue hasta el árbol y se sentó, recargado contra el tronco, jadeante. Le había dado  un dolor punzante  de cabeza, y no sabía como iba a llegar a casa. Orgulloso para pedir ayuda,  les hizo un ademán a los trabajadores, gritando que los seguiría después.

Se quedó inmóvil mucho tiempo, sudando en la sombra del árbol, esperando impotente una brisa que lo refrescara lo suficiente para permitir que se levantara y emprendiera el camino de regreso a la casa. Miró los cerros en la distancia, y le pareció ver figuras dibujadas en las nubes, los viejos, que se articulaban para verlo en su hora de apuro. Con lentitud cerró los ojos y durmió.

Cuando despertó era casi de noche. Tiritaba de un escalofrío, pero la frente le ardía. Débilmente, montó su caballo y lo dejó que buscara el camino solo. Sintió alivio al ver Cantarranas, el arco carpanel en la distancia, y su corazón se contrajo cuando vio la figura solitaria de Eduwiges vigilante, esperando para ver por cuál  rumbo venía. Cuando lo vio salió corriendo al encuentro.

— Marida, dijo, usando el apodo de cariño que le había puesto. Estoy harto enfermo.

Al desmontar  vomitó.

Los peones condujeron a Don Rufino a su recámara. Tenía una fiebre alta y estaba delirando.  Eduwiges le lavó la cara y llamó a Chona para que hiciera una infusión de borraja para tratar de bajarle la fiebre. Empezó a desvestirlo y cuando vio la hinchazón lisa en el cuello, en forma de óvalo, sintió escalofrío.  Años atrás había habido reportes de la plaga en Mazatlán, pero ella no había hecho caso, a pesar de noticias más recientes referentes a nuevos brotes. Se quedó muda, hipnotizada por la inflamación. Era una pesadilla de la cual no despertaba. Le indicó a Chona que llamara al doctor Castro. A Rufino le empezaron a dar convulsiones mientras ella lo miraba impotente.

Chona llamó al doctor, pero su esposa dijo que no regresaría hasta entrada la noche. Le daría el recado.

Eduwiges hizo que le trajeran una mesita y una silla mecedora junto a la cama, donde mantuvo compresas frías y calientes, infusiones y vendas. Le dijo a Margarito que trajera  toallas, unas calientes y otras frías, para que se le aplicaran al cuerpo torturado de Rufino. Rufino dormía entrecortadamente, dando vueltas débilmente, y gritando en su delirio. En un momento dado volvió a vomitar, y Eduwiges pudo ver que el vómito había cogido un tinte negruzco. Se recargó, agotado, y al fin dejó de respirar.

Cuando los primeros rayos del alba empezaron a tocar el interior de la habitación, Eduwiges se percató de que  se había quedado en la misma posición durante varias horas. Escuchó la calesa del doctor Castro entrar en el patio ruidosamente, pero aún así permaneció inmóvil, como si estuviera paralizada. Margarito tocó suavemente a la puerta. Al cabo se levantó para  abrirle.

— Llévate a Cleofas para traer leña, y ponla afuera. Tenemos que quemar el cuerpo de inmediato. Yo iré con el doctor a firmar los papeles.

Permaneció  impasible durante las semanas venideras. Quemaron el cadáver en una pira funeraria, y desinfectaron la habitación como podían, para  cerrar con candado para siempre. Se dijo una misa en Hermosillo para el descanso de su alma, y Raquel lloró inconsolable, al punto de que la tuvieron que sacar con hipo. Otros en Hermosillo habían muerto por la peste, y se los habían llevado a las afueras para quemarlos. No hubo funerales; nadie hubiera  asistido. Eduwiges lo aguantó todo sin doblarse, pero sus ojos adquirieron una mirada apagada. Su vida había dejado de tener sentido.
                    
A pesar de que prácticamente había hecho funcionar el rancho sola, ahora estaba obligada a cargar con nuevos quehaceres, lo cual sólo sirvió para aumentar su rencor. México era un barco que se hundía. ¿De qué servía continuar con el pretexto de la hacienda? Ahora se había imposibilitado el arreo a Nogales, los federales lo impedían. Carrancistas, orozquistas, obregonistas, villistas— todos barrían por el lugar para llevarse unas cuantas cabezas de qué alimentarse. El ganado se había diezmado. Eduwiges tuvo que vender los cubiertos de plata y otros enseres para pagar a los pocos peones que quedaban. Batallones enteros de yaquis se habían formado bajo el mando de Obregón, y muchos otros se habían enrolado en las filas del ejército villista, y habían desertado los ranchos. Eduwiges transitaba los días maquinalmente, sin permitirse ningún sentimiento de nada. Si no hubiera sido por sus hijos habría  muerto de tristeza.  

Un día, en el pueblo con las muchachas, una terrible nostalgia se apoderó de su alma al pasar por la iglesia. Impulsivamente, Eduwiges las arrastró al santuario. Las tres se quedaron sentadas en la frescura crepuscular en silencio, descansando los pies, cada quien con sus pensamientos. Un ruido la distrajo, y levantó la mirada. Era el padre Montecasino que se aproximaba con su semblante ceñudo habitual. Eduwiges reaccionó al momento. Si algo había de sagrado en la iglesia no se encontraba en presencia de este hombre con faldas.

— Es una lástima que no le des mucha importancia asistir a la iglesia más seguido, hija mía.

— Bueno, padre, es una lástima que tenga tanto trabajo en hacer funcionar el rancho después de la muerte de mi Rufino.

— Los asuntos del espíritu son tan importantes como los asuntos de la carne.

— Pero padre usted mismo dijo que Dios lo creó todo. Si el me creó a mí, me puede ver en el rancho tanto cono aquí.

El padre Montecasino sonrió.

— Es natural amar a Dios. ¿Por qué te niegas ese placer? A Dios sólo se le conoce en su casa.

— Pero si el está en todas partes . . .
                                        
— Es sólo en la iglesia donde puedes salvar tu alma inmortal.

Eduwiges ya estaba harta, y esto la impulsó a la grosería. El padre parecía tan pagado de sí mismo,  sentía que lo podría cachetear. Recogió a su prole y se dirigió hacia el exterior, con el cura acompañándola tranquilamente.

— ¿Cómo lo sabe, padre? Inquirió, irritada.

— Sabemos las cosas por vía del estudio, usando nuestra habilidad de pensar, otorgada por Dios.

— ¿Porque Dios no nos salva de la peste? Preguntó, alterada. Usted puede traer a un apestado a la iglesia y morirá igual. ¿Porqué Dios no salvó a mi Rufino?

— Dios tiene un plan para cada alma individual, contestó Montecasino, con la mirada herida.

— El tiene un plan para el agua sucia? Para los piojos y las pulgas? Preguntó Eduwiges retóricamente.

Estaba amargada que con todo lo que limpiaba y barría no había podido impedir la infección de Rufino.

— Si tu pensamiento racional te conduce a una conclusión distinta, ¿entonces que? Preguntó temerariamente.

— La revelación es la guía suprema. El pensamiento racional es producto de su grandeza, su don a la humanidad. Pero no puedes  contradecir el Santo Evangelio.  Estas preguntas son pecaminosas, hija.

— Bien, mi pensamiento racional me dice que tengo que apurarme para alimentar al ganado, y a los humanos también. Con peste o sin peste, tenemos que comer.

Le hizo un ademán a Margarito que acercara el vagón.

— Ve con Dios, hija mía, sonrió el padre, tratando de ocultar su molestia con la  hereje. Desde que había enviudado iba por mal camino, y se había vuelto grosera y malhumorada. Notó con tristeza que los indios también le estaban contestando, y algunos lo habían retado abiertamente.

— No soy su hija, refunfuñó Eduwiges entre dientes mientras se subía al vagón y se despedía con la mano.

— Mamá, como pudiste hablarle al cura así, dijo María Elena, horrorizada.  La Señora Morales se te quedó viendo todo el tiempo.

— Que me vea. Esa mojigata no tiene nada de que ocuparse, lo único que hace es olerle los pedos. Así de fea, vieja y arrugada, creo que está enamorada.

María Elena y Raquel se hundieron en un silencio confuso. A veces su madre les causaba consternación.

                    ************

Eran tiempos de la canícula .

Los vientos que podían haber soplado piadosamente desde el mar se detenían en la sierra de San Pedro Mártir, y su ausencia convertía el  llano  en un horno. El calor era abrumador. Los peones dejaban las faenas, el ganado se arrejuntaba bajo los pocos árboles en busca de alguna sombra. Eduwiges se sentó bajo los arcos con una jarra de limonada y se abanicó con apatía. Los jóvenes dormían la siesta.  "Como pueden dormir con este calor,"  preguntóse Eduwiges, mientras el sudor le chorreaba por el cuello. La vestimenta se le pegaba al cuerpo. Ramiro estaba en algún lado  reparando una brida. Eduwiges divisó una polvareda en la distancia y se preguntó en voz alta "¿Quién  se atreve a salir con este clima?"

Su instinto la hizo accionar.

— Pascuala, gritó. Llévate a los muchachos al pozo seco, ¡rápido! ¡Ramiro! ¡Trae la carabina! Eduwiges corrió hacia el gabinete de su marido y cogió un para de pistolas que Rufino había adquirido cuando la invasión  francesa. Corrió al costado de la casa y sonó la campana que avisaba a los peones para la cena.

A penas tuvo tiempo de regresar a la casa grande cuando vio a Ramiro con la carabina mientras los hombres cabalgaban por el arco principal. El delantero paró su caballo y dijo con una voz estridente:

— Soy el General Juan Banderas y decomiso este rancho a nombre de mi general Carranza y para la revolución.

— A cualquier cosa le dicen general, contestó Ramiro, amartillando el cartucho. Usted no pone un pie en este rancho.

— Ramiro, por lo que más quieras, cállate. Eduwiges le tenía más miedo a lo que hiciera Ramiro con sus tonterías que a los soldados.

— Mis hombres y caballos necesitan comida y agua, señora, dijo el general Banderas. Estamos expropiando el rancho.

Ramiro palideció de ira.

— ¡Ustedes no ponen un pie en el rancho! Gritó.

Eduwiges vio, antes que oyó, la cabeza de Ramiro reventar mientras él se derrumbaba. Desde ese momento perdió toda noción del tiempo.

Trajo a Margarito y Cleofas, horrorizados, para que pusieran el cuerpo de Ramiro en la mesa del comedor, la misma donde se habían sentado harmoniosamente tantas veces, despreocupados de cualquier cosa sin más transcendencia de lo que iban a cenar.  Hacía una eternidad. Eduwiges sintió de golpe que  a penas habían transcurrido seis o siete meses, donde todos habían comido y bebido a sus anchas, contando chistes, la guerra como tema de conversación, pero no así — no con el cuerpo roto de su hijo predilecto, con la cara destrozada, no esta obscenidad sangrando sobre la mesa donde había servido tantas viandas sustentas de vida.  Ya su Rufino se había ido y esto — esto significaba la conclusión de su propia vida.

El general Banderas entró discretamente en el salón y permaneció  a una distancia respetuosa.

— Señora, tosió delicadamente, quisiera expresarle mi pesar por lo que ha sucedido aquí. Hay  cosas que pasan en una guerra que nunca pasarían en tiempos de paz. Mis muchachos están acostumbrados a pelearse con quien se les ponga en el camino, y hay unos bien atolondrados.

Eduwiges volteó a verlo, preguntándonse quién era este hombre y qué estaba haciendo allí.

Incómodo, Banderas tragó saliva.

— Lo voy a enjuiciar  para un consejo de guerra, dijo titubeante.

Eduwiges continuó mirándolo, incapaz de sentir como eso podría hacer diferencia alguna.

Banderas saludó torpemente, deseoso de retirarse,  dio la vuelta y  salió.

Los otros soldados fueron hacia los establos, desmontaron, restregando los caballos, haciendo sus necesidades y sacando agua para los animales y para ellos mismos. Unos agarraron  un chivo del corral que Ramiro había guardado para alguna barbacoa en mejores tiempos, y pronto el olor de la carne flotaba por el aire, montado en el mismo que llevaba la tonada de guitarra de un corrido.

— General, declaró Eduwiges, quiero que ordene al hombre que mató a mi hijo que lo entierre.

Banderas la miró en silencio. Por ende unos soldados cavaron la fosa, pero Eduwiges estuvo imposibilitada para saber quienes eran. Nunca vio el asaltante de su hijo. Todo había sucedido con una velocidad incomprehensible.

No le quedaba otra más que atender a los soldados. Los jóvenes habían salido de su escondite en el pozo y permanecieron en sus habitaciones, aterrados. Los soldados no se interesaban en la familia, sólo querían descansar y seguir su camino.

En un momento dado  se metió en el granero donde nadie le escuchaba y se puso a gritar como una loca, "pinche puto país". Pocas veces había usado palabras chabacanas, y la violencia de su expresión la hizo sentirse mejor. Con el tiempo el ejército ocupante se marchó, dejando una secuela de abandono. Todo aparentemente  estaba igual, pero se miraba vacío. Había llegado la hora para ellos también, de hacer las maletas y largarse.

Nunca lo habrían pensado. ¿Dejar esta tierra? ¿Dejar a los ancestros, el cielo, las montañas en la distancia? Eduwiges rememoró que mucho tiempo atrás, otros se habían ido cuando las condiciones se habían tornado inaguantables, y el tiempo había llegado donde tenían que arrancarse el corazón e irse de este lugar también.

No podía. Laurita, anciana y delicada,  no aguantaría ni  hasta San Luís Río Colorado. Más valdría  matarla  de una vez. Había que proteger a los muchachos de más violencia, y  a pesar de que era lo más difícil que había hecho en su vida, les dio la bendición. Chona los llevaría con Demetrio y tendrían que arreglárselas solos. Estaba agotada hasta el tuétano. Se le dificultaba mantenerse en pie. Le temblaban las piernas, la cabeza le punzaba.

Vendería el rancho, y con el dinero compraría una pequeña casa en Hermosillo, para ella, Laurita y Margarito. Confeccionarían dulces y tamales, para venderlos por las ventanas que daban a la calle. Pondría a Cleofas y a Pascuala a vender con una carreta. Sobrevivirían.

María Elena se negó ir a Los Angeles. No le gustaban los gringos, y no quería aprender inglés, a pesar de que sabía algo ya. Había visto los noticieros de las damas elegantes del Paseo de la Reforma, y quería ver el monumento a la Independencia. Esperaría, dijo, hasta que vendiera el rancho, y con un poco de dinero buscaría a la tía Nicolasa. Conseguiría trabajo y mandaría dinero. A escondidas sentía una emoción viva con la idea de estar en la capital de los aztecas, mas justificaba sus ambiciones con un cariz de intenciones benévolas.

Al fin y al cabo estaba todo decidido. La separación fue difícil. Empacaron un baúl que Rufino había comprado para un viaje a América del Sur, nunca tomado, y se llevaron otras pertenencias en bolsas de mano. Llegó el día, fantasmagórico, cuando el grupillo desprotegido se reunió en la estación de ferrocarriles. El negro tren con la frente redonda caminaba a vuelta de rueda cual  gasterópodo gigante flatulento hasta la plataforma. No había retorno.

— Cuida a mis hijos,Chona, dijo Eduwiges impasible.

Chona la abrazó estrechamente, como si nunca la soltara.

— Ven con nostros, rogó, no hay nada para tí aquí. Aunque  Demetrio te mande dinero, estarás demasiado lejos de nosotros. No podemos vivir así — María Elena y Nicolasa en México, tú y Laurita aquí, nosotros en Los Angeles. Todos estaríamos mejor en Los Angeles, lejos de esta guerra sucia.

— No hay nada para nosotros allá.

— No hay nada para ustedes aquí.

Eduwiges miró hacia las montañas en la distancia.

Nada más que nuestra historia, murmuró. Ya estoy muy vieja para empezar de nuevo. No quiero. Aquí está tu abuela Emilita enterrada, y mi Rufino. Ramiro . . . mira, dijo, señalando el desierto marchito. Aquí están ¿no ves? Dijo con voz entrecortada. ¿Cómo quieres que los deje?

Le dio un empujoncito a la hermana menor.

— Cuídalos. Ahora son tuyos.

Chona dio la media vuelta y juntó a Raquel y a Jacinto, mientras Margarito, con la cara nublada, ponía las maletas en el tren. Los jóvenes, bañados en lágrimas, se subieron obedientemente. Le habían obligado a su madre prometer que se reuniría con ellos.

                

                FIN DE LA PRIMERA PARTE












RICHARD

Un grupo de personas del este del país, huyendo la depresión económica del 84, tuvo la idea de peticionarle al gobierno para el uso de tierras en las laderas de la Sierra Nevada.  La International Workingmen's Association de San Francisco se juntó con ellos, y aunados a rebeldes de toda clase de  pelaje, ateos, ecologistas y vegetarianos, formaron una cooperativa, afanosos de confirmar de que el socialismo y el amor superaran todas las barreras.  Así como con los indígenas, la propiedad se tendría en común, el trabajo sería obligatorio para todos, y la riqueza distribuida equitativamente. Había agua y aire puros en abundancia, sólo faltaba el arduo trabajo para que la tierra rindiera sus frutos. Las flores botarían, los rios centellarían, los niños crecerían en un ambiente seguro y sano. El sistema imperante de explotación desvanecería con el ejemplo, y el pregón de las ideas.

Por poco se mueren de frío el primer invierno. La esperanza los mantuvo vivos. Fe en sus creencias, y en la expectativa de la perfectibilidad del hombre.

Max  amaba el socialismo sin entenderlo. Mientras profesaba aprecio por Owen y John Muir y aún Babeuf y la revolución francesa, su odio hacia la burguesía no estaba basado precisa mente en nociones proletarias, sino en conceptos tolstoyanos; trabajar los campos hombro con hombro con "sus" campesinos, quienes lo admirarían, como el patrón benévolo  que velaba por ellos. Un especie de orgullo tenaz le impedía ganar dinero. Se juntaría con los pobres, a pesar de que él, un hombre instruido, no sería como ellos jamás. Les leyó Tennyson a sus hijos, para que entendieran la inutilidad de la guerra con "The Charge of the Light Brigade," y les instó a que se aprendieran The Song of the Shirt de memoria;

                Stich, stich, stich,
                In poverty, hunger and dirt,
                And yet in a voice of dolorous pitch,
                She sang the song of the shirt.

Richard, el primogénito, en efecto había visto a su madre zurciendo la ropa al instante que un rayo  solar rompía la espesura de los pinos, y la imagen se le quedó grabada para siempre.

Leonors, su hermana, era una rubia desabrida con una sonrisa perpetua. Max insistió que siguiera sus estudios, como socialista tenia sus ideales, más la vida se interpuso. Leonors nunca terminó la universidad.  Más tarde, en Porterville, conoció a un joven estudiante de arquitectura y caso con él, tuvo tres hijos y vivió con él por cuarenta años, hasta que él murió de cáncer del próstata. Jeremy, el otro hermano, era un muchacho morocho e introspectivo. A pesar de los esfuerzos más asiduos de Max, se volvió cada vez  más religioso hasta que se convirtió en seguidor de Gandhi.

Kate estaba dispuesta a  trabajar. Por Dios, si no hacia otra cosa. El problema era,  ¿de que servía  barrer, acarrear leña, cocinar? ¿En que les ayudaba a sus hijos que lavara en el río? Paulatinamente, en secreto, empezó a planificar, casi inconscientemente, la subversión de la Colonia.  Algo tenía que cambiar.

Había indios salvajes. Los mexicanos revoltosos. "Es su derecho," decía Max, tranquilamente. "Son sus tierras." Richard se preguntaba como el gobierno podía darles, forasteros, tierras ajenas, pero no se atrevía a preguntar.

Los hombres estaban prestos a seguir viviendo en tiendas de campana mientras los hijos crecían y el mundo cambiaba en su entorno. A ella le correspondía. La buena esposa los conduciría al desastre, la desobediencia los extraería de los páramos.  

En la pequeña Colonia Richard leía ávidamente. Destacaban Shaw y Darwin.  Estaba Georges Sand, un clarinazo desde tan lejos que pareciera la luna. Estaba Lola Montez.  Se enamoró de la bella morena en una foto de un periódico. Sentado en un tronco de árbol, tiritando por el viento que parecía traspasar las mismísimas paredes, sintió haberla conocido, a pesar de que había muerto años atrás. Ella había ido a San Francisco y le había dado de latigazos a su tío después de que éste le dijera una grosería insinuante. Después, en la casa de Porterville, era la comidilla de los parientes, aunque la buena educación impedía que se repitiera tal chocarrería. Richard ignoraba su significado, mas la excitación se revolvía en el pecho. ¡San Francisco! Santa Bárbara. Madera. Merced. Se-quo-yi-ah. Saboreaba las insólitas palabras que no tenían nada que ver con el inglés, palabras que farfullaban en su cerebro, acortándole el aliento y dándole una sensación extraña de dulce dolor en el escroto.

Un día, Richard tenía alrededor de diez años, y estaba sentado leyendo uno de  sus libros cuando se percató de una víbora a escasas pulgadas de distancia. Todas las amonestaciones sobre las víboras le inundaron la mente, aturdiéndolo. En efecto, estaba el diseño de diamante, y la lengua malévola golpeando el aire rápida y ligeramente. Desesperado, se lanzó para coger un azadón que alguien había dejado cerca, y empezó a golpear la víbora en la cabeza, sintiendose bravo y heroico. Hundió parcialmente la cabeza del animal, que siseando de dolor, se escurrió para morir entre la maleza. Consternado, vio que carecía de cascabeles. ¡Era una culebra inofensiva! Sintió náuseas. Cuenta se dio de que el miedo azuza las atrocidades. ¿Por qué me mataste? parecía decirle. Esa culebra dio la vida para que Richard aprendiera.

Después de vivir en un gigantesco tronco ahuecado que servía de sala y recámara ese  año inicial, y después de vivir en tiendas de campaña mucho tiempo después, su madre  advirtió que la intimidad con la naturaleza no era suficiente para su hijo. ¿Por qué pensaba la gente que los hombres eran los prácticos? Max no veía problema alguno, se sentía  apoyado por la Colonia, y con reciprocidad. Quizás descubrirían oro. Había noticias recientes de oro en Nevada. Mientras tanto, continuaría trabajando para la Colonia, sembraría sus calabazas y cazaría un venado de vez en cuando. Respiraba profundo a menudo, para satisfacer los pulmones del aire puro y limpio.

Se construía un ferrocarril en el valle, y eso significaba trabajo, gente como ellos, escuelas, y quizá una pequeña casa con su huerta. En el valle Kate podría criar gallinas, ganado, vender leche, miel y recibir dinero en efectivo, y no  tener que lidiar con  los vales de la colonia. La gente empezaba a asistir a una escuela de verdad, los burócratas se hacían imprescindibles y arrogantes. Cuando un representante del gobierno vino una vez, pidiendo papeles del terreno, Max, ofendido, lo corrió.

Habían permanecido siete años en las montañas. Bajo los acuerdos de los colonos, eran dueños legales de cien hectáreas, a pesar de que no había manera de ganarse la vida allí. Impulsado por Kate, Max vendió una parte (la parte del río) a un comprador del este que pensaba criar ganado en las laderas. En Porterville compraron una pequeña casa en el llano, y los sueños de Kate empezaron a cobrar vida. Lo primero que hizo Max era poner una herradura sobre la puerta con las puntas para arriba para que — explicó— "no se saliera la buena suerte". Sembraron naranjos y manzanos y zarzamoras.

Richard se dio cuenta de que tenía talento para dibujar. El señor de la tienda, intuyendo  que el muchacho tenía "algo" le regaló un bloc y lápices de carbón,  donde plasmó a  su madre y hermana de imagen y semejanza viva. Parecían respirar. De su lápiz florecieron ciudades surreales enteras de ciencia ficción, arquitectura fantástica, con edificios al aire y coches que volaban, puentes que se entendían sobre otras estructuras que hacían espiral en apartamentos complejos, con tiendas y cines y clínicas. Los dibujos lo absorbían y lo calmaban, y las horas en la mesa, donde movía las manos con seguridad,  lo hacían sentir entero.

Max pizcaba la fruta un día con un calor de 40 grados cuando sintió un dolor agudo en el cuello, tronco y brazo. Retorcido, trato de golpear el dolor para desalojar el íncubo que se había apoderado de su cuerpo, como un atracador. Boqueando,  miró el cielo y murmuro "perdón", sus últimas palabras. Kate estaba lavando en la tina y no se dio cuenta hasta que llevo una sábana para colgar en el tendedero, y pudo ver desde allí el huerto. Miró su cuerpo desplomado y llamó a los niños que vinieran a ayudarle  a llevarlo a la casa. Fue demasiado tarde.

Ahora le tocaba a ella. De alguna manera, acogió el desafío. Era un alivio no tener que consultar con nadie. La muerte de Max le permitió reflexionar en lo poco que concordaban, y ahora  ella podía decidir sobre su propia vida. Afortunadamente, habían comprado el terreno, y sin importar su pobreza, la tenencia les deba una seguridad que las tierras comunales no les habían dado. Compró dos vacas con lo que quedaba después del entierro y vivieron  vendiendo leche, alguna cosecha, queso a veces, y lo que cayera. Los niños tuvieron que irse a trabajar desde muy temprano, algo que les inspiraba una añoranza indecible.

                    ************

Después de la libertad de las Sierras Nevadas, la escuela era demasiado religiosa y  coercitiva. La maestra, una solterona clásica que pichicateaba los fines de semana en el porche de su casa en compañía de su vecina, meciéndose y parloteando, con escasas alusiones a los problemas que tuviera con los escolares, que poco le importaban, y de como "estaban entrando los mexicanos" para trabajar en los ferrocarriles.

— Como sea, son temporales. No importa si  vuelven a su país cuando terminen la construcción de las vías, se quejaba Ida.

En su mente lo tenía todo resuelto. (Ella, al igual que  los demás, había venido de otro lado, en su caso de Vermont, pero tranquilamente ignoraba la contradicción. Aquí estaban en  America, al fin y al cabo.)

— Deberían agradecer la oportunidad de trabajar. No hacen otra cosa que juntarse en la miscelánea  Buckwell y emborracharse. A veces ni puedo ir de compras con tantos hombres en el camino, dijo con desagrado.

— Vi algo raro el otro día, reparó Violet. Un chinito con trenza. ¿Por qué usan eso? Parecen mujeres, dijo con una risita burlona.

— Mi abuelo usaba el pelo largo, replicó Ida.

— De todos modos, deberían cortársela, insistió Violet.

Para Richard, era fácil irse de pinta. Violet tenía la actitud que si algún niño no quería aprender, el se lo perdía. Una pequeña herencia le pagaba la mayoría de los gastos, y no le apetecía tener que tratar al muchacho rebelde con paciencia o habilidad. Trabajaba porque no se le ocurría otra cosa. Cuando llegó la primavera, los niños salían en desorden cantando a gritos;

                Spring has sprung
                We are free
                From these walls of misery
                No more pencils no more books,
                No more teacher's dirty looks.

Luego era tiempo de que Richard se pusiera a trabajar, vendiendo las frutas y verduras
en el puesto que Kate había instalado a la orilla del camino.

En cierta ocasión, Richard atendía el toldo cuando llegó un Rolls Royce blanco, levantando una polvareda. El chófer le llamó y preguntó por las fresas. La mujer sentada a su lado   Richard la identificó de inmediato, sintiendo un trémulo interno. ¡Dolores Costello! Ella y el hombre, a quien Richard no pudo identificar, habían decidido escaparse a Lodgepole donde tenían una casa de campo para huir de la algarabía de Hollywood.  Hollywood a estas alturas había perdido su encanto de bosquecillos de árboles frutales. Nuevos hoteles y cines brotaban cuales protistas desenfadados, y la pareja se  sentía  acorralada. Tenían que huir y respirar el aire puro, beber el agua helada de los riachuelos. Las fresas era un buen augurio, sintió el hombre mientras le daba el quinto al taciturno muchacho .

Su madre recogía manzanas para un pastel. A Richard le gustaban los olores de la cocina, pero a él le correspondía cargar la leña. Hacía demasiado calor, a veces ascendía a los 43 grados. Afortunadamente, tenia el Río Tule como refugio. Se metía en pelotas y se escondía en las espadañas, los pececitos nadaban hacia él y le mordisqueaban, resbalando con suavidad por la superficie del estómago.

Algo pasaba con los ferrocarrileros. La constante actividad había frenado. La gente se quedaba en casa, mascullando que los mexicanos tenían armas y estaban dispuestos a matar  a quien se les parara en frente.  La verdad era que el alguacil y sus diputados se habían preparado  para impedir a toda costa que entrara el sindicato ferrocarrilero. Unos jóvenes blancos del este de la ciudad se habían emborrachado y habían puesto su hombría a prueba manejando por el barrio mexicano, gritando y disparando sus escopetas. No hubo bajas. "Basura" dijo  Kate con desprecio, al  enterarse. La violencia la había puesto nerviosa. Richard  secretamente simpatizaba con los mexicanos. Una señora que vendía tamales en la calle le había regalado uno y el gesto le había encantado. No tenía dinero en ese momento, pero la señora le insistió, sonriente. Pensó que jamás había probado nada tan delicioso. La hija de la señora le parecía un venadito, cabellera  negra  sedosa y diminutas manos. Las cejas parecían negras plumas finísimas. Se preguntó como sería besar esos labios cafés.

Los vagones  estaban  parados. Alguien había trabado  las agujas de los cambios de vía.  Los ferrocarrileros se arremolinaban mientras los representantes de la compañía corrían al  lugar.  Una multitud se empezó a juntar. Esposas, parientes, niños. Anacleto Vera había sido nombrado vocero. El señor Bucholz de la compañía les habló en tono amistoso,  ablandándolos para que regresaran al trabajo. Llegaron las patrullas y cercaron el lugar. Vera se mantuvo firme, insistiendo que habían nombrado una delegación para hablar con la compañía. Bucholz  le informó que eso era imposible, que los dueños estaban en Pittsburg  y que ellos no podían hacer el viaje hasta California.  Vera contestó que se negaban a volver al trabajo hasta no tener una junta para reducir las horas y subir los salarios. Acto seguido Bucholz  se retiró y la policía abrió fuego. El cuadro, que había sido tenso aunque disciplinado, ahora rompió en desbandada. La gente corría por todos lados  a tiempo que la policía los perseguía a macanazos, rompiendo cabezas. María Ramírez corrió, arrastrando a su pequeño, al cuerpo inerte de su marido tendido en frente de los furgones. Se arrodilló ante él, angustiada, mientras su hijo gritaba de miedo entre la confusión y la sangre. Al rato vino la ambulancia para llevárselos.

Un representante del AFL llegó desde Sacramento para finalizar el trato. Les pagarían igual pero solo tendrían que trabajar 10 horas. Los ferrocarrileros, extenuados después
de tres semanas, sin poder avituallar su casa, se rindieron.

Veía a Consuelo a menudo, ambos trabajaban en la empacadora, empacando naranjas.  Por costumbre, a los mexicanos no se les permitía trabajar en el cinturón sin fin, tenían que trabajar en el sol candente. Era la convicción de los rancheros que la piel morena aguantaba el sol mejor que la piel blanca. A Richard le tocaba   separar las naranjas según el tamaño. Consuelo alzaba las cajas y las ponía en la banda exterior que las conducía a la troca. Lo que le encloquecía era la manera en que desconocia su presencia. La seguía con sus ojos grises mientras ella se desplazaba de banda a plataforma, zarandeando las caderas. Las manos de Richard le temblaban en tanto que dejaba escapar las naranjas.  Al fin de la jornada, los mexicanos se retiraban a su barrio. Los pocos blancos que trabajaban entre ellos no se mezclaban, por costumbre. Era inaudito que alguien de lado bien de la ciudad se aventurara al lado oeste.

Un día, empero, la siguió, el corazón le latía taquicardiamente. Cuando la alcanzó, ella fingió sorpresa. Le preguntó si podía tocarle las tetas. Ella emitió una especie de gañido y se fue corriendo, como si le tuviera miedo. Herido, dejó de seguirla. Sintió su humillación y nunca volvió a mirarla, temiendo que alguien se enterara.  

Con Armida, la cosa fue distinta. Armida era alegre donde Consuelo había sido solemne. Siempre se reía tras la mano, y sus ojos traviesos lo azuzaban. Después de la experiencia con Consuelo, aprendió a ser mas respetuoso, y logró una invitación a su casa, Armida divertida, los ojos centellantes, apenada. La casa era chiquita, como  todas las casas de los trabajadores.  Contrastaban con las de los nuevos ricos, los del este del país que se apiñaban en el valle, deseosos de aprovecharse del trabajo mexicano, los que vivían en la parte norte de la ciudad, los que tenían sirvientes y no alternaban con nadie.

Un perro estaba amarrado en la yarda, junto a un montón de tablas de madera apilado a un costado de la casa, donde el señor Domínguez  soñaba con algún día construir un anexo a su pequeña morada. Todos los años estaba igual de imposibilitado para  pagar la construcción, y las tablas se curtían más y más a la intemperie. Saludó a Richard  con formalidad, cerrándole la mano con energía, y ofreciéndole con donaire un asiento, como si fuera  realeza. Poco tenía que ver con Richard en sí, cualquier disminución de las buenas costumbres deshonoraría a la familia. La mamá de Armida le sonrió tímidamente, ofreciéndole un tazón de champurrado y un pan dulce. Armida se sentó en un taburete y se sonrojó. Sus hermanitos se colgaron a su alrededor mirándolo fijamente, tratando de averiguar si era amigable u hostil. A pesar de lo incógnito,  Richard empezó a serenarse  y sentirse como en casa. Había un calor desconocido para él. Entre sus padres siempre había habido un silencio que impedía la comunicación  que ahora sentía entre los miembros de la familia, algo así como un instinto, una concordancia de lo que estaba bien y de lo que no lo estaba. Lo correcto era darle la bienvenida al extraño, y mostrarle clase y buenos modales. Richard se enamoró de Armida, de su padre y su madre, de sus hermanos mudos y mirones.

Últimamente, Kate no se estaba sintiendo  bien. El trabajo incesante  la tenía abatida. Ya no podía levantar las tinas pesadas para lavar ropa, y sus dolores de espalda se habían  agravado. Iba a ver al doctor Buckman, porque era el único que la trataba gratis,  a pesar de que todavía había que pagar los estudios de laboratorio. Llegó el día que tuvo que ingresar en el hospital en plan de  caridad. Cáncer del hígado, le dijo el doctor. Kate

quedó tendida en la blanca cama y descansó, acordándose de todos los pesticidas que le había echado a sus amados árboles para protegerlos de los bichos y que siguieran las buenas cosechas y las ventas. Seguido había respirado el rocío tóxico, sin pensarlo dos veces. No era justo. Simplemente había tratado de cumplir con su cometido.

Después del entierro la pequeña familia se reunió. Leonors tenía a su novio, Charles, que estaba dispuesto a vivir allí y encargarse de la casa. Jeremy quiso quedarse para poder ir a los montes a contemplar la naturaleza. Richard decidió ir a Hollywood para buscar trabajo como tramoyista, o, más bien, como escenógrafo. Se subió en el Greyhound y en seis horas llegó a Hollywood, sintiendo que se había internado en un mundo ajeno e ignoto.























RAQUEL

Después de quedarse con Demetrio y su esposa unas semanas, Raquel,  Jacinto y Chona encontraron una buena casa de dos pisos en Bunker Hill. Tenía un porche y una yarda atrás. Chona disfrutaba de cuatro días a la semana con poco que hacer, mientras todos estaban fuera trabajando. Era muy distinto a Hermosillo, donde el trabajo no paraba nunca de sol a sol. Aquí limpiaba lo que quedaba de la noche anterior, se tomaba su cafecito, leía El Heraldo, publicado localmente, y después se ponía el sombrero para ir de compras en el barrio chino adjunto. Con el éxito de la tienda de Demetrio, donde sólo trabajaba los tres dias restantes, y donde Jacinto se dedicaba a manejar la vagoneta de entregas, la tía Chona se había convertido en una dama de ocio. Su única responsabilidad adicional era de tener la cena lista cuando llegaran los otros. Raquel tenia contratos intermitentes cantando en La Alondra, un café cantante en la calle Olvera.
                                                
Saboreando su nuevo tiempo libre, a Chona se le había ocurrido la costumbre de hablar  "con distinción" sintiendo que le daba mas cachet. Empezó a aprender un poco de inglés. Habían pasado a la historia los días en que, frustrada, decía cosas com "flin flan, lo que se le pone al pan", para  pedir la mantequilla, o "servilleta y canasta, con eso basta" cuando quería una bolsa.  Empezó a dedicarse a la lectura, en español, claro. Ahora estaba leyendo La Buen Tierra. Se sentía hermanada con los chinos. No parecían exóticos, sino más bien como su gente, los campesinos mexicanos.

Imagínate, le murmuraba en tono trágico a Raquel. Eran tan pobres que tenían que seguir los caballos y mulas para recoger el estiércol y usarlo como combustible. Había escuchado cuentos similares en México. Se dio cuenta de que todos los campesinos eran iguales, mientras admiraba "sus" muebles Karpin, recién comprados.

Había entablado amistad con la dueña de una miscelánea cercana, Dorothy Hsiu, quien siempre tenía verduras y legumbres frescas del valle Imperial, y quien era de su edad. Con el tiempo Dorothy tuvo la costumbre de visitarla para tomar una taza de café White House, y las dos mujeres se ponían a comadrear y botarse de la risa como colegialas. Si no les incumbía, a eso iban. Si estaba fuera de órbita, tanto mejor. A la sobremesa con café y pasteles de cebollín formaron lazos y una especie de intimidad que se manifestaba en una estrecha lealtad. Echaban la zarpa a cada nuevo escándalo, extranjero o nacional, con gusto, y,  sobre la marcha,  se burlaban  afectuosamente de la naturaleza humana.  Engullendo capirotada desmenuzaban la vida sexual de Valentino, y el ejército de amantes de la Vélez. El budín de ocho tesoros de Dorothy vio la rendición de los alemanes en Europa, lo que fue rematado con un tequila brindado al fin de la prohibición. La voz de Chona bajó tétricamente con el caso Arbuckle.

— Estaba tan gordo que le reventó los riñones, pobrecita, susurró. Los ojos de Dorothy se ensancharon en shock mientras se servía otra empanada.

— Los hombres son unos cerdos, cloqueó, haciendo una mueca, y se disparataban en el tranvía rojo a ver a Chaplin, o al Million Dollar, cuando había teatro como cuando La Dama de las Camelias, de Carlos Stahl.

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Raquel salió al faro de luz y cantó "Estrellita" en plena voz soprano, con su pincelada de mezzo — un toque de obscuridad bajo los tonos campaniles. Medía 1.60 en su vestido seudo-español para no turbar el estereotipo gringo, con su gran peineta de concha, que la hacía más alta, los negros ojos con sus cejas pobladas frente al fondo  de su piel color olivo, el perfil clásico de relieve contra la bruma, el cuerpo envuelto en mantón de manila. El corazón de Richard dio un vuelco. Al  momento que ella salió del escenario, se fue corriendo afuera al puesto de flores para comprar  cuatro docenas de rosas, que entregó el mismo. Era demasiado tímido para hablarle, solo se concretó a entregarlas a la mujer que le abrió, balbuceando "por favor a la señorita Duran", y volteó y huyó, restregando las manos sudorosas en la faja de frac. Había escrito una nota, par la voz de una angel, en su español incierto. Decidió volver al día siguiente.

Desde que Raquel empezó a cantar en "La Alondra" dormía tarde y pudo evitar la mayor parte de los quehaceres odiados. Demetrio prácticamente vivía en la tienda de novias. La Tía Chona y Mercedes hacían las compras y barrían  y trapeaban y criticaban implacablemente todo a su alrededor, pero sabían quitarse de su camino, a sabiendas de su genio. Jacinto desaparecía misteriosamente, asiduo al bajo mundo de billares y quien sabe que más. Ella lo adoraba, era su confidente y co-conspirador. Podía contar con él. La recogía diario a las cinco para llevarla a "La Alondra", sin falta, a tiempo para un café en La Luz del Día antes del show. En este día se sentó con ella, pero tuvo que irse temprano. Ella tomaba su tiempo con el café, disfrutando del calorcito del sol poniente y de la salpicadura brillante de rosa morada y anaranjada de la buganvilla de en frente.

Richard, que merodeaba  por allí en busca de justamente esa oportunidad, la vio.

— Miss Duran. . . quería decirle lo mucho que me gustó su actuación de anoche, tartamudeó, a pesar del discurso bien ensayado. Surtió efecto, sin embargo.

— Thank you, sonrió ella,  con brillo. Un admirador. En todo caso, un caballero. ¿No gusta tomar asiento?  Después de todo, eran los años veinte. Las mujeres se estaban  volviendo  más independientes.

Asintió con entusiasmo.

— Permitame traerle otro café, rogó. Me llamo Richard Lewis, pero la gente me dice Ricardo, se atrevió. Ella no se rió, como temía, sino le regaló su sonrisa más encantadora debajo de su cloche.

— Tanto gusto, Ricardo. Extendió la mano para que la besara. Así era como le gustaba que la trataran, pensó, triunfante. Estaba cansada de los clientes que hablaban por encima de sus canciones. Odiaba la comida engañosamente falsa,; chiles rellenos y arroz y frijoles sempiternos. Los clientes no tenían modales. No tenían gusto. Querían queso y galletas con todo.

— Me tengo que ir, rechazó con un pequeño moué.  Había pintado un lunar cerca de la boca que era fascinante de manera especial, atendiendo a la insinuación de vello en el labio superior.

— ¿Le gustaría ver el show de esta noche? Seguramente no lo querrá verlo otra vez. Se aburriría.

Era extremadamente guapo.

— A eso voy.  — ¿Conoce usted algunas canciones de Carmen?

Se empezaban a retirar de La Placita.

— Soy soprano, le reprochó. Hizo un chasquido con los labios para indicar su aversión. De guaje iba a andar enseñando pierna como una cualquiera. Eduwiges le había contado una vez que Carmen se ponía ajo en las axilas para hacerse más voluptuosa. A Raquel Carmen le cayo mal desde ese momento. No gustaba exhibirse u ofrecerse agresivamente. Eso no quería decir que no le encantara lucirse. Como todo buen actor, se salía de su cuerpo en el escenario, en frente del público, pero eso era distinto. Estaba en contra de su naturaleza ser la perseguidora. Los hombres tenían que buscarla, apapacharla, amarla, pero siempre  iba ella a quedar distante, objeto de admiración. La Traviata era mucho mas distinguida. Violetta vivía en una casa bellísima y tenía fiestas prodigiosas. Ignoraba por completo como Violetta se ganaba la vida.

— Acaban de terminar la temporada con Carmen en la Plaza México, continuó agitado. Lo leí en El Heraldo. Debía haber sido maravilloso. Empezó a llover, pero nadie se fue antes de que terminara.

—O, ¿Habla usted español?

— Un poquito, contestó, gustoso.

Habían llegado en frente del club. Richard explicó que estaba trabajando como asistente del escenógrafo para los estudios.

— Tengo una invitación para una fiesta en casa de Ramón Navarro, soltó impulsivamente. Dolores del Río va a estar allí. ¿Le gustaría ir? En efecto, Richard había conseguido un trabajo como carpintero, y, gran admirador de Dolores, la mujer más bella de Hollywood, había sido invitado por ella a una fiesta donde conoció a Navarro, a quien le había caído bien y quien lo había invitado a su vez.

Se hizo la indecisa.

— Lamento no poder ir sin mi tía, dijo de una manera provinciana que le encantó.

— ¡Traígala! Todos podemos entrar sin problema. Dolores es amiga mía, jactándose de la impresión causada.

— Tendré que hablar con mi hermano. Jacinto se aprovecharía de la oportunidad. Ahora sí  me tengo que ir. . .

Fueron a la fiesta, Jacinto feliz en el asiento trasero del coupé, deseoso de comida y bebida gratis. Dolores nunca apareció y Ramón se emborrachó tanto que vomitó en la alfombra. Richard tardó media hora buscando a Jacinto para embaularlo, dormido,  en el asiento trasero, mientras Raquel permanecía  huraña al lado del chófer. Algún viejo chaparro y velludo había tratado de meterle mano, pero Richard la salvó. Raquel no se había divertido, su gran ilusión se había convertido en ceniza. Sin embargo, Richard era tan gentleman que decidió perdonarle.

Habló poco en el camino de regreso a Bunker Hill. Raquel miró por la ventana del coche. Vio una vieja casona de adobe, casi en ruinas, pero todavía ocupada. Había habido ranchos mexicanos por todas partes. En Chino, en El Tejón, en Verdugo. Se sentía segura allí, en su propio barrio. Ya era su casa.  

Ninguno de los dos había tomado mucho. Después de un rato, ella empezó a hablar de la Revolución, de como lo habían perdido casi todo salvo la casa, que se había vendido, de como su hermana María Elena se había negado a ir a gringolandia, y vivía con una tía en la ciudad de Mexico, como habían llegado hasta aquí gracias al Tío Demetrio que los recibió mientras buscaban casa propia. Ahora la Tía Chona había envejecido y los necesitaba para que la acompañaran.

— Tengo que hacer la comida y la costura, se quejó, buscando conmoverlo. Claro, mi hermano no levanta un dedo para ayudar.

— ¿Piensan regresar algún día? Preguntó con seriedad.

— ¡Para nada! Aquí nos parece perfecto. Hay tanta historia enterrada. . .

Raquel no podía delatar lo que realmente sentía. Añoraba los crepúsculos del desierto, pero había llegado a entender que su vida había cambiado de manera fundamental.

— México lucha por ser patria, por su identidad, su desarrollo nacional. Vaya si Obregón no ha distribuido tierras a los . . .

— Sí, Sí, dijo Raquel, aburrida.

Richard siguió con su hipérbola. A veces pensaba que se estaba convirtiendo en Max.

Raquel volvió a caer en silencio. Pensaba en su madre, después de la muerte de Don Rufino. Era como si toda su crianza , la inmutabilidad de su existencia, se hubiera hecho añicos en un solo instante.

— Todos son ladrones y asesinos, dijo, haciéndole eco a Eduwiges.

— Quizá le moleste el cierre de las iglesias. . .  pausó con delicadeza.

— Me importan un bledo las iglesias, dijo, bostezando. Sintió como si Eduwiges le daba las palabras. Los curas solo buscan dinero y lo que caiga. Los campesinos pobres son  usados como carne de cañon. No entró en detalles, mas en su imaginación los curas  realizaban prácticas impensables tras las puertas del monasterio.

Su diatriba le agradó. Temía que sus sentimientos religiosos serían un escollo para que floreciera la relación entre ambos.  

Cruzaban el río.

—¿Cuándo podré verla de nuevo?, preguntó, mareado con nuevo poder y responsabilidades. Jacinto estaba tirado atrás, roncando.

— No sé; contestó adrede  con vaguedad. La velada no había resultado como ella quería. Quizás pueda venir a cenar en alguna ocasión. A mi tía Chona le gustaría conocerle.

De hecho, Chona estaba sentada en el porche cuando arribaron. Ni loca se iba a acostar hasta que no llegaran a casa. Un viaje a Beverly Hills era algo así como un viaje a la luna, y ni siquiera lo podía imaginar. Mejor quedarse en el barrio donde todo el mundo se conocía. Además, nada ni nadie le iba a impedir echarle un vistazo al gringo de Raquel.

Llegó el coche y se detuvo junto a la banqueta. Chona estaba de lo más encantadora, coqueteándole al joven sin recato.

— Hay que venir el domingo, dijo. Nos  complacería de sobremanera, aunque sean sólo frijoles.

Sólo frijoles, dijo Richard  para sí, sin darse cuenta que era nada más un decir.

— Claro, será un placer.

El cuerpo durmiente de Jacinto era un peso muerto, y le costó trabajo sacarlo del asiento. Finalmente los tres subieron los escalones y Richard se despidió, cansado y contento.

La Tia Chona, ni tarda ni perezosa empezó a hacer planes extravagantes para una comilona que impactara al gringo. Recordaba las fabulosas barbacoas en Hermosillo, donde los peones escarbaban un hoyo forrado de hojas de maguey,  donde un chivo se soasaba  y luego se ponía a fuego lento  día y medio, hasta que la carne se desgarraba sola, jugosa, tierna y celestial. Eso aquí ya no era posible. Se conformó con Olla Podrida.  Pensó en una versión menor, de puerco, pollo y chorizo, con las hortalizas que encontrara en el mercado  Gran Central;  repollo, espinaca, champiñones, cebolla, ajo, jenjibre, elotes, chiles, garbanzos y arroz, y una taza de vino blanco. Los chayotes en el patio trasero estaban en su punto. Con discreción le echó unas hojas que había conseguido del yerbero en la Whittier. Si a Richard realmente le interesaba, en nada le perjudicaba que le diera una mano al destino.

                    ************
Tuvieron una boda sencilla en la iglesia de la Purísima Concepción en la calle cuarta.  Los dibujos del portafolio de Richard habían causado una impresión favorable, y lo ascendieron a escenógrafo, lo que les permitió una boda tradicional. Raquel se puso un vestido blanco de encajes y seda, conferido por Demetrio, y se veía más bella que nunca, a pesar de que Chona le bajo los humos bromeando que parecía una mosca en leche. Dorothy tenía un amigo dueño de restaurante que les prestó el salón de banquetes a mitad de precio, y se atascaron de pozole, pollo en mole negro de Oaxaca,  ensalada rusa, y, para el postre,  membrillo y queso fresco, que Chona románticamente llamó"Romeo y Julieta."  Richard se mudó a la casa y la pareja feliz se instaló en  todo el  piso de arriba. En un par de meses Raquel se dio cuenta de que no le había bajado la regla, lo cual la deprimió porque el asunto se interponía en su carrera.

— Si es hembra, le pondré Laura, le dijo a Chona, acordándose de Cantarranas.


                                        










MARIA ELENA

Al llegar el tren  a la estación Buenavista María Elena sintió una gran excitación. El viaje había sido interminable, aburrido y asfixiante, pero le dio la oportunidad de ver un México que no conocía, lejos de su querido desierto. La vegetación exuberante, la inagotable humedad alrededor de la Sierra de San Andrés, el olor a olotes tatemados, la neblina, los indios caminando, trabajando, mercadeando, en una perpetua actividad por la tortilla de cada día, le había abierto los ojos en una nueva visión. México, Distrito Federal, se encontraba en la encrucijada de la historia. Extranjeros llegaban de todas partes, primordialmente de Europa y Estados Unidos, para sentir en carne propia el gran experimento social. El hervor revolucionario se encontraba en el mismo aire transformador. Las nuevas élites dirigentes llegaron a un acuerdo con el viejo dinero porfirista para reconstruir la devastación causada por la guerra. La nueva Unión Soviética ejercía una poderosa acción  restrictiva  sobre ellas, obligándolas por su competitividad social e inoportuna existencia a cumplir con las reformas prometidas por La Revolución.  Al momento que México se asentaba bajo la espada de Damocles que representaba el crac de Wall Street, nuevas batallas se vislumbraban en el horizonte.

La Tía Nicolasa había recibido su telegrama y salió a encontrarla. María Elena se daba cuenta de  como la Tía chocaba con la idea de otra boca que alimentar.  Nicolasa, poco sentimental,  se percató de que María Elena era  una niña de rancho engreída con pocas habilidades en el terreno del trabajo. Aun así era de esperarse que encontrara algo antes de que pasara mucho  tiempo.

Nicolasa le pidió al portero que pusiera las escasas pertenencias de María Elena en un taxi que esperaba a la puerta de la  estación y dio la dirección; Perugino Número 5, pasando el Parque Hundido.

— Cuéntamelo todo, suspiró.

Era más joven que Eduwiges, y batallaba con la crianza de sus tres hijos. Su marido trabajaba para la CROM y estaba involucrado en tratos bochornosos con las empresas de los cuales sabía poco y quería saber menos. Los rangos bajos del sindicato ganaban poco, y Nicolasa aprendió a apretarse el cinturón a cada paso. Ahora las obligaciones familiares la obligaron a cambiar su  expresión habitual de preocupación a una sonrisa alegre y una actitud atenta.

María Elena apenas podía contestar. Se sentía agobiada por los panoramas y sonidos que le asaltaban los sentidos. El taxi se encaminó pasando el nuevo Teatro Nacional, con su fachada de mármol  resplandeciente, y dio vuelta a la izquierda por la glorieta de  Cuauhtémoc antes de llegar al Palacio Legislativo en la distancia. Nunca en su vida había visto tanta actividad, tanta gente, tantos edificios elegantes con sus buhardillas Mansart y esculturas de piedra. En un instante se enamoró de la gran ciudad.

— Bueno, mamá vendió el rancho y se fue a vivir en el pueblo con Laurita. Demetrio les pidió a los otros a que fueran a vivir con él en Los Angeles. No entró en detalles,  resguardando a su tía de lo peor. Ramiro permanecía tan  grande y tan intenso que no se podía expresar entre las dos mujeres.

— ¿Porqué no fuiste con ellos? Preguntó Nicolasa discretamente.

— Mira, tía, están  Raquel, Jacinto y Chona. Crees que Demetrio va a estar encantado con tanta prole? Yo no quiero ir para allá. Puedo conseguir trabajo aquí.

— Nicanor conoce al gerente del Palacio de Hierro. Puede que consigas trabajo allí de cajera, dijo Nicolasa, preocupada. Entretanto, tendrás que dormir en el cuarto de servicio. Está vacío. El cuarto de servicio era una celda de cemento en la azotea. Nicolasa habló con intención; en tanto que  María Elena fuera bien recibida,  los lujos brillaban por su ausencia en esta casa.

                    ************

El gerente resultó  muy amable. María Elena tenía buena figura con sus ojos  garzos y cabellera color castaño. El señor Rodríguez le dio una corta prueba de matemáticas y la llevó a conocer la estructura enorme de hierro en la calle de 5 de febrero, suavizada por luces color de rosa en instalaciones art deco que  lucían toda clase de ropa elegante. María Elena  empezó a marearse  al ver la moda de París y Nueva York, las faldas más cortas, los sombreros, las estolas de plumas, las cuentas y lentejuelas, las pieles. El señor Rodríguez acabó su recorrido en el mostrador de perfumes, donde la presentó con  una avispada muchacha de Puebla. La fragancia de los perfumes, las suntuosas alfombras bajo sus pies, la hicieron sentir en un lugar paradisiaco. No importaba que el salario a penas sí alcanzaría para pagar la comida y el transporte, eso se resolvería después. Tampoco  pasó desapercibido que mientras las mujeres vendrían  a comprar ropa,  los hombres ricos vendrían  a los perfumes para comprar regalos de presentación, o  reconciliación, o  conquista. Quizá María Elena encontraría a alguien quien le ayudara a olvidar los horrores que huía.

En efecto, no encontró a un hombre allá, pero sí algo mejor; la entrada a la vida bohemia. Tina había llegado temprano a las oficinas de El Machete en la calle Bolívar,  y se le había ocurrido perderse en el santuario capitalista, para matar tiempo. Tenía un artículo de Il Lavoratore, denunciando el fascismo italiano, de  un periódico comunista del barrio italiano de Chicago. Se lo habían mandado para traducir, y andaba hacia la única máquina de escribir disponible. Pausó en el mostrador de perfumes, fascinada por la llamativa muchacha, y entabló una conversación con ella. Resultó ser provinciana, e ingenuamente ofreció información de como hacer buenos perfumes baratísimos, como los hacía la Tia Chona, "Heliotropo, aceite de rosa, bergamota, almizcle, ambergris . . ." María Elena se sabía la receta de memoria. "Se mete ocho días en el refrigerador". Encantada por su candidez, Tina la invitó a la exhibición fotográfica en las calles de Veracruz  ofrecida por su compañero. María Elena a penas  advirtió la palabra "compañero", intrigada por la bella menuda mujer, tan segura de sí misma. El pelo en un chongo sencillo, su cara, sin maquillar, vivaz  e interrogante. Los ojos eran tan negros que parecían desaparecer.

La recepción en la exhibición sorprendió a María Elena. Se quedó maravillada de las imágenes de su propio país, (cosas que siempre habían pasado desapercibidas por su cotidianidad,)  como expresiones  de cultura. Intensa  fue su reacción con las fotografías de Tina, el sublime rostro alienígeno, la expresión de sufrimiento inefable. No era fácil conciliar el semblante angustiado con la joven que charlaba con tanta agudeza y vivacidad en la recepción, discretamente cerciorándose que todos se sintieran bien atendidos. Cuando María Elena vio la foto de Tina, completamente desnuda, el negro pubis sedoso que saltaba a la vista, lo aceptó sin discusión.

Al momento que Tina la vio, vino a darle un abrazo como si hubieran sido amigas de años, y el aislamiento de María Elena se derritió instantáneamente. La presentó con Weston, el fotógrafo, y María Elena le habló en un inglés titubeante. Todos sus hermanos habían estudiado inglés y el contacto con Demetrio había servido para que el idioma no le fuera  desconocido. Weston, fascinado, le contestó en español con un marcado acento. Tina la llevó de la mano con un hombre gordo de labios gruesos y sensuales que conversaba con una mujer agresiva que a María Elena le parecía tenía algo de Tarahumara.

— Diego, dijo Tina en inglés, come and meet my new discovery, estrechándola por la cintura, maybe you can use her as a model at the SEP.

La Tarahumara refunfuñó en voz baja.


— Mi esposa, Lupe, dijo Diego. Se le atravesó, sudoroso, y le sonrió a escasos milímetros de la cara. Su afabilidad era tan obvia, con la esposa allí, que María Elena sintió una sensación de incomodidad.

— ¿Eres fotógrafa? Le pregunto Diego, sonriendo con benevolencia. María Elena se sintió aun más incómoda — después de todo, no hacía nada. Apenas luchaba por sobrevivir.

Entonces pensó en Ramiro.

— Soy sonorense, dijo. Mi hermano fue asesinado en la huelga de Cananea. No precisamente verídico, pero casi.

Este anuncio fue recibido con un clamor de simpatía y aprecio. Pocos de los asistentes no habían presenciado la muerte, si no en la Revolución, entonces con sus secuelas como en la tuberculosis que corría desenfrenadamente por el país. María Elena se dio cuenta de que su pérdida no era sólo suya, sino de todos. Ramiro había sido su hermano, pero ahora veía que fue un patriota mexicano, con toda y su juventud, un luchador a favor de los mineros, por la justicia, la dignidad, la soberanía. Su muerte en manos del ejército, una muerte estúpida e inútil, todavía era en el contexto de protestar contra los latifundistas carrancistas.

— Soy magonista, dijo, desafiante, sonando muy joven.

La sonrisa de Diego le alumbró los ojos.

— Tienes que venir a vernos en  Lucerna, dijo. Tina te dará la dirección. Nos vemos el domingo.

— Ya, Diego, dijo Tina, alegre. No puedes monopolizarla, yo la descubrí, y me la  voy a llevar.

Tina vivía en las calles de Abraham González, en el quinto piso, de donde se veían el Popcatépetl y la Ixtacíhuatl. Los volcanes majestuosos, vistos a través del lúcido aire, parecían dioses que respiraban y velaban  la ciudad. Cuando llegaron Tina y María Elena, ésta pensó que había una fiesta, pero más bien  era una reunión política. Úrsulo Galván, fundador de la liga campesina, unas gentes raras que no hablaban ni inglés ni español, una suerte de comunistas, todos entablando discusiones animadas. A un indígena con una cara bellísima,  Xavier Guerrero, lo mandaban a Moscú  para  un curso, y el ruso se oía a toda  velocidad. El mismo Xavier, impasible entre las ráfagas de conversación, parecía un reservorio de agua tranquila, sin pronunciar palabra.

                    ************

María Elena no fue a casa de Diego en aquel entonces,  pero empezó a frecuentar a los Weston. Sabiendo que Tina había tenido su faena en Hollywood, pensó que la pareja  debía  comportarse con cierto vedetismo, pero era todo lo contrario. Le atraía su desenvolvimiento, su falta de  pretensiones. A  veces  los sentía  campesinos, cosa que  le recordaba a su tierra. Fueron los extranjeros quienes le enseñaron como era su patria, la cultura milenaria con toda su profundidad, complejidad  y misterio. Secretamente  escandalizada de que no estuvieran casados, (Weston ya lo estaba) y al igual furtivamente conmovida, los trató con los cuidados y buenos modales instilados por Eduwiges. Se apoyaba en  las costumbres  del  capitalino, que escasamente decía lo que pensaba por miedo a que lo tomaran por provinciano. Los Weston, al contrario, saludaban a los trabajadores de la construcción y a las sirvientas que eran sus vecinas desenfadadamente, como sin fueran parte de su familia, y María Elena empezó paulatinamente a perder la chapa protectora de superioridad que se le había enseñado. Además, le fascinaba Tina y gustosamente habría renunciado a todo si Tina se lo pidiera. Tina, que encantaba a todos con su risa, que caminaba a pasos largos como capoteando el viento, con claridad y transparencia.

Una semana después del éxito  de Weston, Tina indicó que sería bonito celebrarlo visitando "la mayor de las pirámides".

Manejaba Weston, con Arnulfo Espinoza en frente, mientras Tina y María Elena se sentaban atrás. María Elena pensó que iban a Teotihuacán, y se sorprendió cuando pasaron por Río Frío, el viejo carro Ford  resoplando sobre un camino que era prácticamente  vertical, como si no iba alcanzar la cumbre. El aire helado le acuchilló y empezó a tiritar incontrolablemente. Tina, igual de congelada, la abrazó y se quedaron así hasta no ver el valle cuesta abajo, los bananos y aguacates, y pudieron recibir los cálidos aires como una bendición.

Antes de llegar a Puebla, se desviaron para ir a Cholula. La iglesia y la pirámide eran tan extrañas, tan sagradas, la iglesia y la pirámide, la pirámide y la iglesia, el largo brazo de los cholultecas entendiéndose a través del tiempo, viviente y pujante. Había fantasmas en la iglesia, de los muertos por ayunar, de los mártires en batalla, de los que sucumbieron  bajo el garrote, de los finados enterrados en vida. Diego y Lupe habían acordado ir en tren para encontrarlos allí, pero no había nadie. Fueron al mercado donde  Tina y Arnulfo pidieron  macarrones en salsa de tomate, con su queso añejo que la hizo jurar estaban tan sabrosos como en Italia. Weston  y María Elena pidieron tlacoyos y cerveza.

Al rato, Tina se puso a caminar. La siguieron como si fuera el guía. Se detuvo a hablar con  unos niños, sentada en una piedra, mientras los chamacos se apretaban en su entorno. Era Tina, y no Weston, quien había traído la vieja cámara de caja Kodak, por si acaso, y se deleitaba en sacarles fotografías a los niños, quienes se turnaban viendo por el lente,  maravillados de ver a sus amigos como en el cine, pero de cabeza.

Tina descubrió a la pequeña Juana, niña de ocho años, vendiendo pepitas de a centavo el cucurucho, cubierta de moscas, con escalofríos. A Tina le partía el corazón ver a alguien sufrir, mayormente a una criatura, y acto seguido los recogió a todos, incluso la  madre de Juana, para llevarlos en coche  con el doctor. Después de una conferencia apresurada con el médico, Tina pidió una coperacha para pagar el cobro simbólico, y los dejó bajo el cuidado del doctor para seguir el camino.

— Vamos a Tonantzintla, anunció Tina, en tanto el sol descendiente echaba largas sombras sobre el paisaje.

Arnulfo detuvo el coche y todos se fueron caminando hasta el final del camino. Guardaron un silencio reverencial en el panteón cholulteca, los cherubim, los macehuatltin, los tecuhtli, las auianime, todos allí, esculpidos en madera  viviente, todos mirando impasibles los cambios que trajeron los siglos.

Maria Elena y Arnulfo dejaron a los otros para salir al cementerio. El vio algo centellante en los rayos moribundos del sol rojizo. ¡Obsidiana! Agarró un palo del suelo y escarbó para sacar el premio y dárselo a María Elena — una punta de flecha. Cual habrá sido la batalla, murmuró, de quién la sangre. Ella se sintió aturdida  por una sensación apremiante que la sangre pegada a la punta vítrea era, aún después de las centurias, mucha medicina. Le dio un apretón y lo metió en el bolsillo al momento en que Tina y Weston salían de la iglesia.

— ¿Dónde están Diego y Lupe? Gritó Weston cuando los vio. Ya es tarde. Debemos regresar al defe. María Elena asintió y caminaron a donde habían dejado el coche.  

De regreso a Cholula, María Elena volteó a dar la última mirada a su pirámide, que de hecho, a simple vista,,  era sólo un montón de tierra. Un cerro que brotaba  del seno de la madre misma, hecho de los cadáveres de los ancestros, como un volcán silente, rematado por el templo  del invasor, circundado de chaparrales, yerbas y piedras.



Al regresar a la ciudad de Mexico empezó a llover. La Calzada Zaragosa se atiborró de coches y gente parada en grupillos quienes trataban de buscar un lugar seco bajo algún techo. Tina miró por la ventana borrosa del coche y pidió que pararan. Abrió la puerta y compró del voceador que castañeteaba del frío en la parada de tranvía, un periódico húmedo. Se quedaron mirando el titular, horrorizados. "Después de una huelga general, el despiadado nacionalista, Mussolini, marcha a Roma y hace caer el gobierno."

— Fue maestro en Udine, suspiró Tina después de un silencio, sintiéndose de alguna manera culpable del dictador de su pueblo natal. Recordó la miserable  vida en la Via Prachiuso, y cayó en silencio, perdida en sus pensamientos.

                    ************

Cuando María Elena finalmente asistió a una de las tertulias de Diego, le reprochó por no haber ido a Cholula como habían acordado. Diego soltó una risa profunda, diciendo que se les había olvidado,  sin explicar que tuvo que ir a una junta de partido en el despacho de El Machete para discutir lo de Mussolini y preparar un artículo de denuncia.

— Iremos a la próxima, dijo, frotándole la nuca con una sonrisa tierna en los labios.

María Elena se sintió apaciguada hasta que vio la fría mirada de Lupe mientras ella repartía cazuelitas de barro llenas de guacamole a los invitados. Su cara de hacha y su aspecto crudo hizo que María Elena se quedara helada. Ella le tenía miedo a Lupe, pero hizo un ademán de saludo y le sonrió tratando de congraciarse con ella, al momento que aquella volteó sin hacerle caso.

El lugar estaba lleno de campesinos e intelectuales, llenos de fervor revolucionario. El doctor Atl había acorralado a un hombre de Mízquic tratando de convencerle que formaba parte de la raza cósmica, la raza universal. Diego pasó de lado y murmuró intencionadamente algo sobre el nacionalismo de Mussolini.

— En realidad, los comunistas y los cristianos no son tan diferentes, decía Jean Charlot animadamente. Los cristianos eran superiores a los romanos. Ponían el ejemplo, eran férreos en su tenacidad. Nada los desplazaba, usaban la cruz en los cascos en desafío directo a las órdenes imperiales. Eran puros de corazón, y la gente los valoraba. Todo lo compartían. Los cristianos fueron unos revolucionarios que estremecieron los mismísimos cimientos del estado. Se negaban a reconocer la legalidad del emperador, no tenían patria, eran internacionalistas.  Se extendieron a lo largo del  imperio, y más allá. Trabajaron durante siglos en secreto, hasta tener la fuerza suficiente para salir a la luz.

— Eso es metafísica, objetó Diego en francés. No se puede aplicar la iglesia de aquellos tiempos a hoy. Antes como antes y ahora como ahora. La jerarquía eclesiástica se adjudicó todo el poder, y con permiso, adiós a los derechos de igualdad y democracia. Los comunistas tienen medidas de seguridad en contra de ese tipo de corrupción.

— ¿Cómo vas a impedir que eso vuelva a suceder? ¿Ahora quién es el metafísico? Replicó Charlot, herido.

A Diego le interesaban más sus ideas del sindicato de pintores revolucionarios. Los  pintores iban a ser obreros, igual a los albañiles, recios hombres de acción, dispuestos a trabajar para el pueblo, vestirse como ellos y vivir como ellos. El arte se socializaría, siempre asequible a las masas, y el individualismo pequeño burgués sería liquidado. La gente trabajaría en plan colectivo, y nadie iba a saber que parte era producto de quien, cual había sido pintado por uno y cual por otro.

— Como el arte de los aztecas, decía con feliz estruendo. Anónimo y colectivo.

— ¿Y vas a cobrar dinero por estas maravillas? Preguntó Lupe amargamente mientras se movía airadamente con la salsa de chile de árbol. Tina trajo una humeante sopera de  spaghetti alla puttanesca y la puso en medio de la mesa mientras los concurrentes
exclamaban su aprecio.

— A la gente se le pagará anónima y colectivamente, contestó Diego de manera bonachona.

Una mujer huesuda y angular, con la insinuación de vellos en labio superior, estaba sentada tranquilamente cerca de la ventana, donde podía ver la calle. Sencilla, no participaba en la libérrima conversación. Tomaba un vaso de vino tinto, sola y en silencio. Su timidez era palpable. María Elena se sintió atraída.

— ¿De dónde eres? Preguntó, tratando de romper el hielo.

— Acabo de llegar hace unos días de Santiago. Trabajo con el maestro Vasconcelos
en la reforma educativa. Estamos elaborando nuevos textos que reflejen la cultura autóctona y mundial para el pueblo.

___ ¿Qué piensas de tantos locos? Rió María Elena, notando su acento chileno, trabajando, maestro.

— ¡Me encantan! Es  como respirar la mismísima libertad. México es el único país libre de nuestra América. Los demás siguen bajo el yugo. Alessandri Palma intenta reformas, pero la viejo oligarquía  no lo deja.

Gabriela Mistral sonrió, mostrando sus finos dientes blancos, que le recordaban a María Elena elote tierno, y su sonrisa avivó sus ojos.

Diego advirtió que las dos mujeres platicaban y les habló con voz sonora.

— Lucila, un poema. Diego, haciéndose el interesante, la llamó por su nombre de pila, algo que le molestó un poco a la escritora.

— Sí, sí, aplaudieron los demás.

Gabriela, sonrojada, se puso de pie, incapaz de negarse, quizá fortificada por el vino.

                Niño indio, si estás cansado,
                Tú te acuestas sobre la Tierra,
                Y lo mismo si estás alegre,
                Hijo mío, juega con ella.

                Cuando muera, no llores, hijo:
                Pecho a pecho ponte con ella:
                Te sujetas pulso y aliento,
                Como que todo o nada fueras,

                Y la madre que viste rota
                La sentirás volver entera
                ¡Y oirás, hijo, día y noche
                Caminar viva tu madre muerta!

Hubo un momento de silencio mientras meditaban la idea del niño que soplaba vida a la tierra de donde había nacido. El poema le recordó a María Elena la montaña de Cholula, una montaña llena de vida y significado, su montaña sagrada que era templo e iglesia a la vez.

Los ojos de Diego brillaron con picardía. "Yo también me sé uno, dijo mirando de soslayo a Lupe.

                Dos flores has perdido,
                Ambas en edades tiernas,
                Una por abrir las manos,
                Otra por abrir las piernas.

Lupe relinchó y contestó al tú por tú;

                Cuando nuestro padre Adán
                Comió la primera fruta,
                Ya tu madre era puta,
                Querida de un capitán.
                Taralán tan tan.

Todos se rieron,  Gabriela más que nadie. Unos aplaudieron y gritaron ¡bomba! Algunos se sirvieron más pulque (traído por el hombre de Mízquic) y otros tomaron vino tinto. Un grupo de trabajadores mantuvieron una conversación a fondo sobre el tema del sindicato de artistas.

Lupe hablaba en voz baja con Tina en un rincón, descargando la bilis.

— Si tuvieran que trabajar como todo el mundo, si morirían del susto. Son pura pose, comunistas de escritorio.

Tina se rió.

— Déjalos. Nadie tiene el monopolio de la verdad. Además, Diego es un gran pintor. ¿Viste el autorretrato de Xavier? Es excelente.

La voz de Lupe subía. Los campesinos echaron miradas cautelosas. Estaban desacostumbrados a las mujeres machaconas.

Un grito rindió el aire, Lupe estaba atacando verbalmente a Rafael Carrillo. El le había pedido secretamente a Diego una gran cantidad de dinero para el partido, y Lupe le  había arrancado la noticia a Guerrero.

— La familia Rivera no se las va a pasar sin el gasto, vociferó a todo volumen. ¿Qué clase de pinche comunismo es, cuando en vez de darle a la gente, quitan la comida de la boca de uno? ¡La madre que les parió! Gritó.

Diego hizo un ademán hacia ella.

— Cálmate, ordenó. Ya tendré el dinero. El maestro Vasconcelos me prometió el trabajo de Chapingo.

— ¡Mas mentiras y promesas! Lupe agarró una taza de barro y la lanzó a Diego, donde se estrelló contra la pared. No haces otra cosa mas que darle dinero a la gente para caerles bien. ¡Luz de la calle, obscuridad de tu casa! Nunca tienes tiempo  para mí, pero bien que andas con cualquier puta que se atraviesa. (Señaló a María Elena, quien
se encogió bajo la mirada feroz.) ¡Acabas de conocer a ésta y ya  quieres echártela al plato! ¡Panzón de mierda!

Con agilidad sorprendente, Diego se lanzó contra su esposa, mientras ella se defendía con igual fervor. Los otros los separaron, y Lupe, bañada en lágrimas corrió a la recámara y cerró la puerta de golpe.

La fiesta había terminado.

María Elena se quedó unos momentos afuera en la calle, incierta, buscando un tranvía. Había bebido demasiado y buscaba desesperadamente un lugar donde sentarse.

— ¿Te puedo llevar a alguna lado? Arnulfo le ofreció un cigarrillo.

María Elena quedó sorprendida con la facilidad en que había adoptado la vida bohemia. A pesar de la declaración de Diego de acabar con "la bohemia embrutecedora" ella y Diego y todos los demás la vivían día a día. Hacía que la vida fuera llena de exaltación y libertad. En Hermosillo hubiera puesto reparos, pero aquí aceptó sin titubear. La pelea entre Lupe y Diego la había estimulado. Arnulfo le abrió la puerta y ella se sentó en su coche,  deliberadamente frotando su sexo en el asiento. Las posibilidades se ofrecían sin  límites.

Por medio de Arnulfo Maria Elena absorbió las ideas que liberarían a la mujer de la esclavitud del hogar. Hombres y mujeres iban a hacer todo con igualdad. La familia funcionaría en forma democrática. El matrimonio no era imprescindible, pero cada miembro sería respetado como camarada, con igualdad de derechos. La familia era libre. No parecía tan diferente a su propia familia, puesto que todos hacían como les viniera en gana con tal de  no ir en contra de ciertas costumbres. Eduwiges no era instrumento de nadie. María Elena se dio cuenta de que su familia no había sido muy convencional, y la idea de desaprobación por parte de la sociedad sonorense siempre había pendido sobre ella, indecible. Ahora ella encontraba almas gemelas en su indiferencia iconoclasta a las usanzas de la época, es más, se deleitaba en romper moldes que ni siquiera sabia que existían. Sentía que Eduwiges  aprobaría.

A Tina se le ocurrió fotografiar trabajos artesanales, algo que no fuera para turistas sino objetos de uso diario. Se llevó a María Elena a La Merced. Era como si fueran   Las mil y una noches. Jamás había visto nada parecido. Montones de piloncillo, mermeladas, quesos de todo tipo.  Frutas, semillas, pitahayas, chirimoyas, guayabas, tejocotes, zapotes, docenas de especies de chiles, docenas de  especies de frijol, habas, garbanzos. Había animales vivos, un mercado de flores. Un mercado de pescado, uno de carne, uno  de  pollo. Había docenas de fondas donde  grandes cazuelas de cobre con su pozole,  menudo y birria,  humeantes, perfumaban el aire. Vendían cohetes y cuchillos. Baraja y gente que te leía la mano. Una cuadra entera se dedicaba a la brujería, y María Elena, que algo sabía, se sentía perdida. Por fin llegaron al mercado de juguetes, una cuadra entera más.

Todos los juguetes estaban hechos a mano. Soldados articulados, payasos que hacían maromas, mariposas de latón. A Tina se le acababa la película. Su última foto fue de una marioneta. Un niño irreprimible se asomó por detrás del muñeco y le mostró los dientes a la cámara.

— El títere  representa a  Mussolini, pelele de los monopolios, bromeó.

Se estaba haciendo tarde, y era hora de volver al centro de dirección  del partido.

En la calle de Mesones, María Elena se comprometía en todas las  actividades. Había un flujo infinito de personalidades, la mayoría desconocidas. Algunos eran campesinos, otros obreros, algunos extranjeros — gente que hablaba inglés, francés y hasta  hindi.  Todo lo veía como lo más natural, era la confluencia racional entre tantas muertes que habían empapado con su sangre la tierra de su país, y la nueva sociedad. Diego deambulaba  ostentando una pistola en el cinturón, discutiendo  con Bertram Wolfe los méritos de apoyar a Obregón en contra de los latifundistas, reguardándose de la crítica de que no era confiable porque siempre estaba pintando. Justo en trance de un tal enredo, en que Diego amenazó con sacar la pistola, que Nahui colgó el teléfono y les gritó la noticia.

Lenin había fallecido.

La esposa de Bertram  estalló en lágrimas.

Se hicieron los preparativos para las exequias conmemorativas, y María Elena se dio de voluntaria con una energía que ignoraba que tenía. Ofrecieron coronas y discursos en el Hemiciclo Juárez.

México acababa de entablar relaciones diplomáticas con los soviéticos, y los comunistas mexicanos podían actuar más o menos abiertamente mientras apoyaban el gobierno de Obregón. Cuando los terratenientes atacaron  los ejidos, asesinando a muchos de los miembros locales y a los campesinos, docenas de camaradas fueron a Puebla en defensa de las tierras tradicionales indígenas. El  profesor Goldschmidt, maestro de economía de la Universidad, invitado de Vasconcelos, organizó brigadas de estudiantes en un movimiento de la juventud para protestar y manifestar dondequiera que hicieran  falta.  María Elena, invitada por Arnulfo, se agrupó al Batallón Rojo Internacional, y así fue como se desempeñó en Veracruz,  protestando uno de los barcos de Mussolini que estaba atracado allí. Los estudiantes cantaron, dormitaron y contaron chistes durante el viaje de seis horas, y al llegar todos coincidieron en La Parroquia, bajo los arcos. Diego ya estaba presente, encabezando  su corte. Después de varios tequilas, alardeó alguna  fantasmagoría como, cuando después del  viaje  de París a Marruecos, había comido carne humana bajo el patrocinio de sus anfitriones en Rabat. También contó el espeluznante hecho de como durante el levantamiento de la meseta  del Rif había visto decapitados  al borde del camino con el pene en la boca.

Los estudiantes se dispersaron en grupos para hacer cartulinas y ponerse de acuerdo
para llegar bien al muelle al día siguiente. A María Elena, la enérgica actividad, el soplo de peligro, activó sus sentidos y pasó la noche con Arnulfo, los dos desnudos en el calor tropical, y bajo un ventilador apático en el techo. María Elena se había liberado del ultimo vestigio de provincialismo y se había convertido en una mujer consciente del poder que tenía entre las piernas. Al día siguiente, en el Malecón, bajo el sol ardiente y las cálidas brisas, frente al barco fascista, María Elena ya no era  una joven tímida, sacudida por los acontecimientos, sino una mujer en control de sí misma, una mujer que podía hacer que los demás la obedecieran.

De regreso al D.F., Maiakovski había llegado en el mismo tren de Veracruz, y era de rigor asistir a la recepción en la embajada rusa. María Elena se sorprendió con el lujo del enorme edificio en avenida Revolución, pero sintió alivio cuando nadie vistió formalmente. Vladimir Vladimirovich era alto y guapísimo, nervioso, con una mirada intensa y ojos inteligentes. Sus largas y delgadas manos revoloteaban cuales mariposas asustadas mientras hablaba. Daba la impresión de un caballo de carreras que trillaba el suelo con impaciencia, relinchaba y estaba en constante movimiento. Hizo un discurso agradeciéndoles a los camaradas por su ayuda en traerlo, singularizando a Tina, comparándola con Elenora Duse. Todos se embriagaron  agradablemente. Su juventud los impulsaba a la frivolidad y al exceso. Hubo bailes folclóricos y balalaikas y mariachis, colmados de champán y caviar, que fueron extraoficialmente declarados el sustento del proletariado.

María Elena vio a Tina conversando con una mujer vigorosa de aspecto atinado y serio. Era Alexandra Kollontai, quien había sido nombrada recientemente como parte del cuerpo diplomático. María Elena escuchó mientras Tina se quejaba de la discriminación y las humillaciones que había padecido a raíz de las fotos escandalosas de desnudos  en la galería. Alexandra le dio una palmadita.

— No te preocupes de lo que diga la gente, Tinochka, aseveró con fuerza. Si estás haciendo lo que a ti te parece artísticamente, mandalos a la chingada. No hay nada obsceno en el cuerpo humano. De hecho es bello, y tu eres bella.

Tina sonrió con agrado y apretó la mano de Alexandra.

Tienes que venir a la Casa de la Cultura. Va a haber música de los Chauixtles, y vamos a tener un orador muy especial.

— ¿Quién?

— Todavía es un secreto, porque lo están pasando por la frontera con Guatemala a hurtadillas y no ha llegado todavía.

— Sé quién es. Claro que iré.

                    ************
Diego, cansado del argumento arte versus política, se distanció del partido, solicitando el estatus de simpatizante, puesto que su arte siempre estaría al servicio de la revolución, mas él no podía estar activo dado su trabajo en los murales de Chapingo y en otras partes. Para celebrar eso y el primer cumpleaños de su hija, Lupe organizó una fiesta de disfraces. No fue del todo un éxito, en vista de que pocos de los camaradas se molestaron en asomarse siquiera.

María Elena, preocupada, consultó con Tina.

— Algunos lo acusan de ser oportunista, otros levantan monumentos a la lástima, pero todos están equivocados. ¿Qué pasaría con nuestros grandes artistas si no hay imaginación? No todo puede ser teoría  y práctica en la política. La gente lo ve así porque somos pocos y nos atacan por todos lados. La tendencia es de cerrar filas, pero eso mismo nos aísla. Deberíamos valorar a Diego y a su talento.

— Tú eres artista y sin embargo te mantienes dentro de las filas del partido. Estoy segura que podrías hacer mucho más si no siempre estuvieras en la oficina traduciendo, y en la calle manifestando.

— Mi talento no es tanto como el de Diego, suspiró Tina. En todo caso, la política también es un arte. Le comprendo, siguió. Su vida fuera de los murales  es sólo un intervalo.  Otros hacen arte de su vida política. La vida artística de Diego es su política.

De hecho, la misma Tina luchaba con la cuestión que si debía continuar con la fotografía. Sucedían tantas cosas que sencillamente no había tiempo para todo. Ella estaba organizando un grupo de apoyo a los estudiantes de la Universidad de La Habana que habían sido encarcelados por el gobierno de Machado por "terrorismo" y estaban en plena  huelga de hambre. El partido trabajaba tenazmente para arreglar la fuga del líder estudiantil a la América Central y luego a México, donde ya se le había nombrado miembro honorario del partido. Se llamaba Julio Antonio Mella.

                    ************

María Elena y Arnulfo llegaron temprano a la Casa de la Cultura. La gente todavía estaba colgando pinturas de Frida en las paredes, y varios dibujos al gis de Diego engalanaban   un lado del recinto. A pesar del ostracismo a Diego se le tenía que tomar en cuenta, y asistía a las juntas y a los eventos cuando le daba la gana. Nadie se atrevía a retarle. Julio practicaba un poema de Maiakovski que iba a leer mas tarde.

Finalmente las cosas se calmaron y los concurrentes platicaban en voz baja en espera del invitado.

— Camaradas, empezó Francisco Moreno. Tenemos entre  nosotros el más incansable trabajador por el socialismo. Su voz fue la primera en intentar el rescate de su patria de los yanquis. A pesar de su juventud, está en plena palestra de  lucha. Es uno de los fundadores del partido comunista cubano, líder estudiantil, fundador de la universidad popular José Martí, y de la filial cubana de la Liga anti-imperialista de las américas.
Es un placer escuchar las palabras del camarada, Julio Antonio Mella.  

Un hombre, cimbreño y musculoso, con un matiz africano que le daba el caminar de una pantera, avanzó al frente de la sala. Después de el arresto, la huelga de hambre, la fuga a Guatemala, había entrado clandestinamente a México días antes. El auditorio, bien enterados de su reciente arribo, se empujó con entusiasmo.

— Camaradas, empezó Mella en un timbre barítono que los hizo estremecer. La fronteras no existen para los trabajadores, y quiero agradecerles antes que nada la cálida bienvenida en este México que es como mi propia patria.

Hubo un aplauso instantáneo. El público se compuso con un suspiro colectivo de placer. Un hombre de su mero mole, inteligente, carismático, gallardo.

Continuó hablando de otros inmigrantes, en este caso italianos, que habían caído en las garras de la ley. Dos jóvenes, expulsados de su propio país por la misma miseria en que se veían obligados a vivir, laborando largas horas en condiciones infrahumanas, lavando platos, trabajando los rieles, y en las fundiciones de acero, pacifistas, finalmente hartos, encabezaron una huelga contra una fábrica textil de Massachusetts.

— Nicola Zacco y Bartolomeo Vanzetti fueron objeto de atención de las autoridades  fascistas, agregó.

— ¡Qué hombre mas chipocludo! Susurró María Elena aTina, sentada a su lado. Tina le lanzo una mirada.

— Está casado.

— Qué lástima, replicó María Elena, pensando en Weston. Tina ya no estaba con él, pues Weston había regresado a Los Angeles encontrando a los camaradas demasiado  ideológicamente bravíos . ¿No se quedó la esposa en Cuba? Preguntó con malicia.

— Chit! repuso Tina. Escucha.

Julio Antonio siguió hablando de como el imperio había lanzado una razia sobre los dos inmigrantes inocentes, cuyo único delito era de pedir la devolución de su coche, robado por unos asaltantes.

—No tenían dinero robado, ni antecedentes penales, no obstante, la justicia norteamericana pasó por alto las pruebas y los señaló por sus actividades políticas.

La gente se quedó inmóvil.

Mella se colocó llanamente  frente a ellos.

— Trabajadores e intelectuales, dijo, alzando la voz. ¡Ustedes producen la riqueza de la sociedad! Producen el ejército, aún el ejército que sostiene la tiranía. Producen la cultura que lubrica la maquinara del régimen. Lo que hace falta ahora es producir la rebelión que surtirá la soga para colgar a los parásitos. Producir las leyes que los hagan trabajar por una vez en la vida. Producir una sociedad que no sea para los ricos, sino para los campesinos, los obreros, ¡y donde haya justicia social para todos!

— ¡Eso! Alguien gritó. Maria Elena y Tina aplaudieron entusiastas.

— Produzcan también la lucha para salvar a nuestros hermanos, Zacco y Vanzetti. ¡Tienen que quedar libres! ¡Produzcan la revolución social y la liberación de todos los pueblos oprimidos!

Se dio un estruendo de aplausos. Tina se levantó de inmediato, arrastrando a María Elena hacia el fondo para recoger las canastillas que Frida había colocado sobre la mesa para la colecta.




Después Tina se encontraba en la oficina de El Machete haciendo una traducción con Rosendo Gómez cuando Mella irrumpió en el lugar con la entrega de unos documentos. A pesar de que Tina había estado en al reunión, no quedaba claro que hubiera  reparado en ella,  con tanto agasajo que había, y gentes clamando noticias sobre Machado y el movimiento estudiantil. Aquí, sin embargo, toda actividad cesó mientras el miraba esa cara sempiterna, el tiempo suficiente para que Rosendo le adivinara el pensamiento. Tina, los ojos sobre su trabajo, no pareció darse cuenta. Julio Antonio balbuceó algo sobre una junta y salió.

Rosendo y Tina terminaron la traducción y se fueron al café de chinos. Tina hablaba animadamente de una película que había visto, El último día del torero, cuando apareció Mella de repente pidiendo la llave del despacho. Tenía que volver a hacer un trabajo, explicó pero la puerta estaba cerrada y ya no había nadie. Rosendo le invitó a un café, y Mella se sentó con Tina. Su brazo macizo hizo fuerza contra su cuerpo, y ella sintió ruborizarse. Salieron juntos del café.

De allí en adelante Tina y Julio Antonio eran una pareja. Iban  juntos a todas partes y fueron acogidos como la pareja obrera ideal. Julio Antonio se comunicaba con sus camaradas en Cuba, y con su esposa e hija, a pesar de que el matrimonio había terminado por común acuerdo. Julio Antonio le pidió a Tina  que mandara un telegrama a Cuba, y se verían en el correo para ir a comer en la Lagunilla. Después, regresaron a casa, caminando por Abraham González hasta el departamento.

No hubo indicio alguno.

Dos hombres se acercaron, Tina los notó sin pensar nada raro de momento. Dispararon contra Julio Antonio en el pecho y huyeron corriendo. El disparo dejó a Tina sorda temporalmente en el instante que embrazó a su amante mientras los dos se derrumbaban en el  suelo. Podía ver sus ojos clavados en ella a través de la sangre como aferrados a la vida misma.  Pero fue demasiado para su valiente cuerpo. Los ojos cerraron para siempre.

Cuando la ambulancia llegó,  Tina no había cambiado de posición. Estrechaba su cabeza en el regazo en una especie de Pietà. Sintió que hubiera dado su propia vida para salvar la de él.

Los hombres de Machado los habían seguido durante semanas. Cuando las noticias aparecieron en los kioskos la derecha se desbordó con la burla. Los desnudos de Tina volvieron para perseguirle. La tildaban de hampesca, prostituta, Mata Hari, y demás. A Julio Antonio lo propagandizaron de delincuente ilegal   y




terrorista que se había colado para subvertir la paz y tranquilidad mexicana.

El asesinato exigía una respuesta. Centenares salieron en condolencia para acompañar el cuerpo al cementerio. El cortejo fúnebre, encabezado por Diego, Frida y los otros, se convirtió en una manifestación. Después Tina fue deportada y pasó  mucho tiempo antes de que nadie supiera de su paradero.


            
























RAQUEL

Después de que naciera Lauro, Raquel volvió a ponerse en forma . Hizo ejercicios y practicó el canto seis horas diarias, desde las cuerdas más sencillas hasta los más complejos glissandos de coloratura, para sentirse segura. Richard, orgulloso de su esposa, le alentó y cuando se enteró por vía interna en los estudios de que Mr. Walsh estaba haciendo un casting para una película llamad The loves of Carmen, con Dolores del Río, le consiguió un pase.

Raquel no cabía de  la emoción. Se puso un lindo vestido nuevo, gris, del más suave cachemir inglés, de lunares blancos, con zapatos de piel de cordero (tan suaves como si fueran guantes le dijo a Chona), y un sombrero blanco. Entregó su cédula del sindicato al guarda de la entrada, complacida con los buenos modales del hombre, quien cotejó su nombre con la lista, Raquel Durán. Saludando respetuosamente, le hizo una señal para que entraran en el estudio. Raquel le premió con su más brillante sonrisa, sus  ojos bailando. Tuvieron dificultad en encontrar el escenario. Chona, transformada en su modista personal, cargaba el traje. Raquel los iba a hacer que se carcomieran  de envidia. Al fin iba a conocer a Dolores. En su porvenir se vislumbraba una brillante carrera de Hollywood. Iba a actuar, no a cantar, pero sería su primera película. Las dudas sobre el personaje corriente habían desvanecido. Raquel se había puesto a practicar las castañuelas, y a pesar de no saber bailar, había logrado un porte sevillano. Los demás iban a tomar nota. Tenía la peineta de concha, y una mantilla de encaje blanco hecha a mano que llegaba hasta el suelo. Chona había improvisado un vestido de fiesta de seda, agregándole una cola y olanes, y se veía muy auténtico. Un joven se acercó y les indicó el camerino.

En el camerino reinaba  el caos. Las dos mujeres vieron sesgadamente a las actrices que no daban cuidado a su estado de desnudez, y a los hombres que deambulaban por el lugar igualmente despreocupados. A ellas tampoco nadie les hacía caso. Contrariada, Raquel se preguntaba donde podía cambiarse. La idea era de brotar íntegra, cual Minerva de golpe y fogonazo de la cabeza de Zeus, y no quería que nadie viera la transformación. Buscaba nerviosa a Dolores, que no aparecía. Quería presentarse y decirle que tenían un amigo de por medio.

— Ven, dijo Chona, aquí hay un biombo. Pon esto contra la pared y te puedes cambiar.  Quitate eso rápido. Nos van a llamar.

Según el proceder de las mujeres Durán, cobraba la calma en una crisis. Raquel se cambió y la caricia de  la seda del vestido contra su piel la calmó. Se puso un crucifijo de Salamanca, de coral y filigrana de oro, que había sido  de Eduwiges. Se sentó en una silla vacía y empezó a maquillarse, metiendo los dedos en un frasco de gel para hacer rizos en la frente y alrededor de las orejas. Chona le hizo el chongo y sujetó  la peineta con horquillas.  Luego le puso la mantilla con flores artificiales. Un poco más de rin y sombra y Raquel estaba lista para salir en escena.  Chona tuvo la respiración entrecortada cuando vio lo que parecía una calle de España en la oscura caverna del estudio, alumbrada como de día. Sobre una de las puertas rezaba el letrero, FÁBRICA DE TABACOS.

Mr. Walsh hablaba con una mujer extraordinariamente bella que estaba sentada en una silla de campaña fumando un cigarillo. Dolores, adivinó Raquel, con un sentimiento agudo. Apenas tuvo tiempo de componerse cuando un joven paso maneándose entre el gentío gritándoles que se pusieran detrás del set.

— Tú,  le dijo a Raquel, quítate esa cosa y ponte un  rebozo en los hombros. Se supone que estás trabajando, no vas a  una fiesta. ¡Vestuario! Gritó. Una señora vino corriendo ansiosamente. Tráele un rebozo más sencillo. Ese está muy vistoso, dijo mientras se alejaba.

No quedaba mas remedio que entregarle  la mantilla y la peineta a Chona y salir con las demás cigarreras.

Mr. Walsh se acercó y les habló cordialmente. Les dijo que salieran en pequeños grupos, y que se rezagaran en la calle, platicando, hasta que Carmen apareciera. A Raquel le tocó una mujer chaparra y gorda, quien le cayó mal desde el primer momento, pero se dijo, eres actriz, y sonrió, abrazándola con cariño, como si fueran amigas de toda la vida. No había guión, todo era improvisado. La mujer, afortunadamente, hablaba español. Raquel se dio cuenta con cierta molestia que pocos hablaban español, con excepción de Miss del Río.

— ¿Como te llamas? Empezó Raquel. Que bonito día, ¿verdad? Ay, que aburrido es este trabajo. Que bueno que ya salimos a descansar. Ven para acá. La mujer le sonrió  con idiotez y por lo visto no se le ocurría nada. Raquel la cogió del brazo y la volteó de espalda  a la cámara, mientras ella le hablaba y sonreía animadamente.

— Corte, gritó Mr. Walsh. Algo pasaba con las luces.

                    ***********

Después del éxito de "su" película, Raquel decidió modernizarse. Estaba en el baño,  intentando hacer algo con su peinado. Lo cortaría, sin decirle a nadie, y luego sería demasiado tarde.

Chona y Mercedes estaban haciendo bistecs y burro parado. Demetrio había quedado solo todo el día en la tienda.  Normalmente las dos mujeres se alternaban ayudándole en el mostrador, una un día y la otra el otro. A Mercedes le encantaba ir a la tienda en la calle Broadway, porque le daba la oportunidad de comadrear hasta más no poder. Tratable con los demás, bella con sus cuarenta años,  con su pelo negro formando una nube flotante alrededor de la cara, su vestido ajustado con sus diseños bordados sobre el amplio cuerpo, los zapatos con correas al tobillo. Atractiva a los hombres, su personalidad femenina se prestaba a ese vínculo que suele darse  entre mujeres. Adoraba a los niños, le encantaba la charla, tenía curiosidad por las personas. Tenía el don de hacerlas sentirse como en su casa. Cada vez que entraba una mujer con su bebé, le hacía fiestas, rogando cargarlo, y dándole un pedazo de lokum comprado en  la miscelánea del libanés de la esquina.  La clienta quedaba encantada, y compraba el vestido de quinceañera, o de madrina, o, de perdida, un ramillete de flores de seda con perlas. A veces las clientas la encontraban tan agradable que volvían sólo para platicar. Chona, en contraste, era toda seriedad, y un poco brusca. Ahora en la cocina golpeaba los bistecs con violencia.

Raquel se asomó a la puerta, con el rostro pálido.

— Mamá ha muerto, dijo.

— Niña, ¿de qué hablas? ¿Qué pasó?

— Acabo de verla la pie de la escalera. Sé que ha muerto.

Chona, la mano al cuello, corrió a las escaleras, seguida por Mercedes.

— Aquí no hay nadie, llamó en voz alta, y las dos regresaron a la cocina, llenas de miedo.  Raquel quedó sentada en la mesa, sollozando, mientras Jacinto las veía impotente.

Richard volvió del trabajo. Raquel todavía estaba pálida y nerviosa. Chona y Mercedes
reanudaron la preparación de la cena, ruidosamente golpeando las milanesas para hacerlas más tiernas, asegurándose que todo era normal y que Raquel se había imaginado las cosas.

— Te llegó una carta, dijo Raquel, y subió a la recámara. Estaba muy cansada, y respondió indiferente  al beso de su marido. Richard abrió el sobre y vio la letra un poco rudimentaria. Era de Jeremy.

    Querido hermano,
    Le ruego a Dios que ésta te encuentre gozando de buena salud. Leonors te manda un beso. Hermano, solo quedamos los tres, y sé que nuestros queridos padres nos están viendo desde el más allá. Hermano, te he mandado algo de dinero de la venta de la casa en Porterville, y Leonors, que Dios la bendiga, me ha dicho que no le interesa su parte, puesto que su marido le facilita ampliamente lo que necesita. Hermano, escribo esta carta para decirte que he llegado a una decisión trascendental. Siento que mi vida carece de sentido en esta Sodoma en que vivimos. Los árboles que tanto amamos han sido talados, nuestro querido valle, irreconocible. Pienso que mi vida solo puede tener sentido si me dedico a mis semejantes, porque sé que Dios premiará mi esfuerzo. No en forma material, sino en riqueza espiritual. Sé que me entenderás cuando te digo que como en el rezo de paz hindú no deseo "ni reino terrenal, ni liberación del nacimiento, ni de la muerte. Deseo únicamente emancipación de las penas y de la aflicción de la miseria."  Por lo tanto, he decidido unirme al señor Mohandas K. Gandhi en la India. Un querido amigo mío de la sociedad teosófica me ha dado su dirección en Sevagram. Mis ahorros me permitirán el viaje, pero no tendré boleto de regreso. Estaré en Los Angeles el día 23, en Union Station, donde tomaré el tren para New York, y luego en vapor hasta la India. Encuéntrame, si puedes, en Union Station entre el medio día y las 4 p. m. porque tendré un poco de tiempo para despedirme. No me juzgues, querido hermano, porque sé que  la felicidad eterna me aguarda en servir a mis semejantes. Espero verte esta última vez.

    Tu hermano,

        Jeremy

Richard se quedó viendo la carta largo rato. Se sentía solo. Estaba casado, con un hijo, pero vivía con extraños. Una oleada de melancolía lo inundó, la nostalgia por los secoyas, por los días junto al río, por las mujeres sensatas y trabajadoras con sus vestidos largos que hacían  ruidos almidonados agradables. Habían sido pobres, pero nada parecido  a la pobreza que veía todos los días en las calles de la ciudad. De hecho habían sido ricos, porque les pertenecía el sol y el aire y el agua pura y helada que bebían de manantiales naturales que salían de la tierra  a borbollones. Todo habia terminado. Los colonos de Kaweah habían desaparecido en el tejido de la  americanidad  clasemediera. Bien comprendía a Jeremy, Jermy con sus ojos oscuros y expresivos. Casi se parecía a los de allá. Nunca había encajado, al igual que Max tampoco, al igual que Richard, quien ahora vivía en Bunker Hill. Richard anhelaba  hablar con las estrellas del cielo nocturno de la Sierra Nevada, hablar con su padre muerto una vez  más, aunque fuera  por un momento solamente. Sus padres, a pesar de ser reservados, siempre habían resuelto los problemas del niño, pero ahora no había nadie quien lo hiciera. Al contrario, había  otros esperando, sin decir nada, que él resolviera sus problemas de los demás. Pero Richard tendría que solucionar los suyos por su cuenta. Se levantó y entró en la cocina.

Raquel había bajado, se había cambiado a un cómodo vestido floreado. Parecía distante, preocupada y fría. Richard trató de animar la conversación, contando lo de Jeremy, y como Gandhi había estado luchando por la independencia de la India con ayunas y condenas a prisión.

— Bueno, dijo Raquel, a penas escuchando, no parece haber logrado gran cosa.

Richard alzó la voz, porque sabía poco del tema, y se sintió obligado a defender a su hermano.

— Los indios son un pueblo muy espiritual, dijo enérgicamente. Se niegan a comer carne, porque no son capaces de lastimar a un ser viviente.  Miró su plato.

— ¡Que no comen carne! Irrumpió Chona, horrorizada. Nosotros tenemos indios que tampoco comen carne, dijo con sarcasmo, pero no porque no quieran. Si algún día la Revolución cumple con su promesa, a ver si la gente podrá comer un poco de carne de vez en cuando, terminó, embistiendo su milanesa.

Raquel se puso de pie repentinamente. Richard pensaba que estaba enojada, y la siguió, pero solo había ido al teléfono en el corredor. Pidió a la operadora que la conectara con el número de Hermosillo, y colgó. La operadora le llamaría después.

— ¿Qué hay? Preguntó Richard.

Raquel dijo que nada más quería hablar a la casa. Chona explicó que se habían llevado un susto por un fantasma, y querían llamar a ver si todo iba bien.

— Vas a ver que todo va bien, dijo, tratando de calmarla.

El teléfono sonó, y todos volvieron al corredor. Raquel contestó, pero en silencio le dio el auricular a Chona. No podía soportarlo si su madre hubiera muerto.

Eduwiges no había muerto, pero le había dado una embolia. El doctor explicó que podía hablar y mover una mano, pero necesitaba cuidados.

— Déjeme hablar con Luís, dijo Chona. ¡Luís! Nos vamos mañana. Hizo señas a Raquel, quien asintió con  la cabeza. No te preocupes, todo saldrá bien. Hay un tren que sale todos los días desde San Diego y allí nos cambiamos al camión para Hermosillo para estar al día siguiente. El camión es mas rápido que el tren. Gritó como si así le escuchaban con mayor facilidad. Hermosillo parecía estar tan, tan lejos.

                    ************

En Union Station, cuando al fin llegó Jeremy, Richard se desconcertó al ver como había cambiado su hermano. Sus ojos despedían una luz extraña, y parecía distraído. La nariz era más prominente, y sus mejillas delgadas se habían hundido más. Parecía querer llenar toda una vida de su relación con su hermano  en esta hora breve que les quedaba. Hablaba de golpe, necesitaba explicarse al otro. Richard lo condujo al restaurante, donde Jeremy pidió una ensalada de lechuga y requesón  y un vaso de agua.

— El hinduismo, dijo solemnemente, es la ciencia de ver a Dios cara a cara. La verdad no es nada que se pueda descubrir en privado, solo se puede conocer después de una vida de servicio. En Sevagram están construyendo una escuela y una clínica, además de capacitar a los artesanos y desarrollar las cooperativas. Quiero formar parte del experimento social, dijo mirando en la distancia.

— Pensaba que estaba en prisión en Delhi, ofrecio Richard. Había leído que al señor Gandhi lo habían arrestado por sedicioso.

— Volverá, replicó Jeremy tranquilamente. Pueden encarcelar su cuerpo, pero su mente jamás. No pueden encarcelar a la India entera.

Richard dijo poco. Pensó en como, al tirar todo por la borda, Jeremy había encontrado la felicidad.  Su sueño de ayudar  a los demás lo sostenía, y encontró alegría en cada dificultad, lo que daba validez a su sacrificio.

Después de los saludos iniciales, tenían poco que decirse. Fue casi con alivio cuando el tren con conexiones a New York llegó y se obligó la separación. Richard, porque quería volver a casa, y Jeremy, porque se encontraba al filo de una gran aventura, el  acto valiente de su vida. La sangre le latía con vigor al respecto: adelante a toda máquina y en aguas incógnitas. El tren finalmente abandono la estación y desapareció de vista. Richard volvió a casa caminando.
                    *************
Después de un tiempo María Elena y Nicolasa se obligaron a ir al entierro de Eduwiges, y conocieron a una Raquel que parecía ser otra. El episodio que las había reunido agudizó las diferencias entre ellas. Raquel no tenía otra ropa más que la última moda, y parecía ostentosa. Aún así, no dejaban de ser parientes en esta tierra que las había parido, y no se juzgaban. Como buena entendedora, Raquel metió dinero en las bolsas de las otras dos, sin proferir palabra alguna. Laurita había muerto tiempo atrás, y los únicos que quedaban eran Pascuala, Margarito y sus hijos. Se decidió que seguirían viviendo allí mientras las escrituras permanecían en manos de las Durán. Era lo menos enredoso. Después de las formalidades legales, cada quien partió para su respectivo lugar.  No volverían a verse jamás.






















LAURO

Crepúsculo. Bunker Hill. Los perros ladrando en la distancia, y los muchachos del vecindario corriendo por las calles semi-pavimentadas como la jauría misma, mecos, aburridos, en una altura de excitación glandular.  La bruja, una  octogenaria asmática que vivía, le parecía a Lauro en un hoyo, desapareció tras las laminas gastadas de su casucha. Lauro le tenía pavor, y creía a pie juntillas en sus poderes de hechicera, que le sabía todo, que lo espiaba los sueños, pero que guardaba silencio y hacía como si no lo veía cuando estaba presente.  Lo cierto era que la pobre tenia  un tumor que la estaba acabando, ni tenía idea de que Lauro existiera. El era tan solo otro muchacho de doce años que merodeaba por las calles atestadas de Los Angeles, donde los salvajes muchachos  galopaban en expectativa  de  emociones vivas y a veces la atropellaban porque eran incapaces de ver por donde iban.

La vecina Rosa y su novio estaban  apachurrados contra la pared, a la vuelta de la casa, donde no había ventanas y se imaginaban que nadie los veía, los labios pegados los unos a otros. Raúl la tenía parada y se frotaba contra Rosa, tratando de someter a su novia. Rosa boqueaba buscando aire, y se clavaba sobre sus labios nuevamente, haciéndose creer que no sentía nada. Al rato Raúl sacaba su pañuelo, se limpiaba el bilet de la cara, se arreglaba los bigotes y volvía a casa con la anciana de su madre. El trabajaba en una tienda de zapatos, y con  penas ganaba para mantener a los dos. La gran interrogante era como iba a darle a Rosa todo lo que se merecía. Tendría que cambiarse a vivir con ellos. Después de todo no era tan mala idea. Mamá estaba cada día mas débil, y necesitaba cuidados. Quizá con el tiempo podrían comprar un pequeño lote en Bell Gardens y fincar su casita. Entretanto, su único entretenimiento no podía minar su salario magro. Llegaba de visita tres o cuatro veces a la semana (para cerciorarse de que no estaba viendo a otro) a meterle la lengua en la boca y a restregarse con tanta violencia que los muchachos en sus arranques les gritaban obscenidades. Los demás días se iba a la cantina El Progreso y se emborrachaba con cerveza y canciones y camaradería.

Lauro se les quedó mirando un rato, y cuando Raúl sacó el pañuelo, cruzó un lote baldío rumbo a casa. Con Raquel y Chona en Hermosillo, era Mercedes quien hacía la cena. Casi oía sus admoniciones de que se cuidara de los muchachos groseros. Lauro se sorprendió cuando esos mismos groseros descendían sobre él ahora en la obscuridad. Lo rodearon en actitud expectante. Las advertencias de Mercedes le causaron un poco de ansiedad, más la presencia de los muchachos hizo que algo se encendiera en él. Sus atenciones eran halagadoras. Jadeaban después de correr, sudorosos, y le hablaron con dulzura. Le hicieron que se arrodillara mientras el mayor, el líder, se desabrochaba la bragueta.

— No te preocupes, le dijo Juancho. Es solo leche. Tómatela, te hace bien.

Todos se rieron y se fueron corriendo de nuevo. Lauro llegó a la casa al momento que la tía se asomaba para gritarle. Había preparado puerco en salsa verde y tortas de camarón. Un señor en la estación de radio en español  hablaba en tono acalorado de que los franquistas habían bombardeado Madrid. Papá llegó en un breve rato y le dio un beso, comentando en como había crecido. Los muchachos habían despertado algo durmiente en él. Tenía algo que dar que otros querían. Movió la idea de un lado a otro hasta que se durmió.


























RAQUEL

"Carmen" iba a estrenar en el Pantages. El primer instinto de Raquel era de llevarse a todos sus amigos- el elenco entero de La Alondra, Chona, Richard, Jacinto, Mercedes . . . pero se limitaba por invitación solamente. De todas formas la fiebre de asistir a una première de Hollywood compensaba con creces la falta de círculo. En todo caso Richard no podía ir. El contrato con los estudios había terminado, y a duras penas encontró un trabajo de velador en el Hospital del Condado, y no podía arriesgarse que lo corrieran. Chona, como siempre estaba presta y madrugadora. Se fueron en taxi.

Con el dinero que había ahorrado, Raquel se compró un abrigo de casimir con  cuello de marta, que le enmarcaba la cara y le daba una verdadera elegancia. Se puso un vestido de seda color champán con pequeñas cuentas de vidrio bordadas al cuello que se volcaban sobre el cuerpo en  cascada. Raquel había visto un vestido Worth con ese look y de inmediato enlistó a las costureras de la tienda para que le hicieran uno parecido. El resultado era pasmoso. No quedaba dinero, pero estaba decidida. Si Richard no iba a realizar sus ambiciones, tendría que hacerlo  ella sola. Nada ni nadie iba a detener su carrera. Chona se había convertido en una compañera que nunca cuestionaba, siempre aprobaba, y se mostraba tan deseosa del éxito como ella misma.   Se arreglaron en los asientos justo al tiempo que se amortiguaban las luces.

Raquel y Chona permanecieron con semblante de piedra durante la proyección de la película. Chona agradecía que ninguno de los amigos hubieran asistido para presenciar tamaña humillación. Las escenas de Raquel, donde salía tan divina, y por las que había trabajado con tanta entrega, ¡ todas habían sido cortadas! Chona miró la expresión del rostro de Raquel y sintió desasosiego.

— Es esa  perra de la Dolores, musitó suavemente, tratando de reconfortarla. Está celosa porque te veías más hermosa que ella. Fúrica, Raquel estalló en lágrimas.

Un hombre maduro a su lado cortésmente  le prestó su pañuelo.

— No es para tanto,  bromeó gentilmente. Más bien ópera cómica que tragedia.

Raquel se desahogó, hablando  de sus sacrificios, de como se había jugado el todo por el todo, de como había desatendido casa, marido e hijo para que saliera la mejor película de todos los tiempos, y ¿para qué?

Resultó que Mr. Metcalf era empresario, y daba la casualidad de que buscaba una nueva vedette para contratar en el Million Dollar. En Raquel vio, a pesar de las lágrimas, una joven equilibrada, segura de sí y bella. Tenía presencia. A pesar de que nadie en el teatro sabía quien era, muchos la vieron como "alguien en el cine"a juzgar por el alboroto causado cuando entró a buscar su asiento.

Así es que eres actriz, irrumpió Charles Metcalf, sonriéndole a los ojos negros con sus cejas curvas.

— Sé de actuación, replicó Raquel a la defensiva. Pero en realidad son cantante. Tengo un repertorio de ochenta y tres canciones.

— ¡En verdad! ¿Y que clase de canciones?

— Puedo cantar arias de cinco operas, empezó Raquel, pero cambió de tema, intuyendo que eso no  interesaba. Bolero, Danzón, Cuplés, Lecuona . . marcó con los dedos, La Cumparsita, Siboney, La Piragua, Estrellita . . .

Se detuvo. Dolores, rodeada de séquito,  barría con paso majestuoso y con finura le extendió la mano.

— Lamento tanto que hayan cortado tus escenas, dijo. Así es este negocio. Espero que encuentres algo en poco tiempo.

Raquel salió como campeona de su esquina.

— Que sea para el bien de la película, dijo sonriente. Usted se veía realmente hermosa.  Creo que va a ser todo un éxito. Se dirigió a Mr. Metcalf sujetándole el  brazo como si fueran viejos amigos.

___ ¡Bueno! Dijo Mr Metcalf. ¿No les gustaría ir a tomar una copa? Tenemos mucho de que hablar. Chona tosió delicadamente.

— Estoy muy cansada. Quizá otro día.

Era cierto. La exaltación y la tirantez  empezaban a dejarse ver.

Mr. Metcalf le dio su tarjeta.

—Háblame y haremos una audición. Estaban fuera en el boulevard. ¿Puedo llamarte un taxi?

De regreso a casa Raquel y Chona a penas podían creen en su suerte. Mr. Walsh quedaba en el olvido. Amén Dolores del Río. "El Cine" también. ¡Iba a salir en escenario! Allí estaba la verdadera magia. Hollywood era demasiado estereotipado, demasiado melindre. En el Million Dollar el público mexicano conocía  a sus ídolos, y a los que no encajaban se les mandaba rápido a volar.  Una actuación con ese auditorio era más bien un diálogo, con la gente gritando para alentarlo o lanzando revoltosas groserías si pensaban que el actor les estaba haciendo perder  el tiempo. Si  el artista encontraba la aprobación del público, se ganaba unos seguidores leales e indomables.  Ese era el desafío. Raquel acogía la oportunidad con entusiasmo.

Raquel se decidió por La Borrachita. Se puso de acuerdo con el pianista Lázaro Suárez de La Alondra para que la acompañara. Lo habían actuado muchas veces, pero eran incasables para que saliera justo y a la medida. La canción no era nada — todo dependía del tiempo y la interpretación. Desde el momento en que dio el primer traspié en las tablas, "borracha" supo que había logrado la atención de Mr. Metcalf el director, y varios de sus amigos sentados en las gradas para ver la audición.

                    Borrachita, me voy,
                    Para la capital . . .

Era cómico, pero con una tristeza en lo más profundo, que se dejaba ver. En efecto, Raquel estaba borracha consigo misma. Lo único que quería era exhibirse. Se contoneaba, tropezaba, hipaba, enseñó pierna, y lo prometió todo con sus ojos brunos.  Hubo un momento de silencio, y luego varios aplaudieron, entre ellos los tramoyistas,. Entonces Raquel supo que en el género chico era donde ella pertenecía.

Mr. Metcalf  la llevó a la oficina para firmar el contrato. ¡Tres meses, y con opciones! Al fin, una buena oportunidad. La Alondra tenía lo suyo, pero la gente comía y platicaba durante su actuación y muchos ni caso hacían. En el Million Dollar iba a estar en la mira, la gente venía desde New York y el DF buscando talento. El público era serio, y había que ganárselo. Abrazó a Mr. Metcalf y lo besó con júbilo. Mr. Metcalf  le devolvió el beso, y la asió fuertemente. Asustada, Raquel lo empujó, y él la soltó al instante.

Mr. Metcalf era un buen hombre de negocios, y atento con sus actores. De joven se había impresionado con una actuación de Eva La Galliene, pero siempre supo  que le daría  pavor salir en escena. Sin embargo, quiso seguir al lado de los actores, y su vida se convirtió en las bambalinas de incontables teatros mohosos a lo largo y ancho del país. No pretendía estafar a los actores, ni hacerse rico, a pesar de que ahora vivía cómodamente. Quería genuinamente nutrir a los nuevos valores y verlos florecer. Raquel, dándose cuenta, se puso en sus manos, escuchando sus consejos y  sus críticas,  con modestia. Subordinaba su ego por el bien del espectáculo. Fue fácil trabajar con ella, y los demás confiaban en que, pasara lo que pasara, ella se portaría como una profesional. Sus actuaciones mejoraron, y su instinto al compás del tiempo musical se devino impecable.

A Mr. Metcalf  se le ocurrió una idea. Montarían una producción de alta calidad, Latin Revue. Era tiempo de elevar el prestigio de su producción, y en Raquel había encontrado el vehículo ideal. La primera mitad sería del esperado vodevil, los mariachis, los payasos, los juglares, los magos. Luego vendría la verdadera atracción,  tan magnífica y pródiga como en el mejor teatro,  con los bailes en segundo término para lucir a Raquel. Si se lograba, irían de gira. "Charles  Metcalf  Productions presents the star, Raquel Duran." ¡Iba a ser sensacional! Acto seguido empezó a buscar a su conductor, y encontró a un joven compositor cubano, Miguel Garrido, quien se había especializado en música latinoamericana en el Conservatorio de Liceo en Barcelona. Los ensayos empezaban en dos semanas.

Se habían vuelto amantes en el transcurso de las cosas. De manera extraña, la muerte de su madre le dio permiso a Raquel a seguir adelante con su vida, de desechar los últimos vestigios de las ideas porfiristas. Mr. Metcalf le bajó los calzones y la sentó en su escritorio la primera vez, y Raquel lo agarró con fiereza mientras le penetraba. Raquel no sintió que estaba haciendo nada ilícito, porque hacía mucho tiempo que había decidido nunca volver a ser ama de casa.  Además, no tener amante significaba no tener un verdadero éxito. Empezó a percatarse de cierta  leyenda  que crecía en torno suyo, que se manifestaba en la deferencia de los otros, pequeñas atenciones  que le permitían ser estrella dentro y fuera del escenario. Después, el despacho de Mr. Metcalf se convirtió en su hogar de  preferencia, y la propia sala de su casa quedó atrás.

Chona se hizo de la vista gorda, pero vio los cambios en la cara de Raquel desde el primer día. Raquel había llegado a la casa de Bunker Hill y empezó a regañar a todos, porque a pesar de su seguridad de estar en lo cierto, no pudo evitar un sentimiento de agravio, con el que trató de culpar a la familia. Richard la miró y prefirió el  hermetismo. Estaba cansado estar al tanto de una esposa tan temperamental, y prefería darle por su lado. Cada vez más se encargaba de la crianza de Lauro, quien estaba por ingresar en el Junior High.

Mr. Metcalf le enseñó a Raquel a hacerse valer. Estaba bien que fuera la compañera, pero ella era la estrella y nadie la podía retar y salir ileso de la contienda.

— No te achicopales, le decía. La gente te respeta si te teme un poco.

Raquel realzó en una figura. Se hizo mujer. Misteriosa, imponente, gallarda. Su existencia se había deslizado de ser madre y esposa que cantaba en un cabaret, que había tratado de congraciarse con el público, que aportaba dinero tan necesitado, a alguien que vivía en el teatro y convivía exclusivamente con artistas.  Los invitaba a la casa, donde Richard, al principio cordial, quedaba como tela de fondo, taciturno, mientras los theater folk bromeaban y actuaban y hacían comentarios soeces que no eran de su agrado. (Los compañeros secreteaban que Raquel era bruja y que tenía un coyotl como medium).  Su familia dejó de ser, y la verdadera  se convirtió en los mariachis, payasos, bailarines y demás que iluminaban el cielo nocturno y la vida de los estibadores, costureras, trabajadores de la construcción y de hoteles,  que eran su público.

Richard un día llegó a  su límite. Pasó la tarde en un bar cerca del Million Dollar y cuando se sintió con fuerzas entró en el ensayo, cargando una pistola.

— ¿Dónde está ese hijo de puta? Gritó. Sal, cobarde. Sal Charles Metcalf. Te voy a enseñar lo que es meterse conmigo.

Raquel, furiosa, se bajó del escenario y se le acercó.

— No te me acerques, dijo Richard con angustia. No te acerques o dispararé.

— ¿Qué pasa,? dijo Mr. Metcalf, saliendo de su despacho al foro.

Richard le apuntó y apretó el gatillo, pero la bala se hundió con inocuidad en los telones pesados del proscenio. Acto seguido, dejó caer la pistola, dio media vuelta y salió al cálido brillo del sol poniente que alumbraba los cerros cercanos. Se fue a casa, satisfecho, se acostó y quedó dormido.

Mr. Metcalf se negó a hacer la imputación, y entregó el asunto con su abogado para exculpar a Richard de toda responsabilidad, más no antes de que trascendiera la noticia en La Crónica (el redactor era amigo suyo) que se esmeró en divulgar al público del Million Dollar que una estrella había nacido, protagonista de  crímenes pasionales, y que haría su debut en Latin Revue. La taquilla estaba asegurada.

Raquel y Richard dejaron de comunicarse  después del bochornoso incidente. Mercedes, alterada por la frialdad entre ellos, les habló,  buscando una reconciliación, pero sin que sus esfuerzos dieran fruto . Richard se encontraba en un nuevo papel, del marido que va a trabajar y que cuida a su hijo, y que tiene la patria potestad irrenunciable. Raquel también tenía un nuevo papel, ya ni siquiera de una estrella, sino de algo más, una femme fatale. Los que habían leído el periódico hablaban de ella con despecho, como una vampiresa que disfrutaba haciendo sufrir a los hombres, que abandonaba a su marido e hijo, una ambiciosa a quien ninguna persona decente recibiría en su casa. Pero no podían alejarse del teatro. Una semana antes del estreno de Latin Revue, las localidades estaban agotadas.

Ese día Raquel despertó tarde, queriendo estar lo más descansada posible, pero fue una vana ilusión, porque cuando llegó al teatro el maestro Garrido había cambiado la programación. Tres de los bailarines de uno de los números musicales habían sido cogidos en una redada en el mercado Gran Central y los estaban deportando. En una conferencia frenética entre Garrido y Mr. Metcalf, decidieron darle a Raquel, después de Borrachita y El Manicero, un tercer solo, para cerrar, Fumando Espero, de Garzo y Vildomat. Sacaron escenografía de urgencia, largas tiras de cendal, en cascada desde la pasarela, luces exóticas, alfombras persas, el chaise longue. Raquel se puso un negro vestido de lentejuelas precipitadamente cocido, ajustado a su cuerpo y que a penas le tapaba los pezones, y un turbante de seda blanca. Salio con una larga boquilla encendida y formó con la voz un cuadro del delirio verde, de la yerba diabólica.

                Fumar es un placer, genial, sensual,
                Fumando espero al hombre que yo quiero,
                Tras los cristales de alegres ventanales,
                Y mientras fumo, mi vida no consumo,
                Porque flotando el humo,
                Me suele adormecer . . .

El tango los mantuvo hipnotizados. Raquel le bajó un octavo de su voz natural para hacerlo más sensual. Se escabullía insinuante por el escenario, una mujer presa de agonía voluptuosa, en una nube de humos y éxtasis prohibidos, gimiendo por el macho, a tal punto que cada hombre en el auditorio, y no pocas mujeres, estaban dispuestos a saltar de sus butacas.

                Dame, el humo de tu boca,
                Anda, que así me vuelves loca,
                Corre, que quiero enloquecer de placer,
                Sintiendo ese calor, del humo embriagador,
                Que acaba por prender la llama ardiente del amor.

El aplauso sacudió la sala. Mr. Metcalf había ordenado cinco ramilletes enormes de flores para traerlos al escenario. Otros, también, habían mandado flores. Ella se había encontrado con el público y los había conquistado por las armas. Los manipuló como una nigromante, ahora escuchaban sin aliento, ahora lloraban, ahora gritaban "bis" y pataleaban el piso. Y así fue. Algunos habían venido a ver una suerte de acrobacia publicitaria, pero en su lugar vieron a una artista, una perfeccionista en pleno dominio de la técnica, alguien de sus propias filas que expresaba lo mejor de sí, y le entregaron sus corazones.

Raquel miró las caras sonrientes y se vio a si misma. Vio que no era el dinero, ni la fama, sino la cruda comunicación con su propia gente, que la nutría y le permitía encarar el futuro con audacia. No regresaría jamás.

Latin Revue duró seis meses. Semana tras semana ella y  el maestro cambiaban las cosas, lo pulían, le restaban. Raquel estuvo al frente de todo, dispuesta a trabajar más, dispuesta a salir en escena a veces con sólo escasas explicaciones apuradas. Le agregaron  parlamentos y un argumento. Impulsaron un verdadero teatro musical. A penas veía a Richard, Lauro y a los demás. Mr. Metcalf empezó a llevarla a cenar en Beverly Hills y el Coconut Grove en el hotel Ambassador. Una noche se encontraron con Dolores, y Raquel se le acercó a saludarla, de igual a igual. Dolores sonrió amablemente  y la invitó a sentarse, pero Raquel denegó, explicando que iba rumbo a casa, pues el revue le quitaba toda su energía.

— Yes, I've seen it in the paper, dijo Dolores.

— I'd love if you'd come, contestó Raquel con finura.

En efecto, Dolores asistió a la función. El peinador de Raquel se flipó al camerino y prácticamente la arrastró a la mirilla en el telón. Allí se veía a Dolores del Río, resplandeciente en un vestido color durazno con tiritas en el  hombro, sonriendo a lo que le platicaba  su compañero. Esa noche Raquel dio lo que fuera su mejor actuación.

Era el cierre del Revue. Raquel se despidió de su público, que había llegado a significarlo todo para ella. De pie, le dieron una ovación que duró treinta minutos. Anegada en lágrimas, después de resaltar a "la gran artista sentada en el auditorio", habló como siempre los tendría en el corazón, dondequiera que fuera, y siempre volvería a este teatro, donde había  nacido, y a la gente que ella amaba. El discurso le valió otros diez minutos de "bravos."

Mr. Metcalf alquiló un autobús, mandando la escenografía por riel. Iban a dar representaciones en las zonas latinas — Phoenix, El Paso, San Antonio y Chicago. Chona, inexplicablemente, se negó a ir, y Raquel sintió cierta reprensión en su actitud.

En Chicago estrenaron en el Hotel Sherman. Hubo una recepción posterior, donde hombres de negocio y sus achichincles asistieron al gran evento. Raquel, llegando  tarde  intencionadamente, hizo su entrada estelar. Carlos Begnini, un banquero argentino en una visita de negocios, le apretó la pierna contra la mesa y le rogó que la acompañara a Buenos Aires. Raquel se estaba divirtiendo como nunca.

                    ************

Después de que Raquel saliera de gira, Richard encontró que tenía más tiempo para dedicarse a las cosas que realmente le interesaban. En el hospital había conocido a un  trabajador de nombre Smiley Jackson cuyas ideas le recordaron a la Colonia Kaweah. Compartían los descansos, y se hicieron amigos. Smiley tenía la estructura descarnada y las pecas que le recordaban a los colonos de aquella época perdida, que a duras penas retenía en la memoria. Hablaron de condiciones de trabajo, de prestaciones, y los sueldos bajos, pero más que nada hablaron de un sistema que usaba a la gente como objetos para la manipulación, y no como seres humanos con necesidades. Raquel había ahorrado una fuerte cantidad para los gastos de la casa. Richard pasaba sus ratos libres en juntas de política.

Con la depresión económica, Los Angeles reclamaba el mayor número de desocupados en toda la California. Richard vino a darse cuenta de que no sólo algunos trabajos sino ciertas  zonas  habitacionales  estaban reservadas para los mexicanos, mientras otras eran exclusivas para los anglosajones. En Lynwood, por ejemplo, las casas estaban "restringidas". Casi todos los buenos trabajos estaban reservados para los gringos. Con casi dos millones de mexicanos en Estados Unidos ya, el gobierno empezó a bajar el otorgamiento de las visas en un 97%. Smiley lo llevó a juntas de la Federación de Votantes, que pretendía lograr el empadronamiento a los residentes sin papeles.

Richard además se responsabilizó de su hijo. Seguía con sus dibujos esperanzado de regresar a la industria del cine, y Lauro se sentaba a su lado, dibujando también. Desde edad temprana  mostraba talento, y podía retratar y dibujar cuerpos que eran asombrosos en su desenvoltura y exactitud. Parecían salir de la nada. El muchacho de gran sensibilidad se quedaba absorto durante horas, dibujando lo que veía por la ventana, transeúntes, casi tan rápidamente en que tardaba la persona o el animal aparecer y desaparecer. Capturaba el movimiento.


                FIND DE LA SEGUNDA PARTE



 






















MARCOS

La muerte de Mella dio la pauta para que la vieja guardia reaccionaria volviera al poder. Pusieron un "hasta aquí" en "ayudar" a los pobres y a los campesinos. Eran los mismos que habían luchado en la Revolución, pero ahora querían sus frutos para sí. La clase dirigente tuvo la agudeza de permitirles adelantos sociales a algunos pocos, y demagogia para  los demás. Calles perseguía  la religión en el campo en nombre de la secularidad,  pero en realidad pretendía la transferencia de los fundos eclesiásticos a los nuevos terratenientes. Los pobres permanecieron pobres. La persecución de comunistas  y otras fuerzas sociales empezó su marcha inexorable y muchos tuvieron que huir para salvar la vida.

En España (donde había ido Tina, se supo después, para coadyuvar  con los enfermos y heridos en la Guerra Civil), se agotó el ultimo aliento del radicalismo.  Los anarquistas creían con firmeza que a la violencia había que hacerle frente con la violencia, pero no fueron capaces de averiguar que unos voluntarios descamisados no podían hacerle frente la protección dada a Franco y los franquistas  por el Wehrmacht. Dogmáticamente, se negaron a aceptar la ayuda de Stalin para vencer al fascismo y se fraccionaron en grupos, peleándose  entre sí, al punto de sabotear la coalición en Madrid. Cárdenas dio la orden para que centenares de huérfanos españoles encontraran santuario en México, donde el nuevo gobierno les alimentaría y vestiría y mandaría a la escuela con el fin de que se convirtieran en ciudadanos mexicanos decorosos.

Cuando María Elena quedó embarazada, sintió  harto miedo, no por el embarazo, sino porque Arnulfo había desaparecido junto con tantos de los camaradas. A pesar de que se enseñaba a Lenin en las escuelas públicas, el marxismo se suavizó para convertirlo en mera táctica. Cualquiera que intentara seriamente hacer que el marxismo entrara en vigor era perseguido, encarcelado y a veces eliminado físicamente.  María Elena se sintió muy sola en Mixcoac, donde encontró una vivienda.  Le escribió a Raquel, pidiéndole ayuda, y Nicolasa hizo lo que pudo para facilitar su gestación. Vomitaba por las mañanas, lo que más odiaba en  el mundo, pero por otra parte su piel alcanzó una tersura reluciente, los senos le crecieron, y se volvió más hermosa que nunca. La naturalidad de sus facciones hizo que se viera bien sin maquillaje.

Si es varoncito, le pondré Marcos, pensó.

Por lo demás, la vida seguía su camino. Cuando podía, iba de compras en el canal de la Viga, remanente del imperio azteca, compraba baratijas en Tepito, hacía cola para el carbón para cocinar en la parrilla de cemento en su cocina, pues carecía de gas butano. Una fábrica de cohetes había estallado, matando a varios, esparciendo cenizas por toda la casa. No hubo más remedio que ponerse de rodillas y fregar el piso. Una vez buscaba algo entre sus cosas y encontró la punta de flecha cholulteca, y la apretó fuerte en su seno, preguntándose como sería abrirse las venas con ella.  El momento pasó, y con los ojos ardiendo de lágrimas no derramadas, lo guardó cuidadosamente, con pleno conocimiento de su significado sagrado.

Las cosas mejoraron después de que naciera Marcos. Ahora tenía quien le acompañara, tenía razón de ser. Le encantaba jugar con el niño quien le correspondía con sonrisas de alegría y aplausos.

— Los animales no le tienen miedo, le contaba a su vecina, la señora Morales. Juega con ellos como si fueran niños de su edad, dijo riendo. Sentía que Marcos tenía algo de San Francisco, pues los animales se le acercaban tranquilamente sin temor.

— Sólo tiene que poner el dedo al aire y una mariposa vendrá a posarse en él, dijo orgullosa. Parecen entender que no les hará daño.

La señora Morales tenía un lavadero doble en la sotehuela, y María Elena se acostumbró a que lavaran juntas para poder platicar a gusto. Marcos se colgaba de sus faldas, atendiendo  cada palabra, aprendiendo del mundo.

La señora Morales se jactaba  de su Jaimito, y María Elena nunca le llevó la contraria, porque el niño le daba lástima. Podría ser la presunción de su madre, pero tenía la agudeza de una piedra. La vecina confío en ella con cierto desasosiego como Jaimito le había cortado la cabeza a  una serpiente para exprimirle sus adentros, como con una salchicha. María Elena sonrió vagamente sin contestarle.

El señor Urquizu tocó desde un lado de la sotehuela, tosiendo discretamente. Emprendió un largo relato de como su esposa se había enfermado, y murió, pero él no completaba el monto para pagar el coche fúnebre que se la llevara. Las dos mujeres se adentraron en la casa para ver cuanto les quedaba en sus bolsas, esperanzadas que fuera más de lo que sabían que era. La señora Morales tenía tres pesos y María Elena unos siete y feria.

— Esa señora ya tiene dos días tendida en la recámara, con el marido y los niños durmiendo en el piso en la sala, siseó la señora Morales en voz baja. María Elena,  horrorizada, sacó hasta el último centavo así como lo hizo su amiga. María Elena había pensado en ir por las tortillas, pero le comentó que tenía tortillas viejas para hacer chilaquiles. Con gran gravedad el señor Urquizu aceptó el dinero y siguió su camino por la vecindad para tocar  a la siguiente puerta.
    
María Elena había conseguido trabajo en una lavandería- tintorería, donde tenía que manejar la plancha enorme de vapor, del tamaño de una mesa, para producir las sábanas y los trajes en perfecto estado. Cualquier botón o cuenta que faltara se tenía que reponer, aunque hubiera llegado así, y la tensión  desesperaba a María Elena, porque le pagaban por pieza, y esos detalles le atrasaban. Era un trabajo arduo, y cuando montaba el tranvía por la Avenida Revolución para llegar a casa, rezaba encontrar un asiento o al menos una correa donde colgarse. A veces pensaba que se iba a acostar en el piso del vagón, por el cansancio. De su sueldo tenía que darle algo a la señora Morales para que le cuidara a Marcos, que ya tenía sus cinco años y anticipaba el kinder al año entrante. Al menos allí lo cuidarían. Jaló la cuerda al llegar a Extremadura, y se bajó en un tumulto de gente. Se preguntó si debía ir  al mercado, pero optó por seguir su camino. Ya estaba cayendo la noche y estaba ansiosa de llegar.

Al llegar a la casa se dio cuenta de que los vecinos estaban agrupados en pequeños nudos en la calle.  María Ordoñez se le acercó corriendo, al verla.

— Es Marcos, lloró, le mordió un perro rabioso.

María Elena sintió que se le helaba la sangre.

— ¿Dónde está? Grito, corriendo a la casa de la Morales.

Marcos estaba sentado en la cama, con la mano vendada. Un perro había caminado cerca de él, y Marcos, recordando la alusión a San Francisco, le tendió la mano, saludándolo. El perro no miraba ni a diestra ni a siniestra, le clavó los dientes, rompiendo la piel. Siguió su camino cabizbajo, meciéndose.

Al momento en que Marcos vio a su madre, rompió en llanto. María Elena se jalaba los cabellos, sintiendo que iba a perder la razón.

— ¿Qué te pasó? Inquirió débilmente. La voz acobardada se le desvanecía, las lágrimas corrían por sus mejillas. Moriría, su bebé. Lo agarró  para sacarlo y llevarlo a su casa. Alguien había llamado al doctor Sosa, el doctor del barrio, y éste se acercó en el momento en que ella llegara a la puerta. El doctor le vio la mano y dijo con voz grave que tendrían que darle sus inyecciones antirrábicas. Veinte en el vientre, una cada día.

— Se salvará, doctor, dijo María Elena, un poco más tranquila frente a la posibilidad  de una cura.

— Sólo lo vamos a saber en unos días. Si se pudiera encontrar el perro estaríamos más seguros. Ahora voy a llenar el formulario. Tendrá que ir al centro, a Salubridad.

Una nueva crisis corrió por la mente de María Elena. ¡Tendría que dejar la tintorería veinte días! Imposible. A Marcos se lo tenía que llevar al trabajo.

Ese perro callejero le dio el mundo a Marcos. Vio los elegantes jardines, con sus fuentes rociando aguas de colores, los cines, los palacios, y luego, lo más espléndido, el Zócalo, los edificios centenarios  con sus pirámides retumbando bajo la superficie. Oro había allí, y osamentas humanas. Algo en el tezontle se extendió para envolverlo y recibirlo en su seno. El aire enrarecido, las iglesias  penumbrosas, el Palacio Nacional, se apoderaron de su persona  y reclamaban sus derechos sobre él. (La calle de Niño Perdido le daba pavor). Marcos en sus viajes cotidianos aprendió un conjunto de enseñanzas que no iba nunca a olvidar.

Allí estaba la gente como siempre había estado, las mujeres con una gracia innata, festejando al chiquillo, abrazándolo y besándolo como si les perteneciera. Los hombres, con sus dientes blancos  perfectos, mientras trabajaban en construcción o vendían mercancías en los puestos. Los niños de su edad  en el Alameda,  trabajando ya  al lado de su madre, cuidadosamente acomodando los garapiñados o los elotes en atractivos montones para la venta. Los organilleros, el tantán metálico de los tranvías, todo se hizo parte inalienable de su mundo, el líquido amniótico en el que vivía y respiraba.

El doctor le inyectaba  la panza, María Elena orgullosa porque nunca lloró, ignorando que la enorme aguja lo tenía en estado comatoso, pero entonces ya pasaba y era hora de los helados bajo los arcos del Hotel Majestic. Luego María Elena lo llevaba al trabajo, donde había convencido al gachupín que lo dejara, prometiendo que no iba a causar problemas, arreglando unos colchones en el piso donde lo podía cuidar. Entonces a las dos la señora Morales salía de su trabajo y  venía por él, para el largo camino por Revolución y llevarlo a su casa hasta que María Elena llegara al anochecer.

Marcos se recuperó plenamente, y pasaba el tiempo colgado de las enaguas de su madre mientras ella y la señora Morales lavaban en la sotehuela. Así absorbió los cuentos y chismes de cada día. A la Madre Conchita la mandaron a las Islas Marías por su participación en el asesinato de Obregón, Cárdenas dio los títulos a los ejidatarios. La niña de las planchas, en un pasmo de celos planchó la vagina de su rival. Marcos no entendía nada, pero se sentía incluido y eso le daba importancia.

— Lo mató mientras él dormía, dijo la señora Morales, refiriéndose a la tamalera de Atzcapotzalco.

— Pues que quería, replicó María Elena, era un borracho empedernido  y la golpeaba hasta que perdiera el conocimiento.

— Bueno, ya sé, pero hervirlo de esa manera toda la noche y hacerlo en tamales, y encima venderlos, francamente, es demasiado.

— Supongo que quería deshacerse de las pruebas. Sin embargo, de nada sirvió. Había unos huesos demasiado grandes, y alguien los encontró en el basurero.

— Tenía que estar loca, la pobre. Nada más es prueba de lo desesperada que se vuelve la gente bajo el yugo de la miseria.

— Uy, eso no es nada. Recuerdo que una mujer agarró a sus dos bebés y se tiró de unos de los hoteles de lujo en el Paseo de la Reforma, porque no podía darles de comer. Salió en el periódico, dijo María Elena, deprimida.
        
— Que ironía, dijo la señora Morales.

Un día María Elena vio a una mujer en el correo que le recordaba a Tina, pero cuando le sonrió e hizo un saludo la mujer dio la vuelta y se alejó. Sabía que Tina había estado en España, pero ahora después de la caída de Madrid, y la continuación del fascismo en su país natal, era de esperarse que volviera con sus amigos en México. Esa mujer parecía muy avejentada.  Con el rostro serio y chupado, parecía sufrir una terrible dolencia. Las palabras "mater dolorosa" le pasaron por la mente. Miles habían atestado la embajada francesa, otros tantos habían huido por los Pirineos después de la conquista de Cataluña. María Elena quedó preocupada, pensando que se había equivocado, si había visto un fantasma, o si en realidad era Tina que padecía algún peligro y estaba en la clandestinidad. ¿Sería todavía persona non grata?

Los tiempos habían cambiado. Cárdenas socorrió a los refugiados españoles. Incluso México puso un refugio en Francia para los republicanos que lograran escapar de España. En todas partes uno se enfrentaba con la interdental  "zeta" que al principio fastidiaba a María Elena. Superando los prejuicios, reservando su odio para la falange,  encontró a estos gachupines amables, extranjeros que con el tiempo se volverían  parte cabal de la mexicanidad. Encontró a Meli en la calle un día, incierta, preguntando por una dirección, e impulsivamente la llevó a un café de chinos, donde se hicieron grandes amigas. Gracias a Meli se enteró de los detalles del Frente Popular Español, donde miles de Republicanos, puño en el aire, juraban regresar a la España socialista.

Huyendo de las malas cosechas y de la inanición en Guangdong, los chinos llegaron al océano pacífico mexicano a fines de siglo. Liu Xi asistió a la escuela, como es natural, con niños mexicanos, algunos de ellos rufianes que le chiflaban cada vez que lo veían, jalándose los párpados, "Chino, chino japonés, come caca y no me des," riéndose de su imaginada listeza.

Liu Xi lo aguantó todo, así como su madre aguantó lavar ajeno, buscando de puerta en puerta. Su padre, un hombre instruido en artes medicinales, abrió un puesto de yerbas, donde también practicaba la acupuntura y daba masajes, en la sala de la casa en su departamento en el sótano de la calle de Allende.   El tiempo lo hizo conocido en el barrio, y el vecindario pasó por sus manos expertas, aliviando  la tensión, el dolor, los hinchazones y las reumas. Más adelante su mamó dejo de lavar fuera y cuando la miscelánea en el primer piso cerró, su padre la alquiló, y con ayuda de la Sociedad Benévola China de Tampico,  junto con sus ahorros, la abrió como cafetín.  Escondido tras Reforma a la altura de Bellas Artes, Garibaldi, el Teatro Iris y el Arbeu, el lugar se llenó rápidamente con los que iban al teatro, y los fines de semana había cola en la  noche. Sus padres fallecidos, Liu Xi, ahora Luís Liu, se había casado con una muchacha del lugar, y siempre se cuidaron de tener el mejor café, los mejores pasteles y los precios más bajos. El menú era de comida china y antojitos mexicanos. Accediendo a las arraigadas costumbres mexicanas de una cena ligera en la noche, ofrecieron churros y chocolate después de la diez.

Fue precisamente en el café de chinos donde María Elena vio a Diego, a Siqueiros y a Revueltas con una desconocida, en plena discusión. Siqueiros acababa de regresar muy cambiado de España con grado de  coronel. Esa mirada párvula de labios húmedos que llevó hasta la adultez desapareció, y su carácter también había endurecido. La experiencia republicana hacía que sus ideas resaltaran con mayor firmeza, después de experimentar en carne propia las luchas ideológicas en el propio combate, y los desastres de la guerra dividida y fragmentada por diferentes bandos intransigentes. La pérdida de la República le había decepcionado.

María Elena se les acercó, y después de saludarla e invitarla a sentarse, dejaron de hacerle caso. Diego, siempre caballeroso, le alcanzó una silla, pues las mesas sólo acomodaban a cuatro personas.  La presentaron a la mujer, que era amiga de Tina, y siguieron con la discusión que parecía estar al borde de tornarse violenta.

— Sé lo que estoy diciendo, decía Siqueiros acaloradamente, ¡si yo estuve allí! (Esto era una indirecta a Diego). Es cierto que la FAI y el POUM convencían en un principio como revolucionarios. Pero los anarquistas no podían juntar a mucha gente. Eran demasiado locos, demasiado indisciplinados. Había que neutralizarlos.  Al contrario,  el partido se fortaleció  cuando sacó al POUM de sus filas.

— Claro que la táctica es importante, aceptó Diego, pero no  puedes negar tu propia personalidad. No puedes seguir órdenes como un robot. No olvides que los vascos buscaban su independencia, a la que tenían derecho.

— ¡Independencia! Exhaló Siqueiros, furioso. Estás hablando pura caca. ¿Cómo te atreves a hablar de independencia en medio de una guerra civil donde la vida misma depende de la  unidad?  Esos hijos de puta — refiriendose al POUM— ayudaron  a los franquistas que se concentraran en Madrid gracias a  sus maniobras de diversión con lo de Cataluña.

Diego estaba visiblemente molesto. Entendía lo que decia su amigo, más algo en él se resistía a postrarse ante la disciplina ajena. El mismo trabajaba en el andamio diez y ocho horas seguidas, olvidando hasta la comida, pero eso era distinto.

Olfateando sangre, el coronelazo continuó.

— El POUM se convirtió en enemigo de la República. ¿Cuál otro enemigo hubo? ¡Franco! Con eso te lo digo todo. Lucharon a capa y espada en contra de la creación del ejército popular,  alegando que la clase obrera iba a caer bajo el talón de los comunistas.

— Sé que hay que movilizar a la gente, replicó Diego. Nada  más hay que asegurar la democracia interna, eso es todo. Fue Caballero, no la FAI,  que se negó a armar a la población.

— En ese caso puede que tengas razón, concedió Siqueiros. Ese fue el problema. Caballero  quería dejar  el frente íntegro a toda costa. Pero eso no justifica que el POUM llamara al frente el partido burgués, y declarar que los iban a enterrar.

Siqueiros se sirvió  de la cafetera y probó sus enchiladas suizas.

— Hablas de la democracia. ¿Cuál democracia tenía el POUM? La FAI habla de democracia pero quiere matar al que no esté de acuerdo con ellos. ¡Mira como asesinaron a Roldán Cortada a sangre fría! ¡De la UGT! ¿Qué democracia es esa? Ponte a pensar, Diego, rogó David Alfaro.

María Elena intuyó que la pasión de Siqueiros fue motivada por el cariño que le tenía a Diego, pero ese respeto estaba en entredicho.

— No digas pendejadas, David, irrumpió Revueltas. La FAI y el POUM estaban contra Franco y tuvieron los huevos de enfrentarse a la falange con los puños, si fuera necesario. Ya ni hablemos de la pinche iglesia.

Revueltas traía una botella de tequila en una bolsa de papel, de la que se servía en un vaso.

— Además, Siqueiros dijo, exaltado. ¿Qué carajos te hace pensar que vas a ganar simpatizantes si los atacas en lo mas íntimo de sus creencias? ¿Como crees que te van a apoyar?

— No queremos supersticiosos y reaccionarios de nuestro lado, insistió Revueltas, sorbiendo su vaso y dominando la conversación, ya que Diego se quedó mudo y deprimido. ¿Estás hablando de la unidad sin principios? Sólo se sustituye un amo por otro. ¿De qué te sirve derrocar a Franco si caes en los brazos de Stalin? Los Soviéticos mandaron armas, dinero, personal. ¿No me vas a decir que fue por la grandeza de su alma?

Siqueiros se puso de pie.

— ¿Qué pretendes, que hubiera sido mejor que la URRS  se cruzara de brazos? Actuaron heroicamente, dadas las dificultades que padecían.

Siqueiros los vio un momento, como si quería decir algo más, como si esperaba que ellos aclararan algo. Entonces dio la vuelta, la cara convulsionada, y salió del café.

— Y ahora tenemos a Trotski en México, fue su último tiro.

María Elena, nerviosa, trató de cambiar de tema  preguntándole a María Luisa si sabía algo de Tina. Le contó lo que había visto en el correo, pero María Luisa dijo no saber nada.

                    
                    ************

En tiempos de la Primera Guerra Mundial, los alemanes se acercaron a las organizaciones patrióticas mexicanas para que apoyaran a su bando a cambio de la devolución de las tierras robadas por los gringos. Ahora las cosas habían cambiado y los comités de la defensa civil organizaron sendas manifestaciones patrióticas en un decidido rechazo al nazismo. Los comunistas, respaldados por  los aliados de la Unión Soviética, habían  regresado con creces. La universidad era un hervidero de agitación estudiantil, donde Siqueiros,  Diego y Frida hacían frecuentes discursos, allí y  en Bellas Artes. La falange de  camisas doradas eran asiduos  manifestantes también, pero los obreros y taxistas en zafarranchos en el Zócalo los ponían  como campeones una y otra vez, para  que no hubiera  duda alguna donde quedaba la voluntad popular. Las ideologías de la Segunda Guerra Mundial se desenvolvían también en las calles de México. Las mujeres se metieron en la política y postularon como candidatas.  Lombardo Toledano se dedicó a organizar convocatorias masivas anti-fascistas. Los campesinos aprovecharon los tiempos, materializando grandes caravanas de hambre hasta la capital. Los camioneros y telefonistas estallaron huelgas, sin más  resultado de que se les negaran las prestaciones. El gobierno se apresuró a aparentar solidaridad con los trabajadores del país y apuntó a líderes sindicalistas que luchaban por el  derecho  obrero, pero de dientes para afuera. Debían representar supuestas reivindicaciones siempre y cuando  no lesionaban los intereses corporativos nacionales e internacionales.  Era la época de grandes fortunas amasadas inexplicablemente por los servidores públicos.

Grupos de campesinos desesperados se sumaron a las filas del "friendship bracero program" para que llenaran los huecos que dejaban los obreros americanos que se enrolaban en el ejército en Estados Unidos. Marcos, a los diez y ocho años, sin trabajo, habló con su madre y decidió irse a California. Después de todo tenía una tía allá, y a pesar de que estuviera de gira ella, podría  quedarse con parientes por desconocidos que fueran.

No fue fácil. En la Ciudadela había colas interminables,  horas de espera, cédulas, huellas digitales, exámenes médicos, sobornos, cada día había algo nuevo que pagar.  Los desnudaron y les echaron DDT. Luego hubo separaciones llenas de lágrimas. Los braceros besaban esposas e hijos, como si ellos también partían para la guerra.

Al fin les asignaron la reunión en Buena Vista y emprendieron el camino bajo vigilancia armada. Cien mil se fueron ese primer año. La cifra subiría a cuatro millones, 80,000 de los cuales trabajaron en los ferrocarriles.

El programa de braceros, Marcos llegó a darse cuenta, estaba formulado para el beneficio del capitalista norteamericano y el burócrata mexicano, sobre las costillas de los trabajadores, que recibían 30 centavos diarios. El diez por ciento fue retenido para el seguro social, que nunca pudieron cobrar. Cuando ya no los necesitaban, eran expulsados del país.

Llovió gran parte del trayecto.  La luna estaba rodeada de un cerco luminoso de colores pálidos que indicaba frío. Sobre la marcha se juntaron otros reclutas, campesinos haciendo la intentona de trabajar en campos ajenos.  Durmieron en asientos de madera  en el tren, tiritando bajo sus jorongos. En la frontera hubo complicaciones. Algunos de los hombres no estaban debidamente registrados y trataron de cruzar ilegalmente. Fueron detenidos,  aunque Marcos luego se enteró que habían cruzado, no obstante, en la oscuridad.

El programa del bracero no fue bien visto por la izquierda norteamericana. Entorpecía la sindicalización, manteniendo los sueldos por debajo del mínimo. A Marcos no se le permitió que se bajara en Los Angeles, y tuvo que quedarse con un cargamento de compatriotas destinados a la pizca de frutas y hortalizas en Stockton. Con el tiempo empezó a hacerse patente que no era ya una persona, sino un instrumento sin derechos ni libertad de tránsito. No se le permitió trabajar en la industria, para que los sueldos de los trabajadores agrícolas  no figuraran en el salario competitivo. Experimentó el racismo por primera vez. Se enteró que en Los Angeles, los periódicos empezaban a causar agitación anti-mexicana que iba a desembocar en la redada de 600 jóvenes mexicanos en una series de "pachuco raids".

                    ************













LAURO
Arturo de Córdova. Un hombre común se casaba, tenía hijos, se iba a trabajar para mantenerlos. No así Arturo. El era demasiado neurótico, demasiado preso por los demonios. Hablaba demasiado, era un alcohólico buscando su muleta, un marido obsesionado y paranoico. Las cosas no eran fáciles con Arturo.  Películas  noirs barrocas que tenían más que ver con la  locura en las mazmorras de los conventos que con los sofás freudianos. Uno sabía que el closet de Arturo estaba repleto de demonios goyescos del inferno.

Luego estaba Dolores. Tan estirada, tan correcta. Siempre en el templo, las manos entrelazadas de angustia. En esto era como tantas otras- Libertad, Rosita, Marga. Aún así, había algo distinta en ella, algo difícil de precisar. Entendías que algo había. Era un témpano de hielo. ¿De dónde salía tanta pasión, entonces? Lolita también tenía sus secretos.

En Los Angeles, María estrenaba  su película más reciente. Miércoles de Ceniza. Lauro compró su boleto de a veinticinco centavos y entró en la oscuridad estrepitosa. A María la estaba violando un sacerdote.

Después Maria le gritó a unas monjitas. "Quiten esas manos de allí." --- chasqueó—golpeándoles las manos para que soltaran  el coche --- "No me hable siquiera de ayudar a esas ratas." le gritó al notario que viajaba con ella en la limusina.

La película trazaba la iglesia como un mal verdadero. Pero en otros momentos, la nación tenía que reconciliarse por el bien del país. Lauro comía sus garapiñados, fascinado.

"Huele a quemado," decía María. Estaban en un tren desde Veracruz. Colgados de los postes telegráficos,  lo cristeros, kilómetro tras kilómetro.

— Mira, dijo una gorda a su marido, ¿viste como estaban colgados? La gorda se encargaba de un comentario corrido por toda la película, dando explicación de cada persona, lugar, o cosa, indicando sus partes, cualidades y características, preocupada que a alguien se le iba escapar alguna detalle. Había niños corriendo para arriba y para abajo de los pasillos, jugando a las escondidas.

En Buenavista, María se llevó el libro del Doctor  Lamadrid en el punto de inspección,  sabiendo que él tenía algo que esconder. "Venga por él a mi casa," dijo suavemente, mientras usaba su salvoconducto otorgado por el gobernador. "Tiene palancas con  el gobierno," dijo la gorda. "Se lo va acoger," gritó un pelado en oscuridad, y sus amigos se rieron. Lauro se molestó; trataba de concentrarse.

El doctor Lamadrid vino por el libro, y el pelado tuvo razón. María le aventó los calzones. Pero no iba a ser. Una relación medio lésbica con Andrea Palma, Arturo besando su escapulario diciendo "Yo soy sacerdote, Victoria," para dar el sacramento de la extremaunción a una pobre puta que se moría el la recámara de Victoria, y la película terminó.

"Ayúdame, Dios mío."

Las taqueras hacían embotellamiento en las puertas del cine.  Lauro aspiraba los olores-- queso, chorizo, chicharrón. Se le hacía agua la boca. Puede que el chorizo no esté bien cocido. Uno de hongos y uno de chicharrón. Caminó por el bulevar hasta llegar a la casa.

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Era navidad. De esa manera peculiar al sur de California durante la temporada, hacía frío en la mañana, para calentarse al medio día. La gente andaba a diestra y siniestra llena de paz en la tierra, de buena voluntad hacia los hombres y el tintineo de las campanitas de los renos imaginarios. Tinkle,  tinkle, como si esperaban la nevada de un momento a otro. Lauro caminaba por el Hollywood Boulevard, mirando a los Santa Closes y sus rumiantes cérvidos pintados en gouache que se asomaban por los escaparates.

Un hombre en sus años treinta estaba sentado en la acera, pintando la ventana para los días festivos. Lauro no se dio cuenta de que le había clavado la vista, y permaneció, pasmado, viendo las venas braquiales mientras extendía la mano para la pincelada. Lauro se quedo inmóvil.

— Quihúbole, sonriendo un poco, conciente del efecto que causaba, y denotando amistad. Lauro se enamoró al instante. Para  tapar sus emociones, se puso todo serio.

— Bonito dibujo, dijo con sinceridad. El hombre tenía talento.

— Sólo trato de darle de comer a mi familia. Comprarles regalos a los niños. Los tiempos están difíciles.

Lauro también pintaría escaparates. Entonces él y su amigo formarían un equipo, y pintarían juntos. Su fantasía los vio juntos en todas partes, pintando, compartiendo, comulgando. ¿Valdría como pintor? Sólo había una manera de averiguarlo. Se apresuró a casa para pintar unos Santa Closes y renos como muestras. Al día siguiente  febrilmente se metió en el interior de una tienda del Bulevar.

--- Con el gerente, por favor, pregunto tímidamente, pero envalentonado por su visión interna.

El gerente recibió los dibujos con interés.

—Cuánto, preguntó.

Exacto, ¿Cuánto? No tenía idea. ¿A quién preguntar? Demasiado, y le rechazarían. Poco, y le robarían, perdiendo tiempo y dinero en la compra de artículos. Estaba resentido de que a él le correspondiera nombrar el precio, en vez de que el manager le hiciera una oferta para ver si él, Lauro, la aceptaba.

—  Diez dólares, dijo finalmente. Por lo visto la cifra era baja, y el trato se hizo.

Lauro pasó el día siguiente feliz pintando vidrios. Pintó la ferretería, el salón de belleza y la liquor. Unos días después vio a su amado por la calle pintando una ventana. Fue hacia él, el corazón latiendo fuertemente en el pecho.

--- Hola, amigo, dijo aquél. El tono ya no era amigable. Puso énfasis en la palabra "amigo" de tal manera que parecía decir "pérfido". Lauro se percató de lo que había hecho. Lo había traicionado. Había malbaratado el mercado y su hombre estaba ya  imposibilitado para ganar dinero. Le había arrebatado los regalos de navidad de sus hijos. Aprendió una lección amarga; todo lo que se gana le quita a otro, tan necesitado o más.

Lauro nunca volvió a pintar un escaparate.

                    ************

Lo único que salvó a Lauro fue la beca que le otorgó la escuela de arte Chouinnard. Raquel con gusto le pagaba la renta de su departamentito en la calle Alvarado para que  asistiera sin tener que trabajar, cosa que hubiera sido imposible. Vino a cerciorarse que el lugar fuera "decente" y ponerle unas cortinas.

— Ya  colgaron unos trabajos míos en el pasillo de exhibiciones, dijo con timidez. No sé si podrás venir a verlos.

— Oh, cariño, perdóname. Me voy al Sur otra vez, y no tengo nada preparado. Tengo que hacer las maletas. Ven, mi amor y dame un beso.

Lo anegó en un mar de pieles que olían a Chanel, y sintió su calor. Quizá era tan tierna con él para contrarrestar su negligencia.

— Si  necesitas algo llamas a Papá, ¿me lo prometes? Lauro asintió con la cabeza. Busca tu cheque en el correo alrededor del quinto día de cada mes.

— Y ve a ver a Chona de vez en cuando. Ya está vieja y medio cegatona. La haría tan feliz. ¿Prometido? Lauro volvió a asentir.

Ya no había nada mas que decir.

— Te llamo un taxi, dijo Lauro.

Raquel volteó e hizo un ademán. Asumió una pose, como si quería que la retratara así. Y se fue.

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A Lauro le gustaba Chouinnard, pero le costaba  tener amistades. Todo era competencia, y sus amigos eran capaces de voltearse en contra suya si la dirección le daba  mayores reconocimientos que a ellos. Lauro se sentía perdido entre los garabatos y bolitas  de caca que se alentaban en algunos trabajos. A él le interesaba el Cinquecento, y le era difícil  adaptarse  al modernismo expresionista. Estaba sólidamente fundamentado en la técnica, la cual alababan sus maestros, pero esto le perjudicaba cuando se trataba de experimentar con cosas nuevas, y él mismo se sentía restringido por su dependencia en la destreza en el empleo de recursos y procedimientos, sacrificando ideas nuevas. Tercamente  negaba  arrojarse en el abandono. Veía a los obreros latinos en el parque MacArthur por las mañanas y sabía que Jackson Pollock les parecería una broma pesada. ¿Cómo llegarles? ¿Cómo hacer la síntesis? La respuesta le eludía. Esa cacareada  libertad era una contradicción, puesto que en el momento de alcanzarla, se hacía obligatoria y dejaba de ser libre. Si pintaba para sí sólo, a nadie le interesaba; si se comercializaba, dejaba de pintar lo que él quería.

El anti-arte. La búsqueda incesante por la novedad le cansaba, le hacía preguntarse si realmente valía la pena. ¡NUEVO! ¡NUEVO! ¡NUEVO! Los eslogans anunciaban el combate por cada orificio de los maestros. ¡Innovación! ¡Hazlo diferente! ¡Exprésate! ¡Futurismo! ¡Cubismo! ¡Dada! ¡Expresionismo! ¡Surrealismo!¡Existencialismo! ¡ POP! ¡ Pónle arena! ¡ Pégale fichas de botellas de Coca Cola!  ¡Pónlo de cabeza! ¡ Gana dinero, genio!¡NUEVO! ¡ NUEVO! ¡NUEVO!¡ DIVERSIÓN! ¡ DIVERSIÓN! ¡DIVERSIÓN!

Lauro sentía que sólo le interesaba dibujar algo reconocible, y hacerlo bien. Sentía que los compañeros lo trataban con una mezcla de desprecio y envidia.

A pesar de todo, hacía lo que amaba, y asistía con entusiasmo. Llegaba temprano para la primera clase: dibujo natural. Amaba el salón  cavernoso amontonado de caballetes. Amaba a la modelo, que sin tapujos dejaba caer la bata y pararse en cueros ante el mundo. A veces la modelo era una anciana, algunas veces una gorda, a veces un hombre. No era asunto personal. Trataba de como caía la luz, como corrían las líneas, como se manifestaba el volumen; eso era lo que interesaba. Pintar era ver, ni más ni menos. Con el tiempo llegó a dibujar el aire.

Sus cuadros y dibujos aparecían con frecuencia en el corredor, que servia de galería. Cuando se recibió su generación de alumnos  lo nombraron magna cum laude. Se sintió satisfecho, pero Richard fue el único que pudo asistir a la ceremonia.

A pesar de vivir en la misma ciudad, no se habían visto en tres años. La distancia era más que geográfica. Lauro sintió una conmoción fuerte al ver como su padre había envejecido. Encorvado, de pelo blanco, Richard le sonrió y dio un abrazo,  felicitándolo.  Lauro intuyó que su  padre hacía un esfuerzo para aparentar estar libre de cuidados, pero que en realidad estaba preso de algún dolor  del  que era demasiado orgulloso de acusar. Lauro vio el remordimiento, indecible, que se cernía sobre Richard como un cerco de aire cálido que lo sofocaba.

Richard invitaba. Irían a  Clifton's Cafeteria, en Pershing Square.

A Lauro le gustaba estar con su padre, como dos adultos. No había duda de que el parentesco les hacía  sentirse afines. También existía el rencor de ambos lados, y la relación se quedó congelada donde estaba. Amigos y enemigos a la vez. Incomprensión
y certeza de que eran demasiado íntimos.

Lauro pidió la comida americana con gusto. Se veía tan bonita. Cuando empezó a comer, sin embargo, se desilusionó de nuevo de lo desabrido que estaba todo.

— Le falta chile, se quejó con su padre. Richard sonrió y sacó unos serranos de una bolsa de papel.

—Que bien me conoces, rió Lauro, entrándole al macarrón con Velveeta. Su padre buscó de nuevo. Ahora a él le tocó hablar con timidez.

— Te traje esto, dijo.

Era un reloj caro. Lauro se sintió conmovido. Richard ya trabajaba poco, y resentía su necesidad de la ayuda de Raquel. Lauro supo el sacrificio que representaba aquello.

Pero ni la misma Raquel podía seguir incesablemente. Había escrito desde Montevideo que ésta iba a ser su última gira.

Raquel había comprado una casa en El Monte. Se habían cambiado de Bunker Hill, pero todavía estaban en una colina sobre la ciudad. Chona odiaba la casa porque ya no podía subir los escalones con facilidad, y quedaba a distancia de la parada de autobús. Ora limpiaba poco, solo lo más esencial, y pasaba largos ratos al sol en el porche, soñando de los viejos tiempos cuando abanicaba la estufa,  confeccionando  platillos  que estaban para chuparse los dedos. Comía poco ya, y solo algo a la mano, que no implicaba esfuerzo. Un taquito.

Richard por su parte pasaba la mayor parte de su tiempo en un cobertizo atrás que había convertido en un taller de carpintería- lo que realmente le gustaba. Chona a veces se confundía y le llamaba "Margarito". Richard le sonreía indulgente, sin saber de quien se trataba. Richard amaba la sensación y el olor de la madera , la cola hecha de pezuñas, que calentaba en una parrilla. Tallando, lijando y puliendo, era feliz. A veces le comisionaban para un juego de comedor, y ganaba lo suficiente para sus gastos de un mes a otro.

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Lauro consiguió trabajo en el Valle Imperial, trabajando en publicidad de una compañía dedicada a fomentar el comercio de productos agrícolas. Incapaz de entender como funcionaba la economía, duró a penas un mes. El jefe, dueño de la compañía, se apellidaba Buchanan.

— Esas mexicanas son bonitas cuando están jóvenes, pero se afean rápidamente, decía, dando a conocer su lascivia para con las mexicanas a la par que rechazaba el pueblo en su totalidad.

Una vez a Lauro le pidieron que expusiera su trabajo ante los clientes.

— Ten cuidado de lo que digas, exhortó Buchanan, sus dedos gordinflones agarrados del codo de Lauro, lastimándolo. Gillespie es miembro de la John Birch Society.

Bajó la voz reverencialmente. El granjero gordo con presunciones de publicitario se rascó los huevos con energía. El papel de  good ole boy le daba un amaneramiento de familiaridad. Gillespie, el anticomunista, esperaba, fumando su puro y dándose importancia.

Lauro expuso su presentación, señalando la efectividad de la sencillez de su diseño para el reporte fiscal de la compañía. Gillespie chupó su puro gruñendo. Bonnie, la secretaria de las buenas piernas, trajo el café, y la conversación cobró mayor informalidad.

— El centro comercial está creciendo, dijo Buchanan. Cada día hay más oportunidades para hacer publicidad.

— Va a estar bien mientras no dejen entrar a los niggers y a los mexicanos, repuso Gillespie, soplando humo.

— Los mexicanos trabajan muy duro en los campos, aventuró Bonnie, como si hablara sola.

— No les importa, Gillespie rió estrepitosamente, están cerca de la tierra, por chaparros. Los morenos trabajan en el calor y ni lo sienten, mientras un blanco se moriría con ese sol.

Lauro no dijo nada. Bastantes veces le habían indicado que su trabajo pendía de un hilo. Al fin, rompió el silencio.

— Soy  mexicano, dijo, con  dignidad. Y—volteó hacia Buchanan--- las jóvenes envejecen temprano porque su única opción son  trabajos forzados en los campos  que pagan a penas  lo suficiente para seguir trabajando.

Los demás hicieron caso omiso de su presencia. Esa misma tarde Buchanan le llamó a la oficina para firmara un papel que "acordaba el desacuerdo." Partió inmediatamente después.

Lauro regresó a su departamento e hizo las maletas. Al día siguiente temprano se encaminó a la estación de autobuses, y volvió a casa, volvió al este de Los Angeles. Mirando por la ventana del camión,  reflexionó rencorosamente sobre el desfile de residencias gringas  que volaban por el vidrio. La gente blanca tratando de mantenerlo todo limpio, con blancas cercas de estacas, tumbando árboles,  poniendo cemento, regando agua a raudales para el césped, barriendo, haciéndolo todo  primoroso pero en realidad vasto y feo. Casas de madera, como si el desierto fuera la Inglaterra campirana. Casas endebles que exigían temperaturas artificiales, que se quemaban  en cinco minutos hasta quedar reducidas en cenizas, en vez del adobe aguantador que el desierto  aprovisionaba. Lo que más le chocaba eran los céspedes que solo se saciaban con exceso de agua sintiéndose jardines neblinosos, abominaciones en el desierto seco, aves enrarecidas en el éter, nutridos a un costo exorbitante para salvar sus primorosas plumas verdes.

En el telón de fondo,  mexicanos obscuros trabajando  los campos, hambrientos, silentes, dejando los pulmones con el artritis y el lumbago y los cánceres pesticidas.

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Lauro pintaba una tela grande alegórica sobre el bien y el mal. Inspirado por Bosch, y la visión católica del infierno, podría tener matices políticos.

—Después de todo, dijo para sí, los misioneros usaron dibujos para hacerle proselitismo  a los indios-- yo no puedo hacer menos.

Había fumado un frajo y bebido una cantidad de vino, y  la pintura  sobre tela se embarraba y escurría a la vez  que sus pensamientos conjuraban en frenesí sus demonios. Escuchaba a los muchachos del barrio gritando porque eran incapaces de hablar en tonos normales.  Ráfagas de cumbias soplaban por la calle  con golpes ensordecedores. Es la única manera de pintar, pensaba. La malignidad de la guerra --- thalo y negro y café y ocre--- ríos de sangre carmesí alizarina, cuerpos del holocausto desamparados, y los ricos, ascendiendo a la bóveda celestial, con sus tocados y manicuras, estando  encima de todo.

Para esto, Lauro estaba briago ya.

— Ay va, más vino. Embarradura. Duele, duele. Se siente horrible. Duele. Duele, pero es la vida— es la vida—hagas lo que hagas, todo va a salir mal. Es el secreto de la vida— pase lo que pase, te levantas y sigues adelante. Tajo, roce, golpe.

— Voy a ser pintor, pase lo que pase, refunfuñó.

Lauro encendió un cigarrillo y tragó café, que ya estaba frío después de su diatriba interna.

—Me han pateado en el estómago, me han insultado, los hombres que negaban admitir interesarse por mí, siguió su invectiva. Pero no me importa. Amo el barrio. Amo a las madres gordas cuidando a sus hijos. Amo a los teporochos, amo a los chicanos aburguesados que hace 10 años fumaban mota en el patio trasero y ahora andan de traje y corbata tratando de "relacionarse". No importa si se han vuelto burócratas o están tratando de convencerte que aceptes a Jesucristo como tu salvador personal—siguen siendo pájaros nalgones –siguen siendo mi gente. Ser latino es cosa dulce, perro.

Los gringos le habían estafado. Había hecho un gran esfuerzo de pertenecer a la sociedad, de ser aceptado, de intentar el  éxito, y había sido sólidamente  eliminado por una sociedad hostil que no tenía lugar ni para él–ni para otros tantos millones, y al despojar de su alma   los últimos vestigios de la aceptación encontró la libertad; se dio cuenta de que no necesitaba la despreciable clase dirigente que pretendía chantajearlo emocionalmente para que se quedara  en su lugar. El siempre había tenido la razón. Las presiones que ejercían  para tener al rebelde desocupado y fuera del sistema, a la defensiva y mudo, eran inútiles al encontrarse con la verdad, la clara verdad que se gana solo a lo largo de una vida  de cabezazos.

Lauro se rió a carcajadas.

–Creen que son superiores, pero yo sé algo que ellos ignoran. Todos diferentes y somos iguales.

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RAQUEL

En el avión Raquel pensó en su vida. Poco introspectiva, al tiempo que maduraba empezaba a preguntarse que es lo que hacía realmente. Había renunciado, prácticamente, a su matrimonio y a su hijo, algo que le hacía sentir culpable, pero en el plano intelectual  se convencía que lo que hacía era aceptable, pues ¿para qué la iban a querer si iba a hacerles la vida imposible? Que todo fuera para bien. Al fin y al cabo, se encargaba de que no les faltara  nada. No dependía de ella, eran las circunstancias (¿el destino?)  que la apresaba y no tenía opción más que seguir su camino.  Recordó el día de su quinceañera, y Doña Ramona. Aún a esa temprana edad se rebelaba ante un matrimonio convencional.

–Dios mío, dijo en voz alta.

¿Hacía cuánto tiempo?  Todos los amigos de los tiempos en Hermosillo, con excepción de Chona y Jacinto, habían fallecido. María Elena murió cuando Raquel actuaba en Nueva York, y ella no pudo asistir al entierro. No quería pensar en ello. Lo  que sí le conmovía  era saber que ella pertenecía a grandes números de personas que se sentían feliz con su talento. Había triunfado, y estaba en su apogeo. Satisfacía algo muy dentro, algo en el tuétano, algo en las profundidades misteriosas de la vagina. Lo hacía porque no podía hacer otra cosa. Ella no había escogido su vida, la vida la había escogido a ella. Ahora la  compañía empezaba su gira por el Sur. Miró por el avión, poblado por los miembros de la compañía. Representaban algo de cada país, tango, ranchera,  la música de los incas con sus tambores y flautas. Raquel tenía tres números, todos  hits, todos característicos de su personalidad. El que más le gustaba era Fumando Espero, con el que pensaba derribar a los porteños. Estaba alterada con la expectativa, y nerviosa. Sabía como eran de vulevú, pero ella tenía la certeza de que podía fajarse para conquistar a su publico canyengue.

Habían pasado a la historia aquellos tiempos en que tenían que actuar en escenarios rotos e inclinados, que amenazaban la propia vida. Ya no volverían a actuar en pueblos polvorientos donde nadie sabía quienes eran y a nadie le importaba.  La presencia latina en Hollywood había menguado después de la guerra, ya no necesitaban de su lealtad, pero aun así,  cada día los actores y el público se habían enriquecido culturalmente, madurado desde los barrios de la Patagonia hasta El Paso y Los Angeles. La Compañía Raquel Durán se había convertido en una fuerza artística. En el largo vuelo a Venezuela, se quedó viendo a los músicos y artistas que viajaban con ella, al productor Warren Wexler, el suplente de Mr. Metcalf, a los bailarines durmiendo en el regazo de algún otro, a los de la charanga, Roberto con su enorme nariz y pelo largo, a las niñas eternamente preocupadas por su tocado y maquillaje. Aquí estaba su familia. Aquí era donde quería estar. No tenía remordimientos de nada, porque no dependía de ella. Cerró los ojos y durmió.

En Caracas–la ciudad de los tejados rojos—actuaron en el  Teatro Municipal. Raquel quedó encantada con la belleza de la Plaza Bolívar, mientras entraban  a ver el escenario. Era un teatro de primera y el manager había llenado su camerino de flores. Le habían dado una encargada del vestuario, Maribel, que se hacía responsable de los cambios. Una mujer mayor, hábil, que había trabajado en vodevil en su juventud. A Raquel le cayó bien de inmediato. Desaparecieron en el camerino para desglosar los trajes complicados que parecían tan sencillos en la función. Ahora los tramoyistas tenían que ensayar los apuntes para el telón y las luces. Había gente afinando  sus instrumentos, cosa que nunca dejaba de molestarle. El ensayo iba a tardar varias horas todavía, y se extendería hasta bien entrada la noche, con poco sueño, pues la función era del día siguiente y el ensayo final era indispensable. Si el ensayo fallaba, la función estaba garantizada como un éxito. Raquel nunca se preguntó que pasaría si el ensayo  fuera impecable. El proceso tenía algo de brujería. Siempre había altercados, y el estreno, al menos en lo que la gente se daba cuenta, corría sin tropiezo alguno. Sus asuntos terminados por el momento, Raquel salió a disfrutar de la plaza y del sol.

Un hombre extremadamente guapo estaba sentado en una de las bancas, y la miró al pasar ella. Su pelo crespo y la piel color de miel oscura enmarcaban una bemba que parecía haber sido dibujada por un maestro. Ojos verdes, macizo como tantos venezolanos, alto. Sin pronunciar palabra, ella se acercó a la estatua ecuestre en el centro de la plaza, con sus pichones chabacanos y groseros, pensando en Bolívar y en lo que significaba. La estatua tenía puntos de contacto con las de Morelos, o Villa o Zapata, y se le hacía conocida. Sintió una punzada al pensar en Ramiro, el villista de la familia, quien tan temerariamente había ofrecido su vida. Lágrimas  brotaron a sus ojos. Había muerto porque se había negado a dar un paso atrás, porque eso hubiera sido  una traición, y eso no lo era capaz de hacer. Importaba poco que su muerte fuera anónima, conocida solo por la familia. Había millones de muertes anónimas, pero su sangre había nutrido la tierra de donde nuevas generaciones brotaban. Millones muertos, en México, en Venezuela, en todas partes, dando la vida para ser libres de la pesadilla colonial que parecía no terminar nunca. Como en los sacrificios aztecas, muchos murieron para que otros siguieran viviendo.

Aquí estaba en casa. Sus ojos recorrieron a un afiche que estaba pegado en la pared con engrudo. Era un retrato carcomido de Pedro Vargas, "El tenor de América"que había estado en el Municipal hasta la semana  previa. Raquel tomó la determinación. Allí, a los pies del Libertador, renunció a su ciudadanía y se transformó en latinoamericana.

Las puertas de la catedral estaban abiertas, y Raquel entró para examinar sus pensamientos. Era como si la presencia de Eduwiges fuera palpable, regañando al Montecasino. ¿Que importaba, ya, a estas alturas? Tenía que pensar en la función. El hombre, Rengifo, había entrado en la catedral y ahora se sentó junto a ella. Presionó su pierna contra la de ella agradablemente.

El estreno fue todo un éxito. En una series de actividades agitadas, el candidato Carlos Delgado y su séquito se acomodaron en los palcos y Raquel estaba preparada  para el coronelito golpista. En un momento inusual, se paró en frente de las candilejas antes de que subieran el telón y esperó a que todos callaran. Saludó al candidato, humildemente agradecida por su asistencia, y esperaba que sus pobres esfuerzos complacerían a él y al pueblo venezolano.

—Hace casi  ciento cincuenta años--- continuó--- el Libertador de América hizo el Juramento del Monte Sacro en Roma, que no descansaría nunca hasta no ver a nuestro continente libre de la dominación española. Ayer me encontré a los pies de Bolívar afuera —sus ojos dieron con  el lugar donde Pedro Rengifo estaba sentado en primera fila--- y me di cuenta que Bolívar es tan libertador mío como vuestro. Nosotros también tenemos libertadores que son hermanos y hermanas de Simón y Manuela. De hecho, no hay diferencia entre nosotros los mexicanos y ustedes los venezolanos. Todo lo que compartimos es mayor a lo que nos divide. Dedico la función de esta noche a NUESTRA AMÉRICA.

Antes de que pudieran empezar los aplausos se abrió el telón para develar un alborotado joropo llanero, seguido por una cumbia venezolana con bailarines a toda vestimenta en un brillante despliegue de colorido. El público se puso de pie y gritó sus vivas, aplaudiendo como locos. Antes de que terminara el número salieron los mariachis con La Negra como final. Acto seguido, Raquel se apoderó del escenario, sola, con Fumando Espero, y cerró la primera mitad.  

Al día siguiente, Raquel era el brindis de Caracas.

El coronel le mandó doce docenas de rosas a la suite. Los periódicos querían entrevistas. Todo se lo pasó a Pedro Rengifo, su nuevo secretario. Fue Pedro quien concertó una gira en barco por el Orinoco, donde desaparece el tiempo.

Raquel cambió para siempre cuando vio el Amazonas. La jungla, las orquídeas silvestres, la flora carbonífera, la sensación de regresar a la edad de la memoria. En su imaginación veía las aves fantásticas, el cacao, los helechos, las lianas, los ocelotes, los caimanes distendidos en las riberas, el enjambre enmarañado del manglar. Se quedó viendo por el pasamano del barco a la vegetación crepuscular, de un verde negruzco, mientras se recorría con paso majestuoso por el agua. Una anciana indígena, vendiendo arepas, se le acercó.

—Mi nieta supo de usted por el periódico, dijo, sonriendo tímidamente. Me gustó lo que dijo de nuestros países, pero se quedo corta.

---¿Cómo? Preguntó Raquel, sorprendida.

—Tu cuerpo y la tierra son lo mismo. Mire–hizo un ademán--- árboles, agua, animales, todos lo mismo. Nadie es eterno, pero todos juntos somos eternos. Eso es la verdadera solidaridad.

Raquel encendió un cigarillo y escuchó respirar al río. Parecía ver a la anciana yaqui que se le había aparecido la víspera de su quinceañera. Miró a la vieja a su lado y vio las finas arrugas que trans versaban su cara en un especie de mapa de la vida. Raquel pertenecía a esto tanto como pertenecía al desierto, porque todo era una sola tierra y un solo pueblo. La abuela yaqui, el abuelo sefardita, los matorrales, las plantaciones de cacao, los cafetales, las milpas de maíz esparcidas  por  toda nuestra gran y majestuosa Abya Yala, la madre universal, todos eran  partes iguales de este continente, ella podía ir de un lado a otro con facilidad y confianza. También su tierra, también su pueblo. Al irse, había vuelto.

Sonriendo, compró una arepa  y se la comió.

                    ************
Pedro  Rengifo se convirtió en su pareja constante, y ella se enamoró al punto de arreglar su visa para que la acompañara a La Habana, la próxima parada.

Cuando el vapor arribó a Regla, los seguidores de Chibás estaban manifestando contra el desmantelamiento del sistema de transporte y contra las casas de juego. El ministro de Educación en el gobierno de Prío Socarrás, Aureliano Sánchez, y el senador Eduardo Chibás del Partido del Pueblo volaban hacia un enfrentamiento. Chibás había acusado al ministro de quedarse con el desayuno escolar para lucrar con él y comprar grandes extensiones de terrenos en Guatemala para su palacete. Los periódicos estaban hinchados de escándalo, y toda Cuba contuvo el aliento en espera de lo podía suceder.

Con manifestaciones en las calles, en el Teatro Fausto se hablaba de cancelar el estreno.

Entonces se le ocurrió algo a Raquel.

Juntando a la compañía, expuso su idea.

—Tendremos una función gratis para los estudiantes. Eso los quitará de las calles y les dará un foro para que se puedan expresar.

—No debemos involucrarnos el la política local, protestó Roberto.

—¡Bah! Interpuso Raquel. Es sólo una función con una plática después. ¿Qué tiene? No pueden hacer nada.

La compañía asimiló la noticia sin entusiasmo.

—Claro, dijo alentadoramente, va a ser fabuloso. Leoncio—al pianista—¿te sabes Dulce Quimera? Tarareó unas notas. ¿Puedes tenerla lista en tres días? Pondremos una representación de Cecilia Valdés, la trágica mulata, y luego tener preguntas y respuestas del auditorio. Sólo estudiantes. Van a ver. ¡Va a ser sensacional!

—Vendo caramelos, cantó, contoneándose para el deleite de los demás. Esa mulata era salvaje, libre y voluptuosa, dijo con seguridad. La escena en el baile con los negros, y los tambores. Algo de brujería, luego la traición de Leonardo y su venganza donde cae muerto a sus pies en frente de la iglesia, y se la llevan en cadenas. Repican las campanas y soltamos unas palomas, al menos la noche del estreno.

—¡Es gran opera! Gritó, girando feliz. ¡ Va a ser bárbaro!

Aparte del shock cuando se enteró  que se  planeaba una función gratis, Warren sintió que no iba a haber nada más que le sorprendiera, pero estaba en aguas profundas. No sólo Raquel Durán le había acaparado el lado artístico, sino también se estaba metiendo en el negocio. El manager andaba enfurruñado sin saber lo que decían las más veces, y se convirtió en una sombra rencorosa a quien se le saludaba por educación.

Todo salió a pedir de boca. Los estudiantes, curiosos, empezaron a desfilar en el teatro alrededor de las dos de la tarde. Raquel había preparado un discurso haciendo hincapié en el poder de la esclava, de quien nadie sabía que fuera la hija del patrón. Encontraba eco en los estudiantes, cuyo sentido de justicia estaba al filo. Raquel contrató a  unos rumberos para la escena de los esclavos, y cuando salió en su vestido blanco, casi transparente ante las luces del foro, la peluca rizada  flotando atrás como una nube negra, se veía mas bella que nunca, y recibió una ovación.

Después se sentó en las tablas con las luces prendidas, sin peluca ,  parlanchina., y pidió que los estudiantes hablaran.

Las quejas salieron en desbandada.

—Han tratado de suspender el servicio de tranvía para que todo el mundo compre coche, y así financiar  las petroleras americanas, gritó un joven alterado. ¿Cómo vamos a comprar un coche? Los tranvías estaban bien, pero ellos salieron con la propaganda de que eran ineficientes. Ahora hay guaguas que contaminan el aire y tenemos que comprar de los yanquis gas y petróleo, y partes de repuesto.

—Va a haber un debate entre Chibás y Aureliano en unas dos semanas, y él va a denunciar la corrupción.

—No lo van a dejar, dijo una muchacha de blusa blanca. Le hicieron firmar unos papeles prometiendo no mencionar al gobierno.

—Lo insultan y dicen que es cobarde. ¡Vaya cobarde !es el único con los cojones para romper el silencio. Nadie se atreve a criticar al gobierno, y mucho menos hablar de la corrupción.

Le brindaron un aplauso espontáneo  a su héroe, Chibás.

Se adentraba la noche, y Pedro Rengifo le señaló a Raquel que cortaran. Semejante junta podía considerarse ilegal y el desenlace podría ser de cuidado para todos, y mayormente, para el espectáculo. Raquel les dio las gracias a los estudiantes y les pidió que les informaran a sus amigos y parientes para que vinieran a ver la función, pero esta vez se iban a necesitar "los duros" para entrar. Los estudiantes rieron y le correspondieron dándole unos aplausos.

En días siguientes Raquel estaba demasiado ocupada para poder pensar. Los rumberos se hicieron permanentes, y su popularidad aseguraba las localidades agotadas, al menos eso les daba tiempo a los demás para que descansaran entre números. Pero Raquel no podía darse el lujo. Apasionada, pulía y enfilaba la obra, haciendo cambios que fueran relevantes en la actualidad.

Un hombre de traje apretado, con puro en la boca, tocó a la puerta de la habitación del hotel. Pensando que se trataba de algún oficial, Raquel se puso de lo más amable. El hombre, cuyo nombre nunca supo, la invitó al Hotel Nacional para una entrevista con un funcionario de alto rango, tampoco nombrado.

—El ministro admira su talento, dijo, y le invita a cenar con unos amigos. Intrigada, Raquel accedió a subirse a la limusina que esperaba.

Ya una vez por el Malecón, Raquel pensó que debía haber traído a Pedro Rengifo. Nerviosa, se preguntó si esto tuviera algo que ver con la función que se dio a los estudiantes. Se sintió más tranquila cuando la limusina se metió en el camino del espléndido hotel. Cruzando el vestíbulo elegante con sus muebles principescos y las alfombras afelpadas, se sintió recuperada. Cuando se abrió la puerta de la suite en el séptimo piso, vio a varias jóvenes y hombres semi-desnudos esparcidos entre los sofás estilo  Louis XV, botellas de ron abiertas y líneas no usadas de polvo sobre la mesa. Todos se habían desmayado por sus excesos.

Volteó furiosa al hombre, que le sonreía.

—¡Cómo se atreve a traerme a ver a las putas de su madre! Gritó, fuera de sí, volteando para salir de la habitación y casi chocando con un mesero que traía una charola cargada de langosta, carne de venado, y platillos de ostiones recubiertos con tapaderas de plata. ¿Sabe usted quién soy? La gerencia va a saber de mí. Nada más espere a que esto salga en los periódicos, le dijo echándole pestes en la cara.

—Fue un error, tartamudeó  el hombre. Se equivocaron de fecha. Por favor, haga una nueva cita. Mi jefe me va a matar.

—Vaya a citar a su abuela, gritó Raquel, rumbo al ascensor. Perfectamente enterada de  la dictadura, su furia la hizo que se jugara el pellejo sin tomar en cuenta el peligro.

Una vez de regreso en el Vedado, Pedro la regañó por su audacia.

—Imagínate, declaró indignada. Iba a quejarme con la dirección.

—Que bueno que no lo hiciste, objetó Pedro Rengifo. Ni te enteras que Meyer Lansky es prácticamente el dueño del Nacional.

Raquel cayó en silencio. Había escuchado algo de la mafia, y los escándalos con Maureen  O'hara y Ava Gardner. Una vez más dio las gracias que su ambición de  llegar al estrellato en  Hollywood  no se hubiera cumplido.

Posteriormente, Raquel estuvo más decidida que nunca continuar con Cecilia Valdés, que se había ganado criticas negativas en algunos periódicos ya. La habían usado, y reaccionó trayéndole más envergadura a la producción sobre la joven, cuyo futuro de vender pescado en el Malecón, si bien le iba, había sido predeterminado al nacer. La facilidad con que los esclavistas usaban a las mujeres a su antojo la embravecía, y no parecía tan diferente a la presencia de la mafia en Cuba. Al son que agudizaba la producción, los paralelos se hacían mas evidentes.

La idea de retratar a las heroínas latinoamericanas se había apoderado de los miembros de la producción. Harían todas las grandes figuras latinoamericanas como números musicales, Cecilia Valdés, Aurora Batista, María la O, Gertrudis Bocanegra, La Cucaracha, Sor Juana. Manuela Sáenz, a caballo, levantando  rebeliones armadas a punta de pistola.

"Si  nuestros campesinos tienen que mendigar, ¿Cómo  podemos decir que somos libres?" Cantó Raquel, improvisando una canción. ¡Ah, las historias que se podían contar! La historia de esta nueva nación latinoamericana y sus heroínas. Ya ni hablar de la oportunidad de salir en trajes despampanantes y recibir docenas de llamadas para recibir los aplausos.

—Pero no puedes convertir a Sor Juana en vedette, por favor, objetó Cirilo. ¡Es monja!
    
---¿Qué  no? Rió Raquel con deleite. Si la Sor Juana era tan chusca como la que más.  Levantó las enaguas arriba de las piernas, moviéndose airadamente, improvisando una pieza de zarzuela salerosa;

                    Hombres necios (tan tan
                    Que acusáis (tan tan),

Leoncio se lanzó sobre las teclas e improviso al unísono.

                    A la mujer sin razón,
                    Sin ver que sois la (tan tan),
                    Ocasión de (tan tan)
                    ¡De lo mismo que culpáis!

El efecto fue de un chotis encantador, que le ganó aplausos del los miembros. De hecho, el acto de Sor Juana, con su casto beso con la Condesa, con el tiempo evolucionó a una de sus más duraderas actuaciones.

Una noche un hombre se acercó, pidiendo hablar con ella. Preguntó si le interesaría presenciar una misa santera. Raquel aceptó en el acto. Esta vez, sin embargo, insistió en llevarse a Pedro Rengifo.

Llegaron a lo que parecía ser una pequeña casa de campo en Guanabacoa. A un lado de la sala se había organizado un altar. La celebración se hizo más y más arrebatada  al tiempo que entraban los espíritus en candela. Raquel miró, fascinada, lo que parecía ser una cultura antiquísima. Pódría imaginarse ritos parecidos en los tiempos de Zoroastro.

El Santero era un hombre delgado, cuarentón, de color chocolate amargo. Aparentemente Agayú le había dicho que mandara a llamar a Raquel después de la liberación de las palomas. Sonrió, mostrando los nítidos dientes blancos, e inquirió si quisiera hacerse un santo. Desconcertada, Raquel tartamudeó que sí.

El babalawo cruzó las piernas en el piso y tiró los caracoles, murmurando en Yoruba, Oba kosó kisi eko akama sía okuni. La mitad cayeron en la izquierda y la otra a la derecha. Leyó el contenido en monótono.

—Tendrás que juntar cuentas de diferentes colores. Tendrás que usar ropa blanca exclusivamente, por un año, tu nombre será Iyawo, o novicia. Tu santo será Changó (Santa Barbara), el guardián de las naturalezas impulsivas, donde sólo se guardan las cuentas rojas y blancas. Tu árbol  sagrado es el ceiba. Debes  cuidar mucho a tu hijo. Tienes mucha luz. Tienes que pasar un mes en prácticas espirituales para que el santo entre en tu espíritu. Tu nombre y día de nacer serán registrados. Entonces tendrás que cuidar tu santo, limpiando su altar, haciéndole sacrificios, y él te cuidará. Si no lo haces te llegará a maldecir y morirás.

Raquel estaba a punto de decir que sí cuando pensó en la posibilidad de destruir su carrera si descuidaba al santo. ¿Cómo cuidarlo lejos de su lugar de origen? En todo caso, prometió empezar la colección de cuentas.

Los Orichas se mostraron propicios, y las actuaciones de Raquel iban de triunfo en triunfo. Sentía que podía seguir así por tiempo indefinido, pues la gira de Buenos Aires no se había finalizado, a excepción de un acto nefasto que lo cambio todo.

Chibás se suicidó.

El debate con Aureliana había sido una emboscada. Cuando Chibás arribó a la estación de radio, los guardias armados le impidieron el paso, y le cerraron las puertas en las narices. Entonces Aureliano anunció al aire que Chibás era un cobarde demasiado temeroso de hacer acto de presencia y había huído como  vil mariquita. La prensa oficial, privatizada y en manos del gobierno,  fue despiadada con él. Lo ridiculizaron, le hicieron caricaturas, intimaron sobre su sexualidad, le condenaron in absentia. Le acusaron de atacar a las instituciones sagradas y lo amenazaron con expulsión  del congreso. Arrinconado,  carente de pruebas en cuanto algunas de sus declaraciones, ¿lo habrán quebrado, como era su intención? Era popular de sobremanera y hubiera sido contraproducente asesinarlo directamente.  ¿Lo habrán acosado deliberadamente para aguijonearlo a que se quitara la propia vida? O, en otro plan, habrá sentido en su desesperación, que su sacrificio sería un catalizador al pueblo para que derrocara al gobierno corrupto?

En su última transmisión, levantó la voz  con pasión; "El pueblo de Cuba está sobre la marcha. ¡Cubanos, despierten! ¡ Este es mi último grito aglutinador!"  Subió el revolver a la sien y apretó el gatillo.

Raquel, nerviosa,  se había vuelto una tirana, a menudo perdiendo la paciencia. Después del episodio de Chibás, la compañía estaba  notablemente desmoralizada. Rosaura, una de la bailarinas, se cayó en el ensayo y se lastimó. Varios otros faltaron a sus  parlamentos o a sus entradas repetidas veces.

—¿Qué carajos pasa? Aullaba Raquel. ¿Porqué andan chismorreando cuando hay que trabajar? ¿Quieren una compañía de segunda?

—Eleguá esta tratando de parar el santo, murmuró a Raquel una de las bailarinas. A veces son enemigos.

—Hay gente que nos vigila, dijo Rosaura. Hoy en la mañana había hombres de traje y corbata en frente , y ayer estaban en la Casa del Pollo donde comimos. Los reconocí.

—Y que tal si solo buscaban un autógrafo, repentizó Raquel.

—Esos no quieren autógrafos. Son algo serio. Tengo miedo.

Empezaron los artículos en los periódicos.

"¿Quiénes son estas gentes—escribió La Prensa Libre—que vienen a nuestro país proponiendo la aportación de nuestra propia cultura? ¿Es que somos tan ineptos que no podemos montar nuestras producciones? No se dejen engañar por toda esa palabrería de la  "hermandad". Lo que quieren es sacar ventaja para enriquecerse y dejar a Cuba tirada. Luego siguen su camino sin pensarlo dos veces el daño que han causado."

Hubo otros artículos semejantes. Los chismes fueron  producto de una  rumbera popular, la querida de un ministro, que sentía que se le habían coartado sus oportunidades frente al éxito de Raquel. Esto le cayó como anillo al dedo a funcionarios del gobierno que estaban ya hartos con la compañía que se identificaba tan estrechamente con la oposición. Los hombres que Rosaura había visto aparecieron en el hotel y le pidieron a Raquel a Pedro Rengifo y a Warren y a algunos otros que los acompañaran. Los llevaron a una aduna de inmigración en Tisconia donde les interrogaron durante varias horas. Algunos de los bailarines no tenían cédula sindical, y les impidieron  actuar; la compañía como tal había quebrantado la ley. Les ordenaron tajantemente que debían abandonar el país.

—Pero eso es ridículo, dijo Warren, No puede haber impedimento para se les aprueben las cédulas. Quiero hablar con la embajada norteamericana.

—No tenemos porqué dar más explicaciones, replicó el oficial cortésmente. Pueden hablar con la embajada sin quieren, pero las leyes son claras.

Warren llamó a la embajada, pero no contestaron. La conexión no funcionaba bien.

—Al menos denos tiempo de empacar, sollozó Raquel. Tenemos que arreglar los pasajes, todo.

Los pasajes están listos. Solo falta el destino.

Tres días después, la mayoría de la compañía salió para Buenos Aires. En La Habana dos semanas después la rumbera estrenó en el Fausto, y Raquel nunca hizo su santo. Eleguá había vencido a Changó.


SOLEDAD

—Levantate, m'hija, es día de mercado.

Soledad ya estaba despierta. El día de mercado siempre causaba  emoción viva. Un rompimiento con la rutina. Su madre lo veía de manera distinta. El día feriado era un día de trabajo, día de azar. Un día donde podrían volver a casa con dinero o simplemente con hortalizas medio podridas que tendrían que comer ellos mismos. Luego, todos tenían los mismos productos a vender. Y todos estarían allí.

Zenaida salió al terrenito cultivado y empezó a recolectar las flores de calabaza, las verdolagas, los quelites y el maíz  hasta tener dos canastas pesadas. Se detuvo ante las gallinas del corral. ¿Debía llevarse una? Sería una menos y el dinero desaparecería rápido. Sin embargo, Efren, su preferido, necesitaba zapatos.  A la mejor podía juntar para comprar del vendedor ambulante que pasaba una vez por semana, o quizás en una de las tiendas de Tacámbaro, donde había tanto de donde escoger que se mareaba.

Había mucho que hacer aun antes de emprender el camino de dos horas hasta Tacámbaro. Soledad automáticamente juntó las cubetas y fue al manantial por el agua.

—Faustina, ayúdame con el agua. Faustina no quería ir; odiaba como el agua inestable se tiraba al caminar. Odiaba levantarse, a pesar de que el  sol mandaba ya sus primeros rayos al  Cerro Gordo. La luminosidad tocaba los magüeyales. Se estaba haciendo muy tarde. Si no se apuraban, no iba a haber ventas.

Saludaron cortésmente a las vecinas conforme pasaban, algunas llevaban el mismo rumbo por agua. Faustina vio a su amiga María Candelaria y se esfumaron juntas.

—Tonta y despreocupada, siseó Soledad amargamente. Ella tenía que hacerlo todo. Faustina sólo hacía como que ayudaba para que no la castigaran. Los muchachos, naturalmente, no tenían que hacer el aseo, eran los varones, aunque fueran los más chiquitos. Eran necesarios para cortar leña y ayudar en la siembra para cuando vinieran los tíos , puesto que la familia carecía de padre.

Soledad pensó nostálgica en su padre. El se había ido al Norte para ganar dinero, y si sólo lo supieran, para distanciarse de ellos. Don Crescencio era pendenciero y jugador, y le gustaba la vida basta y grosera. Había jugado en cada cantina desde Sinaloa, Sonora y Baja California hasta algunas ciudades de Estados Unidos. Ganaba para comer, comprar su cerveza,  pagar algo de renta, y pagar de lo que sobraba a esas mujeres que acompañan a los hombres por lo que les pueda caer. Trató una vez de remitir dinero, y Soledad,  que como la mayor tenía escuela, le contestó en una carta que no habían recibido nada. La dirección se habia vencido mucho tiempo atrás. Nunca volvió a mandar dinero. Desesperado después de una  temporada seca, había marcado las cartas, y como bueno jugador, se jugó la vida. Lo descubrieron y le dieron un tiro. La familia nunca supo que había pasado, tuvieron que ingeniárselas como pudieran.

Cuando en Las Tunas, Don Crescencio había sido un padre bondadoso. Compraba y vendía con tesón  todo lo que se le atravesaba. Emprendió una pequeña miscelánea  en la troje familiar, y la familia tuvo que vivir mucho tiempo con mercancías hasta el techo. Las camas se tenían que guardar de noche y sacar  todos los días. Todo lo que tenían se guardaba en baúles pulcramente para que los vecinos no vieran el desarreglo e hicieran lo peor que se podía hacer—hablar mal de ellos.

El miedo a que se hiciera la burla  era el adhesivo que unía a la sociedad, y si alguien se iba  para siempre, o fuera desterrado, era porque alguien había hablado  de él. Las Tunas era una eficiente fábrica de chismorreo, y la familia, conscientes de su categoría inferior por falta de  padre  y marido que los amparara,  quedaba excluida. Los demás les sonreían al mismo tiempo que murmuraban a sus espaldas.  Adquirían nivel de segunda clase. Mientras todavía estuviera allí, nadie se atrevía de hablar  de Don Crescencio, ni de su familia. Entonces eran una familia digna.

Existía una pequeña casa de putas en las afueras del lugar, donde esas mujeres conocían íntimamente a los hombres del pueblo, pero ninguna de ellas conocía  a las esposas cara a cara. Los chismes no eran para ellas. Estaban mas allá de las habladurías. Nadie las mencionaba para nada.

En los buenos tiempos, que no faltaban, Don Crescencio se iba a Pátzcuaro, la gran ciudad, a comprar  ropa  para sus hijos. Lo mejor para su pequeña Soledad, vestidos de seda y zapatos de charol. Entonces se formaban en la parroquia para lucir como de las mejores familias de Las Tunas. Soledad sintió la alegría de ser la envidia de sus amigas por su linda ropa nueva. Se hacía la modesta, pero en sus adentros hervía la venganza por tantos desaires de otros tiempos.

Ya había pasado mucho tiempo sin saber nada de su padre, y cuando lo pensaba, sentía preocupación. Entretanto, había que lavar y planchar, barrer los pisos de tierra, dejarlo todo pulcro (las estancias estaban casi vacías ahora) para que no hubiera nada que criticar, y encaminarse a Tacámbaro.

Zenaida decidió por la gallina. Al menos traería lo suficiente para los zapatos más baratos. Efrén tenía que amarrar uno con una cuerda para que no se le salieran los dedos y no pisar la suela al revés. Amarró las patas del ave quejumbrosa y la cargó, de las patas, mientras arreglaba las canastas en las espaldas con el rebozo que cruzó  por los senos. Zenaida vio,  como los ojos del animal habían engrandecido, redondos y parpadeantes, como si estuviera fuera de control y al mismo tiempo con una extraña calma. ¿Estaría furiosa o asustada? En todo caso sabía  lo que le esperaba. Sus hermanas hacían comentarios sobre las desaparecidas. Soledad cargó otra canasta y a Faustina le tocó una jarra de tejocotes que Zenaida había sacado a hurtadillas de la parcela del vecino que reclamaba el árbol, pero que Don Crescencio siempre había insistido estaba dentro de su propiedad. Cocinados  con clavo en almíbar, estarían buenos para vender.

                    ************

Zenaida estaba de buen humor. Habían sacado dinero para la semana, y con un poco sobrante. Además de los zapatos de Efrén, se le ocurrió comprarle un rebozo a Soledad, pero Faustina armó tanto escándalo que puso fin a la disputa comprándoselo para ella misma. Pensó, con su costumbre poco sentimental de ver las cosas, que un rebozo salía más barato que dos, y le compraría algo a las muchachas otro día.

Se habían levantado desde las 5 de la madrugada, pero el día laboral no había terminado todavía. Los muchachos salieron a juntar leña para ahorrar la reserva de carbón en el costal que estaba a la mitad. Prendida la lumbre, Zenaida les sopló aire a las llamas azules y rojas con el abanico de paja hasta que el ocote despidiera su resplandor, tirando cenizas blancas en su camino. Zenaida molió los tomates en el molcajete y los echó en la cazuela. Puso una taza de arroz frito con agua y dejó que cociera a fuego lento. Mientras Soledad y Faustina se ocupaban de las tortillas, Zenaida limpió y cortó los nopales y los puso a hervir. Más ajo,  tomate, cebolla y chiles en el molcajete, y la troje empezó a llenarse de olores sabrosos. Con un poco de huevo, iban a cenar bien.

Unos golpecitos discretos a la puerta le llamaron la atención. De momento se sorprendió, hasta que vio la cara de Don Heliodoro con su sombrero gastado en el umbral de la puerta.

Don Heliodoro vivía solo, sus hijos se habían ido "p'al  norte"  y sus hijas se habían casado y tenían su vida en otros lados. Había sido un joven valiente y recio, que había robado a su esposa y mantenía a una querida en Acámbaro, y quien había matado a un hombre en una bronca en la cantina "La Esperanza", en Uruapan. Trabajó de sol a sol, sembró la tierra, domó caballos, y se escondió en El Espinazo del Diablo en tierra caliente
cuando lo buscaba la policía.

No quedaba nada de ese hombre. Enjuto, de venas y tendones marcados, la piel color nuez de marañón, enmarcada de pelos níveos, estaba tan arrugado por las inclemencias que parecía que se iba a hacer astillas, parecía tener veinte años más de sus cincuenta y dos. Merodeaba por Las Tunas buscando trabajos eventuales, la fuerza lo había abandonado. Los vecinos, por compasión le daban pequeñas tareas, muchas veces canjeando por comida, ropa o algún mueble en vez del escaso dinero. El olor a cocina había despertado su interés, y se decidió dar un vistazo.

—Que milagro, dijo Zenaida incapaz de decirlo sin ironía. Que gusto verlo, Don Heli. Véngase a comer un taquito.

Don Heli contestó poniendo reparos.

—Andele, Zenaida hablaba con jovialidad para esconder su fastidio. No se haga de rogar.

Al fin, Don Heli asintió.

Comían con las manos, en silencio, rompiendo la tortilla para usarla como cuchara  y llevar la comida a la boca. El hambre hizo innecesaria la conversación. Las velas flameaban con trémulo, arrojando sombras contra las paredes, y los niños se sentían reconfortados, en su casa, seguros. Lázaro, el perro, se mantuvo a la expectativa de alguna migaja que cayera sobre los petates.

En su momento, Don Heli se limpió la boca con la manga y Zenaida se levantó para poner café.

Como si pagara sus bondades, el empezó a hablar de los viejos tiempos.

—Como no, si yo conocí muy bien a Don Cresencio muy bien, dijo. El mejor hombre jamás visto. Como un roble. Bien parecido, además. Se parecía a Pepe Guízar. Recuerdo que una vez habíamos ido de caza con un campesino de Paracho. Las cosas estaban muy difíciles en aquel entonces. Había poco que comer. El hombre, se llamaba Teopantitla, sabía donde había un tesoro escondido. Unos bandoleros habían robado la casa del virrey, Juan de Acuña, y se habían escapado para enterrar el tesoro, pero los guardias del virrey los alcanzaron y los pusieron en grilletes. Se negaron a decir donde estaba, y el mismito virrey fue y los maldijo. Después fueron agarrotados. Nunca se encontró el tesoro. El abuelo de Teopantitla sabía donde estaba y se lo había contado–dentro de una yácata cerca del agua. Encontramos el lugar y escarbamos todo el día, y nada. Ya había anochecido y se veía una lucecita azul entre los pinos. Esa señalaba el lugar. Teopantitla escarbó y escarbó, hasta que la pala pegó con algo duro.  ¡Era el tesoro! Entonces Teopantitla metió la cara en el baúl para ver de cerca el oro y las joyas del virrey. Pero no se le iba a hacer. En el momento que respiró profundamente, la maldición del virrey le entró a los pulmones y el muchacho se desvaneció. Nunca se volvió a parar. Duró unas cuatro horas más, echando espuma por la boca y vomitando. Tuvimos que enterrarlo en la sierra.

—¿Sacaron el oro siquiera? Inquirió Zenaida de manera pragmática..

—¡Que va!  Ni nos acercamos a ese dinero maldito. Nos hubiera pasado lo mismo. Nos echamos un venado, sin embargo.

Para no sentirse marginada, Faustina se entrometió.

----Dona Herlinda me contó que un nahual la correteó. Parecía una puerca negra. Cuando trato de regresar por el camino a Tacámbaro, la puerca se le cruzaba, y luego otra vez, y así. Cuando trataba de ir por aquí, se le atravesaba, y si trataba de ir por allá, se le atravesaba. La gente decía que era porque su marido le estaba poniendo los cuernos.

—Cállate, niña, amonestó Zenaida, son habladurías.

Efrén también tenía su cuento.

—Fabián me dijo que Don Zeferino se bañaba en la tina en el patio a las once de la noche, todas las noches. Su esposa le llenaba de agua caliente la tina. Cuando se murió, tuvieron un velorio en la troje, y todos podían oir que se vaciaba el agua en la tina a las once de la noche, a pesar de que el señor estaba muerto dentro de la casa.

—Uhhhh, tiritó Fuastina.

Zenaida no se quedaba corta.

—Doña Trini tuvo una visita de su amiga de Morelia. Dona Trini estaba en la cocina, y su amiga pasó por la recámara, donde la puerta estaba abierta, y vio a una anciana sentada allí, y la saludó. Cuando la amiga llegó a la cocina, le dijo, "No sabía que todavía vivía tu mamá". Dona Trini se le quedó viendo. "Mi mamá murió hace tres años," dijo. Fueron a ver, pero no había nadie.

—A veces cuando estoy en la troje de la cocina oigo que lloran en la recámara, agregó.

—Yo una vez conocí  a una familia de Paracho, continuó Don Heli. A su hijo lo mataron cuando la Revolución. Se había enrolado con los revolucionarios de mi General Amaro, cuando estaba por  tomar Uruapan.  El muchacho tenía que llevar una nota al Coronel Fernández Guerra, pero tenía que pasar por los federales para llegar hasta allá. Nunca llegó. Tuvo que salir de noche para esconderse en la oscuridad, pero aun así lo mataron a las 3:30 de la madrugada, cuando trataba de franquear la línea. La cosa fue, que cada año en esa misma noche y a esa mismita hora, todas las velas de la casa se encendían solas mientras la gente dormía.

—¿Estaba la casa hecha de adobe? Preguntó Zenaida, desmoronando un bolillo sobre  la mesa distraídamente.  Porque en nuestro país muchas veces  las casas están hechas de adobe, de la misma tierra, y toda la gente que ha sido enterrada  nos rodea. Estamos en su seno.

Los niños se estremecieron con delectación.

—Hablando de luz, dijo Don Heli, reanudando el hilo y limpiándose la boca con la manga de la camisa, ¿ ustedes saben cómo se formaron el sol y la luna, niños?  Los niños negaron  con la cabeza.

—Antes de que existiera el mundo, dijo Don Heli, entrando en calor, los dioses se juntaron en Teotihuacán, para saber como se podía traer la luz al mundo. Aparte de las fogatas que hacían, vivían en la más completa oscuridad, y ya se habían cansado de eso. No había otra solución más que hacer un sacrificio. Uno de ellos tendría que lanzarse al fuego. Un guerrero, altanero y jactancioso, inmediatamente se adjudicó la tarea. Los otros dioses pidieron un segundo voluntario, para que no hubiera nada que impidiera el feliz desenlace de la empresa, puesto era tan difícil y peligrosa. Entre ellos quedaba Nanahuátzin, un dios feo y tímido, con manchas en la cara y llagas en las piernas, tan raquítico como el otro era fuerte y hermoso. Sin embargo, lo aceptaron.

—Durante cuatro días rezaron e hicieron ofrendas. Tecuciztécal ofreció oro y plumas y copal. Nanahuátzin apenas llegaba a un bulto de caña, y púas de maguey empapadas de su sangre y pus. Al cabo del tiempo todo quedó listo. La hoguera  ardía violentamente después de cuatro días. Primero le tocaba a Tecuciztécatl. Cuatro veces trató de lanzarse, y cuatro veces el miedo lo dominó y se hizo para atrás. Entonces le tocó a Nanahuátzin, que sin vacilar cerró los ojos y se lanzó a la pira, donde se achicharró y humeó y carbonizó. Al ver esto, Tecuciztécal se avergonzó y al fin se arrojó al fuego.

—Entonces los dioses se sentaron en Teotihuacán a aguardar el resultado. Después de muchas horas vieron los dedos rosados del alba rendir la oscuridad. Quedaron atónitos al ver tanta magnificencia, y se preguntaban quién sería el responsable de tanta belleza. No dieron crédito a sus ojos al ver a Nanahuátzin, el dios enfermizo y enclenque, ahora vestido de tanto esplendor que les cegaba la mirada.

—Tardíamente, apareció Tecuciztécatl en el horizonte. A los dioses no les pareció que debían haber dos soles, y le aventaron un totchli al segundo, amortiguando su luz y convirtiéndolo en la luna.

—Ya ven niños, dijo, no tienen que ser inteligentes o fuertes para ser valientes. Lo que tienen en el corazón es lo que cuenta.

Los niños callaban. Zenaida se puso de pie, bostezando con intención, juntando sus migajas. Le tuvo que decir a Don Heli que había mucho trabajo al día siguiente, y había que dormir. Don Heli también se puso de pie,   renuente a abandonar la troje calientita a cambio de su choza fría y desagradable. Luego de despedidas ceremoniosas y agradecimientos, con negaciones de méritos, Don Heli al fin se encaminó por el sendero.

—Soledad, fijate que esté apagada la lumbre, dijo Zenaida como siempre. Titubeó en el umbral de la puerta. Tenían que cruzar diez metros de la más negra oscuridad para llegar a la recámara. Los niños se arrejuntaron, tendidos de las manos. Soledad apagó las velas de la cocina. Zenaida valientemente salió con los niños y cerró la puerta. Corrieron  hacia la troje, abriendo la puerta y gritando para espantar a cualquier cosa que pudiera estar al acecho. Con manos temblorosas, Zenaida alumbró la vela y se prepararon a dormir.

                    ************

Soledad había ido con su amiga al destartalado cine en Tacámbaro. La película estaba  rayada, El Peñón de las ánimas, pero aún así, le parecía hechicería. Alma se había ido al baño, y Soledad perdió noción de ella entre la gente. La película terminó, y ni rastro de su amiga. No le quedó otra más que irse sola a pie, en la oscuridad.

Pasó al lado de varias familias que caminaban a casa en la oscuridad, pues las luces del pueblo las habían dejado atrás, y les saludó cortésmente. Quedaba un camotero con su horno, y el olor se percibía fuertemente. Al caminar tuvo la sensación incómoda de que alguien iba detrás de ella. En efecto, un desconocido le seguía los pasos, y Soledad notó con desesperación que se había alejado tanto ya que  no aparecía  nadie al derredor suyo.

—Buenas noches, dijo el hombre.

Soledad, sin contestar apresuró el paso.

El hombre la alcanzó y la empujó al lado del camino. Soledad puso resistencia, forcejeando inútilmente. Miedo no tenía, más bien asco y detestación. El hombre era gordo y olía a pulque, y resollaba con un jadeo que ella escucharía en su mente hasta muchos años después. No duró mucho, pero cuando Soledad se levantó, se sintió sucia al sentir con repugnancia la esperma del hombre que se escurría por su pierna.

—¿Dónde has estado? Interrogó Zenaida con agudeza cuando al fin Soledad apareció  en el vano de la puerta. ¿Y Alma?

—Se fue a su casa. Su novio vino por ella.

—Bueno, pues, a dormir, dijo Zenaida. Mañana hay que madrugar.

Soledad sitió que las lágrimas le quemaban la cara. No podía decir  nada, porque no conocía al  hombre. Además iban a hablar de ella los vecinos, y eso quebrantaría cualquier esperanza que tendría de casarse bien con un hombre honrado y trabajador que la mantuviera debidamente.

No pasó mucho tiempo antes de que se enterara que la regla no le había bajado. No le quedó otra más que contarle a Zenaida y a compartir su sufrimiento, pidiendo misericordia. Zenaida tenía una hermana en Paracho que la recogería mientras Soledad trabajaba  para ayudar en los gastos. Se decidió que cuando se le empezara a notar se iría so pretexto de buscar trabajo y aportar dinero a la familia. Tenía quince años.

Su hija nació severamente retrasada. Soledad tuvo que trabajar fuera de sirvienta, y su tía le aclaró que  no la quería por tiempo indefinido. Soledad se largó en cuanto pudo y alquiló un cuarto de servicio en unos


apartamentos, y su vida se convirtió en limpiar  y planchar.  Se preguntaba si  algo más había en la vida. Su hijita casi  no hacía ruido; pasaban los meses y los vecinos ni se enteraron de su existencia. Ella llagaba durante el día para alimentarla. Todas las noches abría la puerta esperando hallarla muerta, pero el corazoncito latía  testarudamente. Tenía que alimentar a la niña indolente y limpiarle su suciedad, obligada a lavar todo después  de  la jornada del día. El cansancio estaba acabando con ella. En un día libre arropó a la Gudelia para que nadie la viera—tenía cara de sapo—y la llevó a la feria. En un momento dado  se percató de que un hombre se les quedaba viendo fijamente. Se le ocurrió tener miedo de otro episodio violento, pero él se acercó y levantó la cobija de la niña. Ya no era bebé—tenía cuatro años, pero era diminuta. Le preguntó si le gustaría ganar un dinero. Asustada, empezó a caminar con prisa, tratando de alejarse, pero el hombre la alcanzó.
El le ofreció mil pesos para llevársela. Soledad se detuvo bruscamente. ¡Mil pesos! Más que el dinero, formó la idea de llegar al cuarto después de un día de trabajo deslomador, y encontrarlo ausente del hedor sin nada que hacer fuera de comer algo y recostarse sobre la camilla, de acostarse  temprano si le daba la gana, de dormir todo el tiempo que quisiera, al menos en día de descanso.

Y así fue como la pequeña Gudelia se integró al circo.

                    ************
















MARCOS

Marcos al fin dejó Stockton y se fue de aventón hasta Los Angeles. El sol campestre  curtió y bronceó su cuerpo  más de lo que estaba. Se dejó crecer el cabello. Cuando llegó hasta la casa de la tía en El Monte,  Chona lo recibió cálidamente y sin más empezó a hacerle algo de comer. Raquel estaba en Buenos Aires. Richard había salido. Chona le recordó que tenía un primo que era "un pintor maravilloso", pero que no conocía. Su plática fue escueta, sólo reminiscencias de los viejos tiempos en Hermosillo. Al  pensar en María Elena se le empañaron los ojos y calló. A Marcos se le ocurrió que ella no estaba del todo segura quien era él.

Con el dinero que había ahorrado Marcos rentó un apartamento de una sola estancia cerca de la calle Whittier. En el puesto de periódicos  vio los encabezados.

 "Garitos y Casas de Juego Destruidos en La Habana."

Había parecido imposible, reflexionó Marcos. En la Sierra, los barbudos seguramente pensaron que  iban a arrasar con ellos, pero sucedió lo contrario.  A cada paso, guiados por Fidel, Raúl, Vilma, Camilo, cobraron confianza y fuerza, hasta embriagarse con la certeza de que después de tantas añoranzas y sueños y muertes, después de la larga noche de la dictadura, esto realmente estaba  sucediendo. El Che puso cerco a Santa Clara, y se podía  ver ya La Habana con  ojos luminiscentes. El carnicero tirano mostró una vez más  su color abandonando apresurada y cobardemente  la isla, pero no sin antes tratar de barrenar el barco azuzando  a sus rastreros achichincles que atacaran en  contrarrevolución. Los cubanos, desbordados de júbilo, con la victoria a la vista, se pusieron en huelga, cerrándoles el paso . La Revolución se había transformado  de una idea a una cosa palpable. Estaba en todas partes, les rodeaba en el aire, en las sonrisas, en el  alivio al sentir el despertar de una pesadilla. La Revolución era agua limpia, era salud, era educación, era trabajo. Se acabó eso de tener que ver a los hijos morir de hambre. Se acabaron las humillaciones, de "ponerte en tu lugar." ¡Viva Fidel! Gritaban angustiados, extasiados, vindicados. ¡Viva Fidel!

                    ************

Frutas y verduras, pizcadas por el trabajo  mexicano, aportaban  más de mil millones de dólares en efectivo a los rancheros, y ese trabajo era   responsable de la riqueza de la comarca. El Sindicato de los Trabajadores Agrícolas hizo un llamado a la huelga contra la compañía Di Giorgio Fruit Corporation en el condado de Kern, exigiendo el reconocimiento laboral. Los esquiroles montaron la ofensiva, escoltados por oficiales del gobierno para trabajar en los files. Hubo disparos a las ventanas mientras se conducía una de las juntas sindicales. Eso no hizo más que  aferrar a los huelguistas con mayor intensidad a la causa. La línea de guardia se mantuvo nueva meses alrededor de las veinte millas de la propiedad de los Di Giorgio.

Los terratenientes quedaron estupefactos.

—Comonistas, sisearon, ese Shavez es comonista.

No faltaba  más.

—Nosotros nos encargaremos de ellos, se dijeron para tranquilizarse. Esos mexicanos son tan estúpidos que no saben hacer nada por sí solos. A todos los vamos a arrestar, y si se escapan, organizamos un posse comitatus y deportaremos a los hijos de perra.

Marcos entendía el sur de estados Unidos, a pesar de nunca haber estado allí. El sur había venido al Valle de San Joaquín, y se había instalado como el nuevo feudalismo. Las esposas de los latifundistas se portaron como si no pasaba nada,  y continuaron sus planes para el baile cotillón de la rubia hija Tiffany, para ir  al salón de belleza y de compras al Northside, a comprar el salmón ahumado de Noruega y la ensalada de papas para cuando el alcalde o algún político de Sacramento u otro dueño ausente pasara por allí, mientras ordenaban a la cocinera de San Luis Potosí, a la de la limpieza de Aguascalientes y el jardinero de Colima en sus quehaceres.  Los hombres se encararían de todo, surtiendo ríos sin fin de dinero, como de costumbre, al tiempo que mantenían a la querida en una casa chica cerca del casino.

Marcos había aprendido dos o tres cosas. En primer lugar los mexicanos desconocidos no eran distintos de su propia familia. Muchos habían nacido en el valle, el valle mexicano, y nunca habían aprendido  inglés, y él podía conversar con ellos con la misma facilidad que con sus parientes. Le invitaron a comer nopales y chilaquiles y quelites, la comida más pobre y más deliciosa.

Las familias estaban unidas, la pobreza obligaba. Trabajaban juntas en los files, dormían juntas y daban a luz juntas. Cuando la huelga, salieron juntas. Era una fiebre que barrió con toda la población —todos se contagiaron al mismo tiempo. Madres conservadoras que se quejaban si las hijas salían muy noche, padres temerosos de enfrentarse al peligroso gringo, para proteger a sus familias, jóvenes que no entendían lo que eran una huelga, todos se sumaron si dudar un segundo, convencidos de la justicia de la causa, convencidos que sus ancestros, Juárez  y Zapata y Cuauhtémoc—los iban a desheredar si no se ponían a la altura.

La huelga de la uva generó fuertes juntas comunales. Un anciano quiso hablar, y los jóvenes de momento  pensaron que les iba a decir que fueran razonables, pero no fue así. Era un vejete correoso.

—Mi padre luchó al lado de mi general  Pancho Villa, dijo, lleno de orgullo, y ningún pinchi  gabacho  nos va a ganar la huelga. Sus palabras encendieron la junta en una carga ionizante.

Las mujeres trajeron el arroz y los frijoles y las tortillas, sin olvidar los chiles serranos frescos, los hombres arguyeron y aplaudieron, las mujeres dieron la bendición. Todos  se dieron de voluntarios.

Marcos aprendió  lo que era un contrato sindical, pero era más que eso. Era amor propio y honra. Era solidaridad, era venganza por todos los desprecios, los insultos, las humillaciones que hacía de sus vidas un calvario. Domitila, discretamente optando por despertar a los huelguistas antes del amanecer para llevarlos a la sede para que recogieran las cartulinas, se encontraba allí. En la High School había sido violada por un anglosajón que pensaba que las mexicanas eran cachondas. Desde ese día había cambiado. Sus risitas de colegiala cesaron, y se convirtió en una organizadora grave y eficiente. Gabino, quien se ofrecía de voluntario sin titubear, estaba allí. La policía lo había golpeado, esposado y mantenido incomunicado para que sus parientes no lo encontraran, y para que tuvieran que perder ellos varios días de sueldo buscándolo.  José, de diez y seis  años, que se sentía enfermo cuando los estudiantes anglos le zumbaban con sus coches mientras el caminaba por la carretera rumbo a su casita, los pies su única locomoción, objeto de constantes burlas.  La misma Doña Luz, aunque tuvieron que llevarla en silla de ruedas. A Doña Luz le habían cesado la pensión basada en su hijo porque indiscretamente había confiado en la simpática trabajadora social vestida tan elegantemente, quien ella pensaba fuera su amiga, que el muchacho que ella había criado casi hasta la adultez no era en realidad su hijo, sino el hijo de su mejor amiga Francisca, que había muerto en el parto, y quien le había confiado el bebé antes de morir.  Cuando se enteró la simpática trabajadora social, la cortó sin un centavo, y a Doña Luz le dio una embolia donde  quedó parcialmente paralizada. Su hijo Dagoberto, que no era su hijo, tuvo que abandonar la escuela a los quince años e irse a trabajar en los files, pizcando almendras y tomates, espárragos, betabeles,  lo que fuera, para mantener la casa. El padre Gillard estaba allí, cuidando a su rebaño, tan indigente como ellos. Marcos miró a su alrededor y vio a sus parientes, percibió el olor de la comida, escuchó los ruidos, y, sintiéndose  en casa,  mostró satisfacción.

Las telarañas  se desvanecían bajo el escrutinio. Había esperanza, había  transformación,  a  pesar de una
 lentitud desesperante. El valle era como el siglo catorce, no se movía nada. La gente nacía y moría en el mismo lugar. Empezaban jóvenes y llenos de energía, energía inadaptada por parte de los blancos, quienes iban de parranda  por las noches en sus autos descapotables, los que tenían suerte de tener coche. Con el tiempo se daban cuenta de que todo el dinero estaba controlado desde San Francisco y Nueva York, y que los únicos trabajos que les iban a ofrecer eran de condición  servil. Pasando largos ratos  en el desempleo, vivían en casas rodantes que no iban a ningún lado, y  en chozas. Procrearon hijos con sus mujeres descalzas, ellas con la epidermis salpullida, de  pelo alocado y ojos azules y fríos. Al rato sus músculos se hicieron fibrosos, la piel curtida; se encogieron. Se hicieron viejos, amargados. Sólo a los hijos de los ricos evangelistas, fanáticos de una biblia que contradecían a diario,  les creció la panza.  Manejaban sus Cadillacs con ostentación por los viñedos, sus manos regordetas agarradas del volante como si su propia identidad dependía de sus automóviles.

Pero ahora, la ruidosa tormenta se había desencadenado.

                    ************

Los rancheros con el tiempo firmaron el contrato con los trabajadores agrícolas. Después de este éxito, Marcos regresó a su departamento en la Whittier y siguió el trato con los compañeros de la huelga. Había una gran manifestación planeada en contra de la guerra de Viet Nam. Iba a haber oradores, comida y bailables.

En Laguna Park estaban los danzantes del folklore. Marcos disfrutaba del Jarabe Tapatío cuando alguien gritó algo ininteligible. Volteó la cara y se enfrentó con un espectáculo extraordinario. Una falange de policías con sus cascos desfilaban militarmente  hacia ellos. Eran tantos que no había espacio por los lados. La gente, sentada en el pasto, se empezó a pararse  y a ver que pasaba. Algunos agarraron a sus hijos, alarmados.

Sin más aviso empezó todo.  Algunos chicanos se lanzaron contra la policía y se golpearon a moco partido con ellos, inermes y a puñetazos, movidos por la ira y por las ofensas constantes, luchándolos hasta el suelo. Gases lacrimógenos fueron  expulsados violentamente, convirtiendo el verde parque en una humareda grisácea crepuscular.  

La gente empezó a gritar y a correr, en sentido contrario, hacia la barda de alambre. ¡Hacia la barda! No había salida. Los iban a aplastar a todos. Alguno cholillo, flojo para dar la vuelta, meses  atrás  había roto la barda, soltándola de sus amarras y la gente ahora se clavó por debajo mientras los demás sostenían el agujero. Había tremendo rugido, de origen incierto. Una profusión  de botellas, como si fueran flechas de antaño, llovió sobre los policías, dándoles en el blanco. El bramido continuaba, era como si la tierra temblara. Se oían disparos. Una nueva generación pasaba por su prueba a fuego, al igual que Servulio Varela y Leonardo Cota, al igual que Ricardo Flores Magón, al igual que los pachucos del zootsuit. Los ataques policiacos sobre los nativos no eran nada nuevo.

La cosas estaban más calmadas  sobre la Avenida Whittier. Marcos vio al gordo Eddy con cara aturdida.

—Un muchacho  trató de regresarle en bote de gas a la policía, dijo con tristeza, pero lo hizo tarde. Le estalló en la cara y lo mató.

El ruido había cesado. En su lugar se percibía un silencio perplejo y nebuloso. El transporte estaba parado. No había remedio más que irse a pie.

La ciudad permanecía muda. No se veía a la policía por ningún lado. La gente parecía estar en sus casas sin asomarse. Solo unos teporochos, ajenos a lo sucedido, se agrupaban en su lugar de costumbre, fuera de la licorería, esperando que les cayeran unas monedas. Mientras Marcos caminaba por el cementerio las cosas empezaron a normalizarse. Los negocios estaban abiertos y las cosas empezaban a moverse.

Se encontró a María Cayetano. Ella estaba de prisa. "Oíste," le gritó, "mataron a Rubén Salazar." se fue corriendo por la calle y se me metió en un coche que le esperaba, y desapareció.

Marcos se puso a pensar de esta nueva noticia. Sabía imprecisamente quién era Rubén Salazar. Era periodista del Times. Que gente hubiera  muerto lo lleno de indignación.

                    ************

A Marcos lo invitaron a una reunión de chicanos. Ralph, el Boina Café lo llevó a una casa sobre la Whittier. Haíbia unos doce jóvenes y tres muchachas, sus novias, y unos mexicanos del Westside. Vinieron para unas pláticas. Gonzalo, que tenía nexos con el grupo anti-guerra del Westside, marcó el programa a seguir;

—A los farmworkers se les tiene que nacionalizar y empadronar. Ya hemos registrado dos mil .¿ Los Boinas Cafés están dispuestos a sumarse a la lucha de registrar a  los votantes?  Necesitamos de su ayuda.

Chuy Güero se puso de pie. Se había echado unas chelas y estaba en forma.

—Les vamos ayudar con los registros, dijo, pero si piensas que nos vas a usar para sostener a tu organización, mejor lo piensas dos veces. Si nos traicionas, te matamos. Vamos a cooperar hasta donde pensamos que es lo que tenemos que hacer, mientras sea para el pueblo.

Los Westsiders se quedaron fríos. No estaban acostumbrados a que les hablaran así. Todos universitarios, habían estudiado teoría, pero encarar al barrio con toda su crudeza era algo nuevo. Desconocían el barrio, y lo sentían ligeramente inferior sus pretensiones.

Las pláticas continuaron, y se decidió que los Boinas tomarían los formularios para ponerse en frente de los supermercados y otros lugares donde había agrupaciones de gente. Aburridos, los Boinas asintieron y esperaron que los demás se fueran.

Un gitano llamado "sleepy" porque estaba tomando medicinas, se acostó en el sofá. Marcos le trajo una cobija. Este simple gesto inspiró a los Boinas invitarlo  a que se sumara a sus filas.

Estos muchachos son ingenuos, pensó, pero tienen buen corazón. Tienen lo que les falta a los letrados. Una vez que tengan estudios, no habrá quien los pare.

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Después del desastre de la Moratoria, Marcos se fue a vivir con su tío Richard en la casa de El Monte. Chona había muerto, y Raquel vino al velorio desde el DF, toda pieles y perfumes y lágrimas. Se veía bien, y no mostraba su edad. Raquel sabía que no le quedaban muchas temporadas ya, y su aparente seguridad enmascaraba un pánico que nadie podría adivinar. Entró como el viento, preguntó por Lauro, besó a Richard y a Marcos, y anunció que iba ensayar todo el mes entrante. Había vuelto para quedarse.
 
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Richard había estado estudiando economía política, tratando de entender a su padre y a la colonia, y tratando de desvanecer la neblina de su propia ignorancia. El interés que tenía Marcos sobre el tema los hermanó, y pasaron largas horas en discusión mientras Raquel ensayaba su repertorio en casa e iba a las repeticiones en el teatro. Los dos hombres descubrieron que de una manera u otra, no importaban las circunstancias, el capital defendía la esclavitud salarial. Bajar los sueldos significaba subir las ganancias.

—Al menos están los  sindicatos, decía Marcos.

—Las reformas pueden ser útiles, replicó Richard, pero  no si  fortifican las instituciones vigentes.

—Eso es lo dicen los Panteras, contestó Marcos.

—Pues esa es la otra cara de la moneda. Tienen la idea, pero ¿cómo la van a llevar a la práctica? No se dan las condiciones. ¿Cómo van a levantar un ejército? ¿De dónde, cuando son una minoría dentro de una minoría?

—Sin embargo la lucha es absoluta, respondió Marcos, después de pensarlo.

—Bueno, todo  es contradictorio. Supongo que de tantos conflictos algún provecho tiene que resultar.  Se está educando a toda una generación , como mínimo. Es cierto  que muchos son sinceros, y hacen buen trabajo, a veces. Algunos son tan valientes que rayan en la locura. El problema es que no entienden la dialéctica, aparte de Sister Angela. Muchas cosas suceden  a la vez, y hay que saber  hacerles frente al mismo tiempo. Por ejemplo, la izquierda loca ataca a los comunistas porque trabajan en las elecciones, mientras se hacen de la vista gorda  referente a los 250 millones de la población, como si no existieran.  Solo quieren ser la vanguardia. Piensan que van a tomar el poder pasado mañana.

—Y no trabajan dentro de los sindicatos, porque son corruptos, coincidió Marcos, en vez de ponerse del lado de los trabajadores y luchar contra esa corrupción. A fin de cuentas, se sabe que los sindicatos son instrumentos del capitalismo.

—Exacto, dijo Richard, sonriéndole a su discípulo. Hay que preguntar;  ¿Quién se beneficia? La izquierda loca hace mucho ruido, pero después de todo el barullo, conseguirán  trabajos cómodos dentro del sistema, hazme caso. Lo difícil de ser revolucionario es serlo toda la vida, porque la burguesía  te odiara, y te mantendrá en la miseria permanente, si puede.

—Bueno, dijo Marcos, suspirando, supongo que allí es donde uno pertenece. Si eres pobre toda la vida, legítimamente eres un trabajador más.

—Los capitalistas piensan que el dinero es lo más importante. No lo es. La solidaridad humana es infinitamente más valiosa. Nada más bello que la gente se ayude mutuamente al pasar por esta vida.

Marcos sintió un brote de calor y afecto para con  su tío gringo.

—Si solo la gente entendiera eso, dijo Marcos. Es tan difícil romper con el racismo y la formación deliberada de su imaginada superioridad. Sabes, dijo con fuerza, pensando en los blancos, les enseñan desde la cuna a competir y a pensar que son superiores a los demás. Nadie lo cuestiona, está en lo más hondo de su subconsciente.

—Pues si, por eso el capitalismo tiene tanto éxito. Tiene que dividir a la gente, a huevo, o perecerá. La división significa la desigualdad. Ricos y pobres. De lo contrario tienes la igualdad, que es social.

—Una vez oí a una colegiala decir, Richard cambió de tema,  que Allende  es como Hitler, porque  se  niega a sacar el ejército contra los pinochetistas. Para ellos, todo es blanco y negro. Están en su contra   porque es burgués, como si ellos fueran la gran clase trabajadora, esos pitifloritos de escuelas católicas, y el fuera el enemigo. Es una manera hábil de quitarle el enfoque al verdadero enemigo, el capital internacional y sus rastreros chilenos. Si no es la persona indicada para liderar el socialismo, entonces ¿porqué el imperio lo ataca tan implacablemente?

—El comal diciendole a la olla, rió Marcos, en fin, ¿quien los eligió?  Es una muestra de lo simples que son, dijo, después de un minuto. El problema es que confunden a mucha gente, y terminan adoptando posiciones idénticas a la derecha, que tilda a Allende de dictador. Claro, agregó, tampoco Allende es perfecto. Hay que tener una masa de gente decidida en tu entorno, gente que les gana la ventaja a la oposición. Los fascistas no han sido neutralizados, la burguesía acapara los artículos de primera necesidad, los EU meten dinero falso para desestabilizar la moneda, demasiados  generales siguen en su contra. Es excesivo. La izquierda loca  es la menos indicada para tomar esas riendas, pero bien que critican, y se ponen como "dirigentes".  

—Quizás alguna día . . . murmuró Marcos.

—Una cosa que sí pasó, dijo Richard, es que los Panteras, indomables, empezaron a romper el silencio y   hablar del capitalismo y el socialismo abiertamente, palabras prohibidas hasta ahora. Sabrás que cuando estaba yo en la secundaria casi  te corrían por  decir la palabra "comunismo".     Era una proscripción   maccarthyista, un tabú. Ahora la gente empieza a hablar, que es el primer paso de la lucha. Sí sucederá, dijo, optimista. Otra cosa que la gente no entiende es que no sucede de una vez por todas, como en el cine. Es una lucha que sigue y sigue y que tiene etapas y matices y peldaños constantemente. La teoría es gris, mas el árbol de la vida es eternamente verde. El imperio romano tardó cuatrocientos años en caer. Todo lo que hay a lo largo de la vida es el combate, nunca se toca fondo. El camino es lo que hace que valga la pena.

Marcos se sintió reconfortado. Su tío era a todo dar.
                    ************
 Marcos había firmado un sinfín de peticiones, y sin saberlo la policía había tomado su fotografía en varias asambleas. Llego el día cuando tocaron a la puerta. Marcos contestó. Eran dos hombres, bien vestidos de traje y corbata. Era el FBI. Marcos sabía que no debía dejarlos entrar, y se quedaron fuera mientras preguntaron cortésmente si no se molestaba en contestar a algunas preguntas.

—Bien, dijo Marcos.

—¿Qué sabe de Angela Davis?

Marcos miro al hombre con asombro. Estaba sudando, a pesar de que era un día fresco. ¿Tendría miedo?  Marcos sintió un chispazo de poder en su corazón.

—Sólo lo que leo en los periódicos.

—¿Tiene amigos en el Weather Underground?

Las preguntas siguieron la misma trama  hasta que a los hombres se les agotaron las preguntas. Le dieron las gracias a Marcos y se fueron.

Unos días después, cuando Marcos caminaba por la Valley boulevard,  un coche se le acercó. Dos hombres, no los mismos, se bajaron y lo abordaron, obligándolo a que los acompañara. Lo llevaron al centro al servicio de inmigración.  Marcos  se había quedado más de la cuenta y lo iban a deportar. No le permitieron una llamada telefónica.


                    "En cuanto permanezca el mundo no se acabará la fama y la gloria  de México-Tenochtitlán."  Cantares mexicanos.
                
MARCOS

El Valle del Anáhuac había sido poblado desde antes de Cristo. No estaban dispuestos a darle la bienvenida a un grupo de pelagatos extranjeros que hablaban un idioma desconocido, a pesar de que unas cuantas toltecas se hubieran casado con ellos y servían de intérpretes. A los aztecas se les obligó a seguir su camino, hasta llegar a Chapultépec, donde encendieron el fuego sagrado en 1299.

Los colhuas los aceptaron con desasosiego, hasta que vieron un águila en un islote en medio del lago, desgarrando una víbora y comiéndosela.

Cuando el águila vio a los aztecas, les hizo una reverencia. Desde la distancia  vieron el ave, con su nido de plumas preciosas, plumas de pájaro azul, plumas de pájaro rojo, todas plumas preciosas y garras y huesos de pájaros.

Era el presagio que esperaban. El águila se elevaba como el espíritu. Era el alma. La serpiente era la tierra, la materia, la sabiduría de la carne. Aquí se construiría una gran civilización.

Marcos arribó a la estación de Buenavista en un día cristalino, de esos días invernales con destellos de frío,  sol y nubes, y azules cobaltos. Miró las caras, vio a los aztecas, los otomíes, los toltecas. Vio lo que ellos habían visto, los volcanes sagrados, vio los nubarrones, aspiró el aire rarificado, olió el carbón candente y los elotes y el buche siseando en los comales de la esquina. Tomó un camión para la Colonia Mixcoac. Aunque no supiera por adelantado  de su llegada, la tía Nicolasa seguramente le invitaría a que se quedara en su casa.

De hecho, la tía estaba estupefacta al  verlo. Los muchachos, sus primos, también habían crecido, y se habían convertido en hombres rudos y ásperos. Cucú se había devenido en una mujer taciturna a quien todo el mundo creía mas bonita de lo que era porque tenía ojos de color. La tía de inmediato puso otro plato en la mesa y añadió  más tomates sobre los fideos que empezaban a echar humo en la cazuela. Marcos se sintió incómodo con  la cortesía forzada; después de todo, no era su lugar. La tía se había casado con un sindicalista, ya muerto, que le dejó una pensión después de negociar tratos con los patrones.

Marcos tosió.

—¿En qué trabajas? Le preguntó a Justo.

—Soy vendedor de productos plásticos, contestó, tratando de ser amable.

—¿Te gustaría ir a las corridas? Preguntó Andrés. Puedo conseguir boletos para mañana.

—Chévere, contestó Marcos, sin entusiasmo. Los toros de lidia tenían resonancia de los españoles en México, La Covadonga, Cagancho, Manolete. A Marcos le interesaba poco.

Después del membrillo, Marcos se disculpó y salió a la calle, prometiendo regresar al día siguiente, domingo. Caminó hasta Insurgentes, sorteando las banquetas partidas por sacudidas telúricas.

Después de la muerte de Xólotl, Nopáltzin fundó su propia monarquía. Sus hijos se hicieron emperadores.   Los chichimecas hablaban pame o mazahua, mientras los toltecas hablaban náhuatl, destinada a ser la lingua franca de mesoamérica. La aculturación con los civilizados toltecas era inevitable. Los aztecas quemaron sus códices y volvieron a empezar, borrón y cuenta nueva, como hijos de Huizilopochtli, el dios de la guerra, y de su madre Coatlicue, que vestía culebras, mazorcas y cráneos humanos. Se volvieron los herederos del quinto sol que había nacido en Teotihuacán, la ciudad de los dioses.

Un macehual, desocupado, vendía pepitas y garapiñados. Marcos compró unos, caminando por la Avenida Juárez hacia el Templo Mayor. En los escalones del templo habían corrido ríos de sangre bajo Ahuízotl, y la Plaza había sido el  escenario de sangrientas luchas contra los gachupines, contra los gabachos, contra los falangistas franquistas, y ahora, contra la burguesía y el nuevo imperio. El Zócalo era ya un vasto lugar vacío. El zompantli había desaparecido en los edificios coloniales, con las nubes negras  juntándose al llamado de los tambores. Los cielos se abrieron y eyacularon su torrente sobre el Anáhuac, fertilizando las semillas y alentando, como siempre lo habían hecho, a los nopales y las milpas, y las flores de calabaza en los patios traseros de los cerros.

La lluvia duró media hora, desperdigando el calor de la tarde, y la Catedral relucía esplendida con el nuevo sol. Marcos sabía que tenía que encontrar una casa de huéspedes, lejos de la tía y sus vendedores de plástico taurinos.

Moctecuzoma había sido adorado como un dios. Tenía varias esposas y diez y nueve hijos, pero se consumía por los cimbreantes cuerpos de los guerreros en su séquito. Cuando llegaron los españoles se enamoró de sus blancas pieles y pechos velludos y les abrió las puertas de su palacio y de sus aposentos. Cuando el pueblo se enteró lo mataron en un frenesí de pedradas, llamándole manceba de los españoles. Murió de tristeza, y la caída había terminado antes de empezar. Fue el primero en una larga lista de cachorros del imperio.

                    ************

Félida nunca había estado en la torre latinoamericana, el edificio más alto, a pesar de trabajar en una zapatería cercana. Un día entre semana se decidió, llamó para decir que estaba enferma, y compró su boleto. El ascensor la hizo volar, y sintió un rápido incremento de la tensión psíquica. Sintió euforia al salir a la torre de observación.

Estaba sola en el lugar. Miró, a través del vidrio que la encerraba, a las calles y edificios tan conocidos, –el zócalo, la catedral.  Los volcanes en la lontananza, cubiertos por la bruma, cosa que había faltado años atrás. En su recorrido por los pasillos encontró por azar una puerta abierta que daba a una escalera de caracol. Con viva curiosidad, la siguió y encontróse al aire libre. Un hombre estaba parado en uno de los rincones, mirando la incesante actividad a sus pies en la distancia.

Era de su agrado que él tuviera el pelo largo,  una melena rebelde. Sonrió, y él le contestó la sonrisa. No hacía falta mucha conversación. Subieron la estructura de acero que coronaba el tope del edificio—todavía más alto  de donde estaban, tocando el cielo. Había una barrera de alambre con un letrero, PROHIBIDO EL PASO, pero se maravillaron al encontrarla abierta.  Impulsivamente subieron el andamio, que zangoloteaba marcadamente en el viento.

Estaban en las escaleras, al aire, restaurantes, cuarenta pisos arriba de la ciudad, colgados de las vigas de acero, meciéndose sobre la ciudad de los palacios. El momento no se iba repetir jamás. . Marcos sintió una precipitación de acaloramiento, acoplado por los ojos negros y la cara encendida de Félida. La encerró y ella lo envolvió en un apretujón que exploraba sus cuerpos mutuamente. Balanceándose precariamente cual dos colibríes en el espacio, aparearon hasta que la sangre se vaciara de sus caras y se retiraron, extenuados. Bajaron al restaurante y pidieron café.


Después de eso Marcos y Félida anduvieron juntos por todas partes. Despreciaban el gobierno en igual medida, y su enlace les daba talla entre sus amigos. Uno de ellos, Cebollín, quería invitar a Marcos a una reunión en casa de Yasmani, y lo citó en el Café La Habana para platicar.
                    ************
Marcos caminó por las calles de Bucareli, pasando el reloj, por las calles empinadas por los temblores, agrietadas por el asentamiento de la gran ciudad   de Tenoch en su lugar de descanso de oro y plumas de ave, flores y cantos . . .

Los montones de periódicos por la Iturbide estaban siendo lanzados a la calle, los voceadores dispuestos a recogerlos y salir en todas direcciones gritando "las últimas".  Corrupción en el gobierno, voceaban, mientras los verdaderos corruptos corrían a algún infeliz burócrata de poca monta. Al fin vio el café La Habana en la esquina de Morelos.

Entro en el cafetín de tipo europeo. Las ventanas recorrían a lo largo de un costado. Un viejo mostrador con una máquina espresso que rezaba 1906 Milano se posaba sobre el mostrador de caoba  pulido.   Algunos ancianos estaban sentados cerca de las ventanas, a la luz, leyendo sus periódicos. Niños harapientos deambulaban ofreciendo bolear los zapatos. Marcos se sentó cerca de la puerta, esperando a Cebollín. Pidió un café con leche y un pan dulce. Sacó sus delicados y empezó a fumar. Una anciana hizo la ronda de las mesas, pidiendo dinero. Cuando llegó a la mesa de Marcos, este le dió 10 pesos, equivalente a un dólar.

---Esto no me sirve para nada, dijo la vieja con desprecio, y se lo regresó.

Finalmente Cebollín se asomó por la puerta.

A Marcos le agradaba verlo. No era fácil hablar con la gente, había mucha paranoia. El Servicio Secreto podría estar escuchando. Algunos cuates se hacían los interesantes manteniendo un hermetismo absoluto sobre sus actividades, que en realidad eran nulas.

—No quiero que la gente me diga lo que tengo que hacer. Hay espías por todas partes. A los inconformes se les tortura. La gente está enajenada. Marx dijo que el capitalismo crea la alienación, y que el socialismo lo desarraiga, pero yo no lo veo. Cebollín revolvió varias cucharadas de azúcar en su taza agitadamente. Gotas de sudor les resaltaron en la frente. La cuestión era muy importante para él.

—¿Estás hablando de México o los EU? Preguntó Marcos. No le había prestado demasiada atención a las divagaciones del otro.

–¡La Unión Soviética! Farfulló Cebollín, suavemente, con miras a no llamar mucho la atención. Los granaderos, vestidos de civiles, abundaban por doquier a tres años del tltatelolcazo.

Cebollín continuaba con intensidad.

—El estado declara la guerra a  muerte contra todos los estilos  y movimientos, salvo los oficiales, declarando  que son reaccionarios y hostiles a la clase. ¿Que sucede cuando un régimen totalitario se disfraza de revolucionario? Se le puede engañar a mucha gente así.

—¿Pero cómo vas a impedir que los reaccionarios tomen el poder si no usas un puño de hierro? Preguntó Marcos, en tono dócil que contradecía sus duras palabras. Estás hablando de la libertad en una manera abstracta. La libertad oprime donde no hay justicia. ¿Dejarías a Díaz Ordaz en libertad si tuviéramos el socialismo aquí y ahora? ¿No lo consideras un criminal, enemigo del pueblo?

Cebollín tragó su café apresuradamente. Sus lentes de botella le engrandecían los ojos, y además se empañaban con el calor de la bebida. Se sentía en desventaja.

—Sí, pero ¿dónde se le pone un hasta aquí? Los burócratas soviéticos consideran cualquier crítica un acto hostil. Los pintores no pueden pintar—Uspensakaya --- existen los derechos humanos.

María Uspenskaya era una poetisa futurista, autonombrada de vanguardia,  desfavorecida  por  el Ministro de Cultura.

—Has estado leyendo El Universal, replicó Marcos, impaciente. Había leído el artículo de Magda Micheltorrena, una conservadora  que criticaba a la URSS por el trato para con la poetisa aristócrata. No sé porque pierdes tiempo con  los medios. Sabes como mienten. Uspenskaya es una burguesa elitista que  enfoca exclusivamente en problemas estéticos formales, cosas que a nadie le importa.

—Mira a toda esa gente en la calle, siguió Marcos, señalando a través del  el vidrio. Ni siquiera tienes que ir a ningún lado. Allí están. Mira a ese mendigo, indicando con el dedo. ¿Dónde están sus derechos humanos? ¿Quién expresa su cultura? A la gente le importa un bledo Uspenskaya. ¿No crees que los soviéticos tiene mejores cosas que hacer que leer esa faramalla romántica?

—Es un ser humano, resolló Cebollín. Se merece la dignidad de . . .

—Se  obra por el bien de todos, interrumpió Marcos, si no, tienes el viejo capitalismo que todo lo divide en desigualdades, ricos y pobres, el mismo individualismo caduco, la misma poesía de pacotilla, y  no cambia nada.  Se trata de entregar el "yo" creativo a cambio  del "nosotros" , que es intensamente más poderoso. No llores por la vanguardia en el arte. Si fueron aniquilados a fuerza o simplemente desgastados en su potencialidad creadora por el paso del tiempo, da igual. Ahora vivimos tiempos nuevos.

—Viste? Tú mismo lo dices, que el socialismo te obliga a abandonar la creatividad, favoreciendo la política. Algunas cosas no pueden ser cuestiones de política, dijo, débilmente, sabiendo la respuesta.

—Todo es política. La misma política es un arte, y probablemente la que más te llena., más de lo que puede haber en un libro o sobre lienzo. Uspenskaya se negó a trabajar. Su hijo fue un espía para los británicos. Imaginándose una radical, no obstante  quería conservar el mismo estilo de vida aristocrático que tuviera en tiempos  del  Tsar. De eso fue hace mucho. Los problemas de hoy son otros. Su tiempo ya pasó.

Cebollín se quedó callado, sin saber qué decir,  pero el coraje latía en él.

—Tarde o temprano, los fines justifican los medios, dijo entre dientes, como último recurso.

Marcos rió.

—Los fines yerran en justificar  los medios cuando no se sabe la diferencia entre la táctica y la estrategia. El socialismo no es una utopia. Se hace el camino al andar. Es cierto que hay gente inocente que puede ser lastimada. Aun así, los poetas escriben, los danzantes, bailan. Hay gente que quiere ser  desviacionista, no importa el sistema en que viven. Eso no es admirable cuando la patria te necesita. El socialismo no quiere conformistas, quiere pensadores creativos que buscan y encuentran soluciones a los problemas. Pero tampoco quiere rebeliones estériles. Lo que cuenta es el proceso de deshacerse de la corrupción, la educación masiva  que se da como resultado. Esto es algo que tiene que hacerse de nuevo, con cada generación, porque al momento de resolver una contradicción, una nueva surge para tomar su lugar. Es como Jasón, el argonauta, sembrando dientes de dragón que brotan como soldados que hay que derribar, sólo para que vuelvan   nuevamente  a salir otros.

---¿Será Uspenskaya el enemigo?  Cebollín seguía su hilo ¿Quién lo sabe?

—Puede que sí, y puede  que no. Tienes razón, ¿quién sabe? Quizás es enemiga en un tiempo determinado y no en otro, porque ella ha cambiado, o porque el mundo ha cambiado en su derredor. En todo caso es irrelevante.

—Pero ¿no hay algo espléndido en alguien que se niegue a dar por vencida?

---¿A qué te niegas? ¿A la asistencia médica gratis?  ¿Qué vas a decir, no, prefiero pagarla? Vamos, la gente sólo quiere vivir su vida. A las Uspesnkayas del mundo les encanta ser mártires. Lo que es peor, los capitalistas las usan como propaganda. Los soviéticos te garantizan una vida libre de inseguridad y de explotación. Han creado una sociedad humana, planificada, que estimula la creatividad y el talento. El problema de la Uspenskaya es que es anti-soviética. No le importan  los logros. Los que contradicen los  logros son  castigados, así como quienes glorifican la guerra. ¿Quién se puede oponer a eso?

—Uspenskaya formó parte de una renacimiento que fue ahogado por los burócratas.

—Y dale. A Uspenskaya nunca la metieron  en la cárcel, sólo no se le publicaba. Tenía  su tarjeta como cualquier otra gente, para sus gastos. Si a esa gente se le deja suelta, al rato el sistema se va a volcar patas pa ‘rriba. Se sobreentiende que eso es lo que quieren los capitalistas. Además, ¿que te hace pensar que la Capilla Sixtina, por ejemplo,  es un ejercicio de vanguardia? El arte del renacimiento es totalitario por excelencia, sin embargo, mira la calidad que tiene.

Cebollín salto de la silla, chisporroteando.

---¿Y la crítica, y la autocrítica, que pasó? Gritó, sin importarle el SS. La gente como tú van a conducir al socialismo a una nueva forma de fascismo.

 —Mira, Cebollín, dijo Marcos, impaciente. Claro que vas a encontrar gente en todas partes que hable mal del socialismo, porque le tienen miedo. No sólo al socialismo, sino a la clase trabajadora, al pueblo. No entiendes lo aterrados que están cuando se encuentran solos en un barrio, que para ellos está lleno de malandros? La burguesía se dedica de tiempo completo a calumniar a la gente pobre. La clase trabajadora para ellos es una amenaza, y cuando es insurreccional, se cagan del pánico.

Cebollín le quedó mirando, quieto, sorprendido por la vehemencia de sus palabras.

—En todo caso, siguió Marcos, no se trata de emular la URSS. Los medios siempre sacan eso, como si fuera el único modelo. Hay un socialismo para cada país, y para cada época. Tenemos nuestras propias raíces. Somos indios, después de todo. Y africanos. El eurocentrismo no tiene cabida en nuestra casa. Lo que si es igual siempre– Marcos se le quedó viendo al muchacho al notar que le empezaba a escuchar con atención —es la dialéctica. Nadie la inventó—esa es  parte integral de la naturaleza.

—Pero  desde que  vino Trotsky a México, exiliado, eso quería decir que algo andaba mal en la URSS, ofreció Cebollín tímidamente. Ahora con Dubchek . . .

—Bien, algo anda mal repuso Marcos. Es un error pensar que por internacionalismo vamos a desatender lo nuestro. No somos sumisos a la colonización de nadie, venga de donde venga. Nosotros también tenemos algo que aportar, carajo.

—Tienes razón, dijo Cebollín, más calmado. Lo que siempre me ha molestado es el paternalismo que  se esconde  en el partido porque tienen miedo de parecer nacionalistas.

—Claro!  Marcos se  mostró  satisfecho en la concordancia. Por ejemplo, si le hablas de la religión a uno de esos comunistas empedernidos, te pone como campeón. Ohhh la religión no es compatible con el materialismo —Marcos  remedaba en falsete— Ponen el grito en el cielo y te empiezan a hablar de la Inquisición. No se dan cuenta de que el pueblo es profundamente religioso, y que si vas a estar con él, ellos son los que te van a enseñar, no al revés.

—Bueno  tampoco, dijo Cebollín. Acababa de descubrir el ateísmo. No vas a renunciar . . .

—Tus principios? Claro que no. Yo soy ateo, pero porque no voy a respetar algún viejito campesino o trabajador que cree en Dios? ¿Quién soy yo para decirle cómo va a vivir su vida? Su fe no es cosa de la iglesia  tampoco. Esa fe esta allí desde mucho antes de que hubiera iglesia.

—Por ejemplo, siguió Marcos,  mucha  gente no entiende el Islam. Piensan que son unos fanáticos. Pero la verdad es que al desarrollarse el capitalismo en los países musulmanes, tuvieron que adaptarse a los tiempos modernos. La burguesía musulmana se volvió anti-imperialista, porque estaban colonizados.   

—Empiezas a decirle a la gente lo que tienen que pensar  y caes en el totalitarismo.

—Así es, así  es. Le diste en el clavo. Sin darse cuenta, en su fanatismo de seguir "la línea correcta", la izquierda va  en contra de los intereses objetivos del pueblo. Hay que ser flexible. El pueblo nos alimenta con su enorme creatividad. Así es como se multiplican las riquezas culturales.

Un vendedor de lotería pasó por la mesa.

—Es el último que me queda, dijo, insinuante.

—Se trata de que el pueblo controle los asuntos públicos, y no sea un simple espectador. Donde  haya no solo igualdad de oportunidades,  sino igualdad de condiciones.  Que se acabe con la explotación . . .

—Y se respeten los derechos de los indígenas, dijo Cebollín, con su cara de Otomí.

—Ese es nuestro internacionalismo- la integración con nuestra América toda, asintió Marcos.

—¿Vas a la manifestación de mañana? Inquirió, para cambiar de tema.

–Tratare de ir, dijo Cebollín, buscando feria.

–Déjalo, yo pago, aseguró Marcos, un poco incómodo con la intensidad de los sentimientos de su compañero. Cebollín se precipitó en la noche citadina.

Por Reforma, Marcos se encontró con Roberto Mansur.

—Arriba España, muera Franco, dijo Roberto, como era su costumbre. Fumaba Delicados, el cigarro del pueblo. ¿Vas a la manifestación en la Normal mañana?


SOLEDAD

Soledad había conseguido un trabajo en casa con una familia americana que vivía  en un a parte elegante de Polanco. El era ingeniero que trabajaba para una corporación transnacional que desarrollaba la infraestructura energética en México, usando el dinero de los préstamos americanos como sueldos, que luego se convertían en ganancias, pagadas  con intereses inflados–un negocio  redondo.  Los prestamistas americanos y los banqueros mexicanos se disputaban el monto de los intereses que le tocaba a cada quien–sacados de las costillas de los trabajadores— fuente de tirantez entre ambos.  Aun así, había   harto dinero–el departamento  ocupaba dos pisos, pero que a Soledad le pagaran una bicoca los tenía sin cuidado.  

Soledad en su día de descanso se paseaba por Reforma, hablando con la gente, y fichaba de vez en cuando. Su vida se había tornado mas estable,  a pesar de tener que aguantar las rabietas de la Mrs. Pritchard, y se podía dar pequeños lujos, como cenar en VIP's o Sanborn's. Amaba la limpieza y belleza de Reforma, un  mundo tan distante  de las ciudades perdidas del DF. Jóvenes de su edad pululaban por todas partes, muchos de ellos estudiantes, y los miraba en Chapultepec, con una especie de tristeza y furia, viéndolos estudiar sentados en los grandes bancos de cemento proporcionados por el ayuntamiento. Lo que más hubiera querido en la vida habría sido asistir a la Universidad. En una de esas conoció a Cebollín, quien la  presentó con Yasmani, en la Colonia San Rafael. Yasmani, sin talento propio,  se figuraba una especie de mecenas. Hacía tertulias seguido, tratando temas de interés. En su casa pasaba un desfile de artistas—pintores, actores, escritores, y los izquierdistas de moda. Ella misma había empezado una novela romántica y se sentía toda una Madame de Sta l.

Cebollín estaba de visita en el departamento. Yasmani hacía una sopa de espinacas, con leche descremada, en una de sus obras maestras de tacañería. Cuando Yasmani estaba a dieta, todos estaban a dieta. Soledad, en ocasiones que no tenía trabajo, se había quedado con ella, y tenía que escabullirse para comprar unos tamales de Oaxaca , en hojas de plátano, en el puesto de la esquina, y comérselos a hurtadillas para calmar el hambre. Una vez en ese mismo puesto se puso a platicar con una argentina. Con vivo interés por los sucesos en ese país, trató  que le diera su dirección, pero la mujer, cargada de desconfianza, la miró con sospecha infinita y no le contestó.

Shai Tan, el gato negro de Yasmani, había espurreado las cortinas y aportado un olor picante en la sala. Satisfecho, se relamía con aire de superioridad acostado en su silla preferida. Yasmani servía el café mientras los invitados se sentaban en los lugares restantes. Cebollín quería presentarles a un amigo—amigo de Félida, además. Se jactó de que Marcos había estado en la huelga de César Chávez y había sido deportado por el mismito FBI.

Yasmani no iba a la manifestación. Alguien tenía que quedarse en casa y cuidar las cosas. Los asesinos son capaces de todo, dijo. La manifestación no empezaría hasta las 5 pm, y había que hacer tiempo. Soledad  y Cebollín  decidieron irse al primer cuadro.

En Bellas Artes, todo como de costumbre. Sintiendo hambre, los dos amigos compraron unas pepitas. Cebollín se compró un elote, con todo. No había ninguna actividad política, ni por asomo. En México reinaba la paz, siempre había sido así, y siempre  sería así. Emprendieron el camino por la Avenida Juárez hasta llegar a Tacuba y la Normal.

Una mujer gorda vino corriendo por la calle como una loca, la voz en sollozos, la greña tumultuosa, implorando que le dieran dinero porque su bebé se moría de diarrea. Frustrados y maldiciéndose a sí mismos, por haber gastado dinero en los antojitos, trataron de juntar lo que quedaba. No era suficiente para el enterovioformo, y se estaban tardando demasiado, y la mujer se lanzó de nuevo en su arranque demente por la calle, ¿A dónde? A la muerte de su hijo, a la eternidad. Los dos jóvenes la siguieron con la mirada, impotentes, su frustración alimentando su rabia.

                    *************

Soledad tocó la puerta de Yasmani. Había perdido sangre, y se sentía desvanecer. Cuando Yasmani abrió, quedo  aterrada, pensando que Soledad moría. Soledad  se salió de sus cabales  por primera vez, y balbuceó que Cebollín estaba muerto.

— ¿Qué pasó? Gritó, arrebatada. Vente a acostar. Perica, vociferó a su amiga que estaba en la cocina, trae agua y unas vendas.  Para que los vecinos no se dieran cuenta, Yasmani la hizo subir a  un pequeño taller en el ático donde Florencio tenía su estudio de pintura,  y allí lavó y vendó su pie.  

Después de que su pie quedó lavado,  y la sangre se le hubiera detenido, Soledad empezó a hablar, titubeante al principio y luego más y más conforme se desahogaba.

—Nos reunimos en el casco de Santo Tomás, dijo, con voz cansada. Había veteranos de Tlaltelolco. Eran

jóvenes de 20 años, muy serios, llenos de ideales. Indefensos, pero indignados. No hay duda de que es un movimiento popular, la mayoría son hijos trabajadores, se les ve en la ropa deshilachada.

La Normal estaba atiborrada cuando llegaron. Los jóvenes se arremolinaban. Soñaban con ser maestros alguno día. Los mayores, los responsables de la marcha, estaban nerviosos. Si Echeverría es tan progresista, vamos a ver si realmente hay apertura, decían.  Algunos  empezaban a dudar que esto fuera tan buena idea.   Los estudiantes, desafiando el 68,  apoyaban a los maestros, que exigían mayores salarios, y estaban en solidaridad  con los estudiantes  de Monterrey, que habían  sacado  a Elizondo, y claro, solidarios  con la revolución cubana. Exigían el retiro de los intereses de Estados Unidos en México. Había cartulinas del Che, de Marx, y de Mao Tse Tung.

            UNIVERSIDAD DEMOCRÁTICA.
            LIBERTAD A LOS PRESOS POLÍTICOS
            LEY ORGÁNICA LIBRE DE INFLUENCIAS PRIVADAS O POLÍTICAS    
            IGUALDAD DE VOTO ENTRE ESTUDIANTES Y DOCENTES

Pedro había montado a la tarima. La hora había llegado.

—Compañeros, rugió. Los charros y la burguesía han roto con el movimiento laboral. Tenemos una obligación histórica de cambiar el México de hoy  y de destruir  el sistema de explotación. Rechazamos a los oportunistas, que tratan de implantar la idea de que la democracia es posible bajo el sistema capitalista. Nuestros compañeros se pudren en la cárcel y la gente exige que se haga algo. Si no nos comprometemos no merecemos llamarnos hombres.

O mujeres, dijo Soledad para sí. Pedro se bajó de la plataforma y encabezó la procesión por la Avenida de los Maestros. Era el ardor  de la caza.

Marcos entrevió a Cebollín, maneándose entre  la muchedumbre. Dio unos pasos hacia él, luego  era un buen camarada.  Era  tan difícil  tener unidad y al mismo tiempo polemizar entre desacuerdos. Si la gente hablaba  libremente, todas  las  malas ideas salían a flote, y nacía la animosidad y el enfado.  El muchacho  no estaba equivocado. Su idealismo de juventud le impedía ver la otra cara de la moneda.

—Algunos estudiantes se dedicaron a repartir volantes exhortándole a la gente que no cargara agendas con direcciones y teléfonos. Debían avisarle a algún amigo verbalmente, quienes eran, su nombre, etc, en caso de desaparición.

Soledad tomó un poco de agua.

–Los manifestantes estaban  organizados según la facultad; la escuela de medicina, leyes, filosofía y letras. Algunos ostentaban  ropa de jipis, otros, de obreros.

Como aves migratorias arremolinando sus elementos disparejos en una masa  espontánea, emprendieron  la marcha.  Mucha palabrería, luego la marcha, y todos a su casa.

La gente gritaba sus consignas.

¡Abajo la momiza! ¡Fin a la enajenación! ¡Abajo la sociedad de consumo!

Alguien gritó:

¡Estaba en Gobernación en el sesenta y ocho!

Algunos se rieron, nerviosos. Echeverría  no los atacaría. Quería el diálogo. Así lo había aseverado.

—Mientras caminábamos por la Avenido de los Maestros hacia la Calzada México-Tacuba, continuó Soledad, me di cuenta que algunos "estudiantes" se  estaban formando en  un nudo; eran los halcones de Santa Julia, pagados por la policía. Un grupo de estudiantes corrió por un callejón, y volvieron también corriendo como si alguien los persiguiera, gritando y causando disturbios. Los manifestantes se apilaron en confusión. La policía permanecía formada en los callejones, aparte. En un intento de cohesión, los muchachos gritaron ¡Júntense! ¡Júntense! Y empezaron con el himno nacional. La marcha continuaba. Bruscamente, se dio otra bronca entre estudiantes y halcones. En ese momento todo se desbarató. Bajo la provocación, la calle se convirtió en campo de batalla. Apenas habíamos caminado tres cuadras. Unos obreros de la construcción que estaban parados en los techos les tiraron palos y ladrillos y barras de hierro a los estudiantes para que se defendieran. Una ola de estudiantes se  tumbó hacia nosotros, y tuvimos que brincar una barda para quitarnos del camino. Había  tantos haciendo lo mismo, que quedamos  sujetos contra otra pared. Di la vuelta para ver que estaba pasando. Después de un tiempo, el gentío se calmó, y seguimos la marcha.

En eso, Soledad los vio en las azoteas.

—Empezaron a tirar, Soledad rompió suavemente en lágrimas.

A la cabeza de la marcha, esquina de Mexico-Tacuba Normal, los halcones se amontonaban bajo una linea de francotiradores que disparaban contra los manifestantes. Los halcones se dedicaban a tirar piedras y romper cabezas con sus macanas reglamentarias.

Los estudiantes de la Normal gritaban "Hijos de su chingada madre," mientras, enfurecidos, arrancaban pedazos  del pavimento para tirar como piedras.  Atacaban intrépidos y luego desaparecían convulsivamente, para  luego aparecer  con  repuestos.  Las  ambulancias empezaban a anunciarse. Los  muchachos habían cerrado la entrada de la escuela, pero  abrieron para las ambulancias.

—Vi por lo menos a veinte, heridos o muertos, imposible saberlo. Las caras de sus compañeros estaban torcidos de odio y de dolor. Una joven a mi lado lloraba histéricamente. Su novio había caído. Nos llovían balas mientras tratamos de llevar a los heridos a la enfermería, en el mismo edificio. Algunos trataban de apuntar sus nombres  para comunicarse después, para que no desaparecieran. Alguien gritó con rabia "¡Echeverría asesino!" y esto activó a la multitud. Se oían gritos de "huelga" y "venceremos". Una nueva oleada de estudiantes golpeaba hacia nosotros, desde atrás. Corrimos a las aulas cercanas, sin saber quien nos perseguía. Los salones solo tenían una puerta, y me salí rápido por donde entré. Fue cuando vi a Cebollín, dijo, con la voz entrecortada.

Los cazadores se habían transformado en presas. La gente corría  en desbandada. Soledad alcanzó a Cebollín y le gritó, "vente por aca," señalando una parte de la pared bajita que daba a  un callejón que los llevaría fuera. Cebollín le clavó la mirada, como si no entendiera lo que ella decía, mientras la sangre le salía a borbollones por el pecho.  Se desplomó frente a ella y murió a sus pies.  Soledad lo arrastró hasta la esquina del edificio, fuera de la línea de fuego. Obligada a hacer algo, a pesar de advertir  cuan inútil era. Volvió corriendo a la escena, mirando los cuerpos, fuera de sí, hasta que sintió que el pie le quemaba. Volvió a la barda y brincó.

Miro hacia atrás por encima de la pared por un momento. En silueta contra el cielo, lo vio. El pelo  negro en una melena enmarañada, su cuerpo magro sacando con fuerza sorprendente   fuera de peligro a los compañeros,  Marcos le parecía un demi dios bajado de las montañas aztecas, un Cuauhtémoc mestizo, un hombre moderno con  ancianas raíces atávicas.

La quemazón se convirtió  en un candente dolor brillante, entretanto  se arrastraba por las calles. Tenía que llegar a la Colonia San Rafael.

—Evadiendo plomo, corrí hacia la parte de atrás y brinqué. Usé un palo que había servido para las cartulinas, y crucé la calle. Me escondí en una vecindad,  donde la gente me puso una venda después  de embarrarme  el  pie con yodex. Esto no detuvo la sangre, pero pude caminar.

Los fans del teatro paseaban por la Tacuba y a lo largo de Serapio Rendón. Soledad los miró sin darle crédito a los ojos. La gente bien vestida, riendo, manejando sus coches.  Tocando el claxon.  Ni sabían ni les importaba la masacre. Se dirigían a VIP's o Boca del Rio en busca de ostiones. Se preguntó si veían siquiera a la loca del pie ensangrentado. Vio fascinada como dejaba huellas de sangre en la banqueta. A unas cuadras de distancia, estaba en peligro mortal, aquí, entre gente deseosa de cenar, todos la pasaban por alto. A nadie le importaba, nadie le iba a hacer daño, ni mucho menos ayudarla, una vez fuera de la vecindad. Arrastró el pie, para no apoyarse en él. Una cuadra más.

—Los estudiantes, como Nanahuátzin, tienen que brincar en el fuego para convertirse en dioses, dijo. Solo el tiempo y la conciencia del pueblo dirá si el día de Nanahuátzin ha llegado al fin.

Soledad dejó de hablar. Cerró los ojos, rendida. Parecía hundirse en un estupor. Sus lágrimas se habían secado y el rin le dejaba estelas en la cara. El dolor agudo fue sustituido por un dolor morado profundo que pulsaba sin piedad. No era grave, la bala había atravesado el pie, rompiendo unos huesos pequeños, pero no podía ir al hospital público por miedo a que la delataran allí. Un huesero se encargaría después. Lo que necesitaba ahora era dormir.








MARCOS Y SOLEDAD

Una vez  sanado el pie, Yasmani decidió hacer una fiesta de intelectuales "de izquierda", como les llamaba alegremente,. Los intelectuales se habían ganado sus credenciales atacando el capitalismo, aunque ofrecían pocas soluciones, y la cuestión de la explotación quedaba en el aire, abstracta. Invitó a varios escritores y músicos. Y, claro, invitó a Soledad y a Marcos.

A Marcos le impresionó la muchacha tímida de larga cabellera  negra y ojos penetrantes.  Soledad ya se había decidido que éste iba a ser su hombre. Antes de que pasara mucho tiempo Marcos la invitó a su departamentito en la calle de Atenas.

Marcos se sentía culpable cuando veía  a Soledad. Se quemaba al mirar su piel morena, su párvula boca, sus pequeñas manos delicadas. En medio de la carnicería, la sangre, la peste y la corrupción, sentía menester darle forma a todas sus energías,  luchando contra las injusticias que encaraba a diario, pero sus pasiones no lo dejaban descansar.  Despertaba del sueño con imágenes de la matanza, la sangre que le salpicaba, los cuerpos desplomándose cual fruta madura adiposa. Cuando miraba a Soledad, que había estado allí, que había compartido el sudor y la mierda, necesitaba purgar su asco a los asesinatos, trascender la vida cotidiana en algo sublime como la única manera de hacerla aguantable.

Al fin comprendió su voluptuosidad. Era el imperativo de la naturaleza que se imponía.  La vida tenía que seguir entre la muerte.

La alcanzó con la mano y ella respondió bajando la cabeza, retraída, como si apenada.  Le besó el cuello, oliendo el perfume de su piel, el olor natural de su piel, y escondió su cara en la cabellera lustrosa.  Sus caras se encontraron y sus mejillas se tocaron suavemente.

Hablaban en voz baja, acariciándose con la voz, riéndose con dulzura. Los senos de Soledad se hincharon, provocados, y Marcos los arrulló con la lengua. Los ojos de Soledad se dilataron mientras la respiración se entrecortaba.

Marcos sentía euforia, un triunfo igualado por su pareja. Su cuerpo se calentó al momento que la sangre le agolpaba las sienes.

Después de vaciarse en ella, lo agarró fuertemente, bebiéndolo en esas regiones misteriosas donde empieza la vida.

Soledad tuvo un parto difícil. Lloraba a menudo, pensando en su deshonra escondida,  y aterrada de que se repitiera. A veces se hacía la idea de interrumpir el embarazo, pero sintió que Dios la iba castigar si lo hacía. ¿No le había castigado bastante ya? ¿Qué había hecho  para  merecer esa pequeña vida que había dejado atrás? Soledad no se sentía capaz de comprenderlo, y a veces tenía la impresión de estar  al borde del delirio.

El niño nació normal. A Soledad le dio por  usar el rebozo para cargarlo. Sentía nostalgia de Michoacán, añoraba la vida campirana, cosa que empezaba a fabular. Le daba pecho en público, hablándole con adoración. El bebé la miraba con gran concentración, como si intentaba grabar sus facciones en su pequeña mente. Ella lo mecía en su regazo, y la criatura reía con deleite, estirando sus manitas para acariciarle la cara. Al crecer, ella le daba de comer de su propia boca.

                    ************

La ciudad de México era un bazar permanente, afin  a la Europa Medieval y los zocos del Medio Oriente. Una de las cosas que Marcos adoraba de la ciudad era la corriente  infinita que pasaba  sin cesar delante de sus ojos. Era un testamento  noble a la inventiva de la gente, su empecinamiento a vivir  a pesar de la apuesta desigual que era la vida. Había juglares, malabaristas, traga fuegos, y había un oso  bailador.

El oso estaba ciego, y su dueño estaba tan decrépito que le costaba trabajo caminar. El anciano arrastraba los pies hasta el Alameda esperando  que la gente se juntara alrededor, y el vetusto  oso se erguía en dos patas al sonido del tambor.  Para intensificar el dramatismo, el viejo emitía un aullido horripilante, como si el manso animal estuviera por  atacar. Acto seguido pasaba el sombrero. Eran como un viejo matrimonio, cada uno dependiendo del otro por la existencia misma. Marcos se preguntaba como el anciano ganaba lo suficiente para ambos, y que le pasaría a uno si el otro falleciera.

Marcos caminó por Reforma, y se metió en Sanborn's  para un café. A la siguiente mesa se dio cuenta de una muchacha y su novio. Ella usaba  demasiado maquillaje, la boca carnosa y las uñas largas y artificiales en sus regordetas manos. Las grandes tetas torcían su apretado vestido. El muchacho, un joven flacucho, ordenó  nerviosamente. El mesero les trajo lo más caro de la carta, camarones a la diabla. Marcos los observó, fascinado, en tanto la joven tomaba un camarón gigante, que había pedido, y quisquillosamente lo mordió una vez , para dejar lo demás en el plato. Era solo para demostrar su poderío. El pobre infeliz acababa de gastar el sueldo de una semana, pensó Marcos. El  empleado estaba a punto de desmayarse con el derroche, pero curiosamente al mismo tiempo le daba  una intensa emoción de placer. Se dejaba engatusar,  de que ella era cara y refinada, y él el ejecutivo que podía darse esos lujos. La idea le daba  jactancia, y le excitaba. La cruda realidad  no se haría presente hasta después del camión a la Carlos V, el amor desgreñado en un hotel de segunda, y el viaje  precario otra vez en camión, la luz de los faros cortando la negrura de los cerros, adentrándose en la boca del lobo fantasmagórico que eran las afueras de la ciudad.   La chichona regresaría a su casita de bloques de cemento, con su madre y sus cuatro hermanos, y el dependiente volvería con su madre,  quien era poco apegada a la idea de recibir  a una nuera.

                    ************

Marcos se despertó de sopetón. ¿De dónde había salido semejante sueño? Era esclavo, encerrado de noche en una mazmorra. El capataz   lo había hallado descansando tras una pared, y le había golpeado sin misericordia. Todo el cuerpo le dolía. En eso vio a Justino, su amigo. Justino y el habían hecho un juramento de lealtad, y se habían cortado las manos para unir su sangre.  Justino había realizado un negocio clandestino, prestando dinero a altos intereses, y había podido comprar su libertad. Marcos contempló su limpia ropa de lino fino, sin una sola mancha, parecía nueva. Con desconfianza Marcos comprendió   que su amigo se había vendido—había pasado a las filas enemigas. Ahora Justino pagaba un alquiler y vendía ropa en la Medina. Justino prosperaba y se había apartado de la vieja esclavitud, en tanto que Marcos seguía esclavizado. Marcos tomó la determinación de fugarse, donde no hubiese esclavitud, donde  pudiera criar una familia, donde  su trabajo sería valorado. Los esclavistas no los iban a dejar en paz nunca, y Marcos tendría que juntarse con sus amigos para deshacerse de esa clase cuya única razón de ser era mostrar su  soberbia. Encabezaron una gran batalla, y la clase dirigente se moría del  susto, dándoles coraje y trascendencia  a  los  rebeldes. Ganaron algunas concesiones. Los esclavos ya no estarían encadenados. No podían ser castigados de muerte, como antes. Justino le pidió a Marcos que viniera a trabajar con él en la tienda. Le pagaría un buen sueldo. Marcos titubeó, pensando en sus camaradas que seguían condenados a trabajar en la construcción y en los campos por una mísera subsistencia.

Marcos  se quedó viendo la oscuridad  durante largo rato. ¿Qué significaba ese sueño tan raro? ¿Acaso había sido esclavo en una vida anterior? No era posible la libertad sin justicia, ni la democracia sin igualdad.

                    ************

En uno de esos días Marcos se metió en la casa enérgicamente, deseoso de continuar trazando  su escrito sobre  las causas del desmoronamiento de la URSS, presto para publicarse en  el  Uno Más Uno.  Había pensado obsesivamente sobre el sublime fracaso y como se relacionaba con los suyos. La caída lo había sacudido, así como a tantos millones que todavía  no daban crédito. Era demasiado fácil aseverar que la corrupción había facilitado el derrumbe, que los estalinistas tenían la culpa de todo.  Pero era igual de insolente afirmar que la URSS era perfecta y la culpa se escondía en otra parte. Había mucho que pensar.

Al caminar por el trozo de césped que crecía en frente de la casita (se habían cambiado a la periferia, donde las rentas eran más baratas) la Señora Felipa lo alcanzó con una gran sonrisa. Le daba la impresión que lo esperaba. Le pidió con chocante obsequiosidad que si no le podía dar un poco del epazote que crecía en el patio de atrás. Estaba preparando unas quesadillas a su marido quien estaba por llegar, y le gustaban con epazote y chile de bolita molido. Marcos le dio por su lado, sin importarle más nada. Soledad no había llegado a casa; a penas eran las tres. Soledad había conseguido trabajo en la CONASUPO. Marcos se moría por un café, el viaje en autobús lo había extenuado, atestados y polvorientos como solían ser esos recorridos. Tuvo que mantenerse de pie por todo el camino. Correctamente le ofreció una taza a la Felipa, quien aceptó de buena gana.

—Estas mujeres del barrio de  por aquí, suspiró, metiéndole cinco cucharadas de azúcar a la taza. Se sienten solas. Yo no, claro. Mi marido es atento conmigo.    Pero hay otras, que no tienen vergüenza. ¿Sabía que las hay quienes se revuelcan con el mecánico para no pagarle el dinero que les da su marido para la compostura del coche?

Marcos andaba revolviendo papeles, sin hacer caso. Buscaba un artículo del partido comunista griego que tenía algo sobre la crisis. Miró por los Bohemia que tenía en un rincón, pensando que podría estar allí. Se preguntaba que mosca le había picado a la Felipa.

—Por ejemplo, la Señora Ortiz, continuó Doña Felipa, al grano. Nunca falta una que quiera  arrebatar al marido ajeno. Hasta eso, no está feo. Se parece a Vicente Fernández. A las mujeres  nos gustan los hombres velludos. ¿Usted no es muy velludo, verdad Señor Marcos?

Marcos la miró agriamente, molesto con la afición de ciertas mexicanas para con los españoloides peludos anteponiéndolos al indígena lampiño. Una vez se había dejado crecer el bigote, pero poco duró por que le molestaba el labio superior y los laterales de la boca, donde le salieron granos.

—¿No gusta más café? Inquirió bruscamente, dando a entender que consideraba que la Felipa se estaba metiendo donde no le importaba.

—Hay, Dios, no puedo, respondió aquella exageradamente. ¡Mire no más que horas son! Me tengo que ir. Salúdeme a Doña Soledad de mi parte, y gracias por el epazote.

Después de que se había marchado, Marcos permaneció sentado, mirando a través de la  ventana, el artículo olvidado de momento. ¿Qué habrá querido  decir la celestina esa?¿Porqué las indirectas? No había motivo para ello, ¿es que nada más estaba platicando como la tonta que era?

Preguntóse como se sentiría si Soledad le pusiera los cuernos.

No sería capaz de montar un drama. Mas bien se tornaría odioso y amargado. De reojo vio el papel que buscaba en un montón de periódicos, y lo cogió con violencia al mismo tiempo que metía un papel la Olivetti. Había cosas más importantes de que pensar.

                    ***********

Era la semana de la cuaresma. Había mulas por todas partes.   Semana Santa comenzaba con domingo de ramos, visitas a los vecinos, oraciones a Guadalupe, la quema del Judas, y luego miércoles de ceniza. Jueves de  corpus,  el sexto aniversario de la masacre, acompañado estrechamente por el sábado de gloria, en que los muchachos—y algunas hembras—en el vecindario esperaban al acecho a algún transeúnte ingenuo para vaciar cubetas de agua sobre sus desafortunada cabeza.

Soledad regresó del trabajo, golpeando la puerta con fuerza. Estaba de mal humor.  No podía dormir bien, se la pasaba en vela, el camión pasó lleno y tuvo que esperar otro, llegó tarde al trabajo, se equivocó en el inventario y tuvo que rectificar. Recién empezaba a sentir un miedo indecible se estaba apoderando de ella, carcomiéndola., una pesadilla sin fin. Los granaderos la atacaban. Estaban vestidos de civil, y tenían innumerables espías, algunas  mujeres de negro, fingían vender tamales en la esquina  nada más para estarle vigilando, para cobrar un sueldo del corrupto gobierno. ¿Acaso no era ella subversiva? ¿No vivía con un subversivo? ¿Quién los iba a detener a esas figuras malignas si decidían  catear la casa? ¡Nadie! ¿Que pasaría con su hijito Calixto? ¿Quién lo iba a cuidar si a ella o a Marcos los llevaban a la cárcel, o los desaparecían?  Estaba aterrada. Usaba todas sus fuerzas para mantener un exterior apacible. Miró a su esposo con ceño, sin darse cuenta, y se preguntaba porque era tan frío. Adivinó con desesperación que lo estaba perdiendo.

El le lanzó una mirada de golpe. Los ojos de su mujer brillaban como mercurio.

—¿Que hay? Inquirió.

—Nada, contestó ella, las manos temblándole. Voy a hacer la cena.

Había cocido carne de puerco la noche anterior, y ahora lo sacó del refrigerador y empezó a desmenuzarlo con las manos. Puso tomatillo, ajo, chiles y cebolla en la licuadora y vertió la salsa sobre la carne que siseaba en el sartén. Calentó las tortillas en el comal y se sentaron a comer. Calixto estaba dormido ya en su cama del tapanco.  

Comió en silencio, pero su mente arreciaba. Estaban en una semana de sufrimiento y humillación. Caminaba entre tinieblas. Abatida, sabía que había pecado. Esta era su última cena antes de que vinieran por ella. Los saduceos y los fariseos merodeaban, esperando el momento.

Se levantó para alzar la mesa. Cogió una tina y la llenó de agua.

—Quítate lo zapatos, le dijo a Marcos. Quiero lavarte los pies.

—¿De verdad apestan? Bromeó Marcos, sorprendido.

—Tengo que expiar mis pecados.

Intranquilo, Marcos decidió seguirle la corriente, se quitó los zapatos.

—Cuéntame tus pecados, hija mía, , dijo, jugando, pero se puso  más descompuesto  al ver la seriedad con que ella  actuaba, sin decir una palabra. Ella había empezado un diálogo interno, hablándole con la mente, sin atreverse a decir palabra.

Tienes que tener en cuenta de que estoy despavorida cuando me pongo en plan suprior a tí, sé que no lo soy, nada más lo hago para que no puedas ver mi terror. Te lavaré los pies y te trataré como a un Dios, y entonces me querrás. He tratado de vengarme por todo lo que me has hecho, pero sé que muchos de los desaires no fueron adrede. Siento que estoy perdiendo el control— en eso las lágrimas se asomaron a los ojos— mi   mundo está fijo y cualquier cosa que lo turbe me es inaguantable.

---¿Por qué lloras? Preguntó Marcos, conmovido. Tomó  su  cara en sus manos y le besó la mejilla.

Ella lo miró largamente mientras su mente corría acelerada. No podía vivir sola, necesitaba  el poco dinero que  aportaba. Pero ahora el sí iba a  retroceder, y hacer  lo que ella le  pidiera. Después de todo, eso no sería tan malo. Cada vez que él se quedara fuera, cada vez que él no quería hacer el amor, cada vez que estuviera  malhumorado, o se pusiera a discutir, o emprendiera alguna actividad sin ella, encontraría la manera de  recordarle que era él quien había transgredido, que ella lo amaba incondicionalmente, y que era él quien había arrojado su amor a la basura, que  todo lo había desperdiciado.

—Ya  no te quiero, dijo entre sollozos quebrados. Donde debería estar mi amor hay un odio candente.

Sonrió dulcemente a través del llanto.

—Quiero que sufras como tu me has hecho sufrir.

Marcos quedó desconcertado.

—En que te he hecho sufrir. Dame un ejemplo.

—Te cogiste a Doña Felipa, gruñó, la voz cobrando un tono áspero repentino.

Marcos se puso de pie, furioso.

—Eso es absurdo. Sabes perfectamente que no es cierto.

—Para que no se hunda el barco, dijo, magnánima,  te perdono.

Le había mentido y lo había usado para apadrinar su frágil ego. Había hecho su trato con el diablo y era hora de saldar la deuda. Pero quizá se asomaba un respiro, quizá podría ser arrebatada de las garras del infierno, en un alarido petrificado que quedara acuñado sobre las paredes por la eternidad.

—Retíralo, gritó él. Proust  habla de un hombre que amaba tanto a su mujer que la única manera de liberarse de ella era de asesinarla. La  alternativa sería de casarse con ella, pues el resultado sería igual. Ahora entiendo lo que quiso decir.

Fuera de sí, se puso los zapatos, tirando agua en el piso,  y salió pisoteando con fuerza hasta la calle llena de gente.

Soledad se puso a gatas para limpiar el desarreglo. La había atormentado y la había convertido en victima, que era su recompensa.

Guardó los trapos y se fue a la cama.

Soledad se quedó mirando la pared. La vieja pintura se estaba despellejando donde se empujaba la cama al cambiar las sábanas durante los quehaceres, y quedó hipnotizada, incapaz de dejar los intrincados patrones que, hasta ahora se estaba dando cuenta, guardaban mensajes esotéricos de los aztecas.  ¡ Si solo los pudiera descifrar! Su mente se aceleró de nuevo. No se podía detener.

Había un coyote en la pared, y el rey poeta empezó a hablarle a través de su animal.

A la gente que no es amada se le deja sola. Eso de por sí no es malo, lo malo es que la gente no amada es rechazada y el rechazo indica que no has cumplido con tu deber como ser humano, y la única manera de convencer a la gente es con el amor, la única manera de lograr tus propósitos es con el amor y la única manera de realizarte es con el amor, la gente no amada esta en malas condiciones neuróticas el amor se merece porque lo has efectuado, porque has dado de tí misma , a la gente no se le quiere nada más por que viven  y respiran, tiene que hacer algo, trabajar duro para lograrlo, no es fácil, poca gente lo logra, ser amada es una de las tareas que debemos ponernos para poder morir un poquito mejor como seres humanos, quiere decir deshacernos de lo que nos hayan enseñado en la infancia y lo que damos por sentado , y el engreimiento, porque ser amada de niña no tiene nada que ver ser amada como mujer, nadie te va a querer no mas porque sí, ni lo deben hacer, a un adulto se le quiere porque ha trabajado y se lo merece, porque ha hecho cosas que inspiran el amor, no nada mas porque sí y no nada mas a pesar de todo.

Soledad empezó a golpearse  la cabeza contra la pared.  

—¡Tengo que dejar de pensar! Gimió angustiada. ¡Tengo que dejar de pensar!

                    ************

Después del incidente Soledad se hundió en una profunda depresión. Había estado tan feliz, y todo se había vuelto cenizas. No podía ver que ella misma había causado la crisis, desconfiada y traicionera de los sentimientos de ambos. Marcos le empezó a tener miedo, y a rehuirle, encontrando coartadas para justificar su ausencia, lo que hizo que las cosas se degradaran  más. La existencia de Soledad se convirtió en una penumbra por donde llevaba a Calixto al kinder, donde las puertas cerraban a las ocho en punto, donde sacaba la basura cuando venía el camión, de admitir a los muchachos para que conectaran el gas butano, limpiando y cociendo , frijoles y arroz, esperando la entrega de la leche, y hirviéndola para matar la tuberculosis, su trabajo en la CONSUPO olvidado ya.

A veces se le ocurría hacer la comida preferida de Marcos, pensando que así  el estaría contento y le haría el amor. Su vida entera fue consagrada a darle gusto, y luego a fracasar en el intento, lo que intensificaba  la escalada hacia abajo. Otras veces se ponía trapos para mendigar en las calles, no tanto por necesidad, sino porque eso concordaba con su estado de ánimo. Se ponía una peluca para que nadie la reconociera.

Los intocables de México, pelagatos harapientos, mendigos. Los que han sacrificado la dignidad humana a cambio de sobrevivir. De niños, no sabían cuán pobres eran. No sabían que eran el producto de la colonia, y ahora, del capital.

Encontró a la Señora Ixchiop por casualidad. Había estado pidiendo cerca del mercado de Sonora, cuando la anciana se le quedó viendo agudamente, diagnosticándole algo en la cara. La invitó que la acompañara, porque, según dijo, a Soledad le hacia falta una limpia. Soledad concurrió obediente.

La señora quemó romero en un tazón para incienso, echándole una pizca de mandrágora y jediondilla. En el molcajete molió una pócima de guayacán, arrayán, las siete virtudes y chilillo de la frontera, dándole a beber a su invitada. Soledad se sintió aliviada rápidamente. La señora Ixchiop era su salvación.

—Llévate este colibrí, dijo la anciana, mostrándole el pajarito muerto envuelto en hilos de colores. Y tenlo cerca siempre. Volverás a conquistar su amor. Ponte este ojo de venado alrededor del cuello. Enciende doce velitas todos los días por siete días. Hazte infusiones de paciflora y damiana y tómalas por cuarenta días.

—Ven a verme los martes y viernes, le aconsejó a la salida.

Soledad le pagó y le dio las gracias, regocijada y optimista.

                    ************

El  gusto no le duró mucho, sin embargo. Soledad se había asignado una tarea imposible, a saber, que todo lo sustentaba en recobrar el amor de Marcos. Si el la quería, la cuidaría, tendría éxito, y ella sería rica. Se portaría como su esclava, y lo adoraría como a un tlatoani. Su sentido de fracaso solo garantizaba que el hombre asustado se alejara cada vez más. Porque él se negaba a cooperar en sus planes que conducirían a la felicidad, empezaron a pelearse a diario.

El momento decisivo llegó inesperadamente. Habían estado viendo el programa de Zabludowski, comentando en lo rubio que era. Soledad sonrió como si estuviera e acuerdo, pero dijo algo sin relación caso.

—Te di lo mejor de mí, dijo, humildemente.

Marcos se sorprendió a si mismo con su reacción violenta.

—Huy habla la puta mojigata, gritó, herido con los reportes de sus múltiples infidelidades.

—Como puedes hablar así  frente al niño, lloró, cogiéndolo para sentarlo  en sus piernas. Estaba decidida a que él se sintiera culpable mientras ella se mantenía a la altura.

—No me abandones, lloriqueó,  si tendré que vivir sola fracasaré (los desposeídos tienen que pedir para sobrevivir). Hemos estado juntos demasiado tiempo para separarnos ahora. Parte de mi vida ha sido parte de la tuya. Si nos separamos, es como si me cortaras la mano. Alguna parte de mi vida que atesoro. Pero tienes que aceptarme como quien soy, terminó desafiante. No me hagas sentirme tan mierda. Sé más generoso que yo. Eso es lo que nos une.

Odiaba su sentido de la ética. Ella sabía mejor que nadie que si se trabajaba largo y tendido y honestamente no se llegaba a ningún lugar. Que bueno que se fincara en las retóricas populares, pero a los poderosos no se les vencía nunca; había que saber manipularlos para beneficio propio.

—¡Eres un cobarde! Le había gritado en otra ocasión con amargo desprecio. Amas el movimiento mas que a tu propia familia.

El doctor le había recetado calmantes, pero la inutilizaron para caminar normalmente.  Iba al baño a gatas, siseando para sí.

Su cutis había adquirido un color cetrino, como si la piel la  estiraran contra los huesos. Le habían salido pecas, que nunca había advertido él antes, y sus ojos brillaban de una manera  alarmante. Se había pintado mal la boca, y el color se pasaba de los labios.

—Quisiera tener la lucidez necesaria para transmitirte mis pensamientos, empezó con cierta tranquilidad. Quería derretirme dentro de tí, ser una sola contigo. Ojalá pudiera explicar las cosas sin resentimientos, sin dudas, sin ideas negativas.

Soledad  buscó unos cigarros en su bolsa. Era inusual que fumara, pero sus costumbres habían dado un giro. Como gesto de paz, Marcos también buscó su Delicado y dejó que ella se lo encendiera.

—Puedes atacarme todo lo que quieras, pero yo estaba tan enamorada, tú has sido el único hombre con quien he podido funcionar, como mujer, el hombre a quien me entregué, cuerpo y alma, con quien he encontrado la plenitud.

Hecho una fumadita al aire, inclinando la cabeza hacia atrás torpemente.

Nunca ha sido mi intención engañarte. Sucedieron cosas que no quería que sucedieran y ahora tengo que pagar lo que no debo.

—Soledad lo que dices no tiene sentido, irrumpió Marcos de nuevo  encolerizado. Que me dices, ¿que me has engañado?¿Con quién?

Lo miró enmudecida, con ojos de reproche.

—Siempre me has tratado como a tu peor enemiga, dijo al fin, sonriendo tristemente.  Y piensas que me iba a rebajar acostándome con el Señor Ortiz. El nunca me buscó.

—Eso es, entonces. Fue el Ortiz. Algo sospechaba. Eso era lo que la vieja Felipa estaba diciendo. ¿Y el mecánico? ¿Te  acostaste  con el mecánico para ahorrar el precio de la compostura?

Soledad se cubrió la cara con las manos, como si fuera a pegarle.

—Nunca  has hecho  otra cosa más que atacarme, balbuceó, la cara retorcida, eso es muy característico de ti, esa soberbia que me desprecia. Si me hubieran interesado, podía  haberme  casado con  cualquiera de mis pretendientes. Todos tenían dinero. Me casé contigo porque te quería, si tuviéramos que vivir siempre en la miseria, no me importaba, sólo teniendo un rinconcito para sentir que fuera nuestro.

—¿ Porqué te casaste conmigo si soy tan degenerada?, continuó. Tú tuviste una razón para casarte conmigo—tu propia debilidad. Si yo no fuera así,  no me querrías. Cumplo con mi deber.

Se acercó a la puerta como si estuviera a punto de salir, pero en vez de eso se quedó viendo a los chicos del barrio jugando afuera.

—Estuve  desesperada cuando vi que mi hogar y mi familia estaban  perdidos. Un amigo de Emilio, que es experto en leyes, dijo que no había problema en cuanto al niño, ¡pero me negué! Porque en eso iba a alejar tu amor, y le iba a negar a Calixto la oportunidad  de conocer otra realidad, otro mundo, y me odiaría, incluso.

Marcos sintió que las lágrimas le saltaban a los ojos.

—Tú  no te acuerdas de los días en que me hiciste inmensamente feliz. Doy gracias a la vida que he conocido contigo, y al hijo que tuve contigo, ahora que voy a morir.

—No te vas a morir, protestó Marcos. Todo tiene solución.

—No me dejes sin dinero. Tu eres mi único recurso. Antes Faustina me prestaba, pero su marido me ofendió–quería que me acostara con él-- y tuve que contárselo a Faustina, y ahora no me habla.

—Pensé que al fin que había encontrado la persona ideal para mí, y que juntos encontraríamos la justa medida de las cosas. ¡Qué equivocada estaba!.

Un gran sollozo se le escapó.

Te pedí tan poco, y ni eso me lo pudiste dar, al principio porque estabas infectado con el sarampión del marxismo, y luego porque —nunca supe porque— me empezaste a alejar, ninguneándome y negándome mis derechos.

—¿Cuándo hice  eso? Gritó Marcos, herido. Su alguien  respeta el derecho ajeno, ese soy  yo. Montaba en cólera, desesperado.

—De ti no espero nada. Has  destruido mis sentimientos, cerrándome la puerta de tu recámara. El que cierra la puerta cierra el corazón. Tu problema es que te peleas con todas las mujeres que te aman—te peleaste con Félida—en su obsesión olvidaba  que había luchado incansablemente para separarlos—y  ahora te peleas con migo. Ya es muy tarde para mí.

—Debo aprender de la vida, pero no entiendo que es lo que debo aprender. Yo no he cambiado ni el mundo ha cambiado y no puedo solventar problemas al igual que no pude hacerlo hace cuarenta años. Todo está allí. . .la misma hostilidad. . .la misma incapacidad . .. Como  conquistarlo, no creo que pueda. Un tiempo de dormir, un tiempo para reunirse con esa otra existencia que corre paralela a nuestra existencia insomne, a la que volvemos insaciables, sería maravilloso dormir con los ancestros—México esta en guerra con el Perú—para encontrar de nuevo a los seres que hemos conocido en nuestra existencia soñadora, a las cosas que hemos visto y sentido allí una y otra vez, es una garantía reconfortante saber que todo  eso aún está allí, cuando uno quiera es xsszdaedrffdfgfxxxxxxxxx . . .

                    ***********

Posteriormente a su estancia en el hospital psiquiátrico a Soledad le parecía inaguantable volver a casa. Temía que Marcos le juzgaba, que tenía que esconder su vergüenza de los vecinos, a sabiendas que estarían secreteándose a sus espaldas. Tomó sus medicinas puntualmente,  pero no se sentía íntegra. Montaba los camiones, haciendo largos viajes por la enorme ciudad lejos de nadie que la conociera , y se estaba volviendo cada día mas retraída. Le había hecho la lucha, pero no estaba a la altura, y tuvo que sucumbir. Ya no le quedaba más en la vida, después de todo. Los ideales gloriosos y relucientes del alba de la nueva época. Puro cuento, sólo cenizas. La sensación del fracaso la aplastaba, y empezó a odiar a Marcos porque la hizo creer, solo para luego hacer añicos de sus esperanzas. Tenía que estar sola.

En uno de esos viajes encontró a un pequeño monasterio dominicano en la terminal del pueblito de Acolman. Anduvo por un camino terroso por lo que parecía  horas. Empezaba  a oscurecer. Ya no iba a haber camiones de regreso. El viejísimo edificio de piedra le agradó. Había una arboleda de pirules que escondía el edificio de los  escasos lugareños. Agradeciendo el refugio, se desplomó junto a unos de los árboles y quedó dormida. Fue la primera vez en que había dormido bien después de varias semanas.

El padre Bovino salió a tirar la basura al amanecer y la encontró. Había algo en su rostro que obligó al buen hombre a tenderle la mano, y Soledad, dócil como un animal herido,  lo acompañó al interior.  El padre la sentó en una mesa de madera que acomodaba a veinte personas, sólo que el pequeño monasterio había menguado a doce almas, como los apóstoles, bromeó el padre.

Preparó el desayuno, lo único que quedaba, queso fresco y bolillos.

—Cuenta, porque estás aquí hija, inquirió el buen hombre, más Soledad no pudo contestar, porque no sabía porqué.

Finalmente dijo,

—Dios me mandó. Siento que aquí es donde pertenezco.

—No, hija, tienes que volver a casa. ¿Qué, no tienes familia?

—No tengo familia, contestó Soledad, llorando. Estoy sola en el mundo. Si no puedo quedarme aquí, me muero, padre.

—Calmada, dijo el padre, conmovido.

—Por favor, padre, déjeme quedarme aquí. Haré la comida, limpiaré para todos. No necesito dinero, solo un lugar donde dormir un  poco de comer.

Al padre se le ocurrió que hacia falta justamente alguien así. Sin prometer nada, dijo  dirigirse a  los demás cuando bajaran para las oraciones matutinas.

Era incapaz  de romper el silencio de su propia prisión. Romper el silencio significa estar en contacto con los demás, tener solidaridad, tener metas en común. Soledad no entendía nada. Su única alternativa era de alejarse, subir hacia las estrellas y pulular entre las galaxias de su mente, desconectada del resto de la humanidad. Había encontrado el camino al convento dominicano, donde su nuevo hervor religioso convenció a los curas de su sinceridad. Se quedó, haciendo la limpieza a cambio de  la pensión, hasta que se convirtió en  un artefacto más, al grado que nadie la veía y los sacerdotes más jóvenes que llegaron a la parroquia  no tenían idea de como había llegado a estar allí.

 


















LAURO

Lauro miró a través del ventanal de su galería de arte en la Whittier Boulevard. Había una carnicería, la panadería, una tienda donde vendían menudo y tamales. No se asomaba ni un solo gringo. Preguntóse como podían pensar ellos que este fuera su país. Las fronteras eran una ficción anal-retentiva. América latina estaba al alcance de la puerta, es más, adentro, pues Lauro se especializaba en arte latino. Los corazones latinos no dejaban de latir en este lado de la frontera, al igual que  las migraciones de aves migratorias eran irrefrenables. Más mexicanos que en cualquier parte del mundo, salvo el DF, pensó, orgulloso.

La galería se había convertido en un cafetín activista. Los cultivadores de la vid habían firmado un contrato con la Farm Worker's Union y la huelga de la uva había terminado. Pero era sólo el comienzo. Ahora Chávez estaba enfocando en la producción de la lechuga. Una delegación de los huelguistas de Farah's pants había llegado con todo su donaire desde El Paso para hacer propaganda al boicot patrocinado por el  AFL-CIO.
Habían tapizado las paredes con anuncios que rezaban, "Don't buy Farah pants". Todas eran mujeres, costureras, mexicanas. Convirtieron la galería en su cuartel general, e inspiraron a que Lauro pintara un gran lienzo de un taller de costura tipo sweatshop. Rubias altas con cara de caballo empezaron a acudir desde el Westside, apoyando la huelga, en solidaridad con sus hermanas latinas, y Lauro se encontró en medio de unas actividades desconocidas para él. Sintió poder y revalidación al darse cuenta que la gente lo escuchaba y admiraba sus trabajos.

Había piquetes boicoteando la lechuga en las tiendas de Von's,  Ralph's  y Safeway. Unos hombres de negocios latinos vieron la oportunidad de una penetración lucrativa en el barrio, y empezaron a planificar los estrenos de supermercados mexicanos y centro americanos en espera de que los EU ablandaran  la política proteccionista.

Lauro se encontraba en medio de todo. Asistió a las manifestaciones con entusiasmo, porque había muchos hombres desocupados de por medio. Solía comprar docenas de tamales para repartir, humeantes, entre los huelguistas hambrientos. Algunos adivinaban su naturaleza y bromeaban dulcemente con él. Le sonreían y ofrecían cigarros, tratando de entrar en conversación. Murmuraban entre ellos, contando tamañas mentiras a sus compañeros de que "yo ya fui, ahora te toca a ti". Lauro solo podía escuchar destellos de conversación.

—Mira la huera, decía uno entre risitas de los demás.

—No esta fea la cabrona.

—Le gusta el arroz con popote.

Y uno más atrevido.

¿Le hablo?

Alguien chifló y le dijo a Lauro que iba a visitarlo.

—¿Quieres el chiquito? Te llevo hasta serenata, dijo el atrevido, mientras los demás se botaban de la risa.

Lauro, bebiendo las palabras, se sentía alagado. Empezaba a sentirse algo así como un recipiente. Los hombres se daban cuenta de que estaba en celo, lo olfateaban, lo seguían, hacían gestos.

                    ***********

Con las inmigraciones, floreció una clase nueva de empresarios mexicanos, profesionales y semi profesionales, técnicos, actores, músicos, etc. Proliferaba el castellano y la ciudad recobró su carácter de habla hispana. Los profesionales huían de la miseria y la persecución intelectual vigentes en su lugar de origen, y montaron teatros, estaciones de televisión, diarios. Las instituciones públicas, cuyo control permanecía firmemente en manos de  la clase dirigente, terminantemente negaban la realidad; que la presencia de los fundadores mexicanos de Los Angeles jamás había desaparecido, y que ahora, más numerosa y fuerte que nunca, se encontraba entre las fuerzas inalienables de la vida política, económica, social y cultural de la vida de California.

Entre ellos, Lauro se deleitaba con la presencia de los muchachos mexicanos. Cuantas veces no había visto a un cholo tatuado ponerse de pie cortésmente y ofrecer su asiento a una anciana en el autobús. Era prácticamente inexistente la violencia en el barrio, a pesar de la chabacanería hollywoodense, hecha abundante por seres que nunca habían conocido un barrio. Por naturaleza y por tradición, por los mandatos de una cultura milenaria, los mexicanos eran corteses y respetuosos los unos con los otros.

En una sociedad donde a las quinceañeras se les caracteriza como  putas embarazadas, donde a los drogadictos se les dice escoria, y a los presos, animales, donde a los mexicanos se les margina como tela de fondo, o son calumniados como quinta columna de una raza inferior,  donde  la policía y el ejército se informan como invencibles e inmunes, donde a los inmigrantes a penas se les permite entrar en las escuelas por las mismas razones que era ilegal enseñar a leer a los esclavos, donde a los estudiantes  se les mantienen en una incesante ignorancia del mundo con una torrente de cachondeos consumistas que se hacen pasar por "educación" , donde se le aplasta a la gente con propaganda deshumanizadora de lujos inalcanzables, donde  se  les enseña a las mayorías que su destino es  trapear y  limpiar; los negros, mexicanos, y  masas de gente pobre, quienes a diario se les dice  que deben tener una baja autoestima,  han empuñado su humanidad y su generosidad como estandarte.  Ser ser humano se ha convertido en un acto de desafío.

Lauro decidió organizar un proyecto comunitario para que los jóvenes pintaran  murales.  Los animó a que usaran el grafitti tradicional, marcando su territorio. Los anglosajones, desde luego, sufrían un trauma porque se negaban a consentir que esas tierras habían sido de México "No, eran de España, y no las aprovecharon", decían. Los chicanos sabían desde su nacimiento que eso era mentira.

Volvieron a salir en los periódicos artículos hinchados de indignación acerca de "la amenaza gangsteril". Lauro tomó una determinación de convocar una conferencia en la galería acerca del significado del arte público, y el poder de la palabra.

A Lauro le fue grata la concurrencia-el lugar estaba lleno. Gente del barrio y también gente del Westside. Era evidente que estas cuestiones tenían cierta trascendencia. Era palpable el entusiasmo en el aire que cortaba de tajo los pensamientos estereotipados y aflojaba el torniquete que la mala educación había apretado en las  mentes.

Lauro encontró su voz.

—El barrio le pertenece a la gente que vive en él, empezó, escuchando los murmullos de aprobación. Aunque no tengamos poder en las cortes, y poco poder económico, cosas que fueron arrebatadas en el 48, afirmamos nuestro poder de propiedad sobre nuestros barrios firmando las paredes, desafiando la ocupación. La prueba es que a  las paredes amigas se les deja en paz. La clínica de colores, las paredes con murales chicanos, one-stop immigration, esas no han sido marcadas nunca.

—Nadie iría a cruzar la Virgen de Guadalupe, afirmo Blackberry, desde el fondo del salón. La gente se rió de algo tan absurdo.

–Así es, dijo Lauro, sonriente. Los grafitti son algo así como una guerrilla visual, y los anglos entienden eso a la perfección, reaccionando con aborrecimiento y violencia. Las ideas que se representan son un desafío a los poderes establecidos, la supremacía económica y política, significan una advertencia que cesen de explotar al barrio, que la hegemonía gringa no es para siempre. El barrio alimenta la economía gringa, dándoles entradas y trabajo. Los grafitti advierten que los trabajos y la economía nos pertenecen. Cuando pare el hurto, el "problema" desaparecerá.

Carlos de los Brown Berets se puso de pie.

—Contralamos las paredes, asintió, pero existe otro muro que hay que controlar también. Ese es el muro gigantesco que han puesto en la frontera—pausó,  mientras se escuchaban  más murmureos—es una guerra de EU contra los inmigrantes. Los que mueren cada año tratando de cruzar son mas de los que murieron en todo el muro de Berlín, y miren el escándalo que hicieron con eso.

Aplauso general y todos a sus mesas de trabajo. María Gaytán organizó una delegación para que fueran a la frontera y pusieran cruces con los nombres de los fallecidos. Estaba en contacto con los tijuaneros que trabajaban en esas mismas cuestiones.

                    ************

Odono's Meat Market, Club Las Margaritas, la farmacia en la Euclid, algún pobre diablo parado en la esquina de una noche helada invernal esperando el camión, un chamaco en bicicleta, La Quebradita, los yerberos en la Indiana, el 7 Mares, los mariachis en el Club Hernández, el Cementerio del Nuevo Calvario, donde Chona estaba enterrada, Barrio Nuevo, White Fence, Hoyo Mara, un letrero en Espanglish, boletos de la lotería sold here.

Lauro puso la reja sobre la puerta de la galería y la cerró con llave. Nadie se había asomado desde temprano . Eran las once p.m. y era hora de cerrar.

Josefina había estado holgazaneando, renuente a irse a casa sola. Se encontraba entre amantes y estaba deseosa de compañía, aunque fuera platónica.

—Vente a tomar un trago,  invitó Lauro. Tengo Havana Club de contra bando. No tenían que ir lejos, puesto que vivía en la parte posterior del edificio, pero había que salir y dar la vuelta para entrar por la puerta del departamento.

Pidieron una pizza.

—De una vez hay que trasnochar, bromeó Lauro, al la vez que Josie le coqueteaba entre risitas.

Quedaron sentados en al sofá, comiendo pizza y viendo la tele. Al cabo de una hora los dos quedaron ebrios y teniéndose lástima.

—No he alcanzado la sabiduría dijo Lauro, con llanto en los ojos. No he podido vencer  la adversidad . Ni he mejorado espiritualmente, ni soy mas disciplinado. La gente me desprecia.

—No seas tonto, la gente te quiere y te admira. Fíjate en todo lo has hecho por La Causa.

—Puede que algunos, concedió, pero no es suficiente. Quisiera ser instrumento de cambio, pero los del ayuntamiento, por ejemplo, me pasan por alto. Cuando tuve el show en el Latino Museum, me usaron. Todo estaba bárbaro, y vino mucha gente, pero en lo que se refiere al mensaje, hubo un  hermetismo completo. Es como si no existiera. La gente ignora lo que no quiere encarar.

—Te tienen miedo, eso es todo.

—Cierran las puertas y no te dejan otra salida que la violencia. Si viviéramos en una democracia nada de esto sería necesario.

Se inclinó para dar a Josefa lo último del ron.

—¿Que  sentido tienen las cosas? ¿Que es lo que debo aprender, que debo saber?  Estoy plagado de dudas.

—Tú  y  todos,  estamos igual, dijo Chepina, aburrida.

—La ideología de la burguesía es sencilla, continuó amargamente. Cuida  al número uno. Pon  toda tu capacidad y esfuerzo en trabajar por la compañía. No descanses, nada de tiempo para restaurar el espíritu, nada de ver salir el sol, no se te ocurra dormir tarde. . . trabaja como esclavo, acata las reglas y deja que te jodan el resto de tu vida.

—Chepina miró su cigarrillo, pensativa.

—Nada tiene sentido, dijo  meditabunda. La gente anda a ciegas por la vida y nadie sabe nada de nada. La felicidad te dura un segundo, y luego te toca toda una vida de puros castigos. Nadie sabe lo que quiere, ni le satisface lo que tiene.

Lauro seguía por su camino.

—Nos negamos a aceptar que nuestro cuerpo esté en descenso y tratamos de continuar las actividades de juventud.

—Habla por tí, no por mí. Yo estoy regia.

—Creo lo que falta es el amor hacia los demás, siguió Lauro, sin hacer caso. Tocar el corazón del otro, comprenderlo y estar con él o ella como consigo mismo. Eso es revolucionario. La felicidad de amar a tu enemigo, e impedir que haga daño a los demás, usando al amor y no el odio.

—Poca gente puede hacer eso, dijo Pepa, bostezando.

—Me caes bien, dijo Lauro, cariñosamente. Eres mi mejor amiga.

—Me tengo que acostar antes de que me caiga.

—¿Qué lado prefieres? Preguntó Lauro, apagando la luz.







LA  DESPEDIDA  DE RAQUEL

El dueño del Million Dollar tuvo una inspiración. Las ventas habían disminuido, la televisión había  arruinado las salidas al teatro, la crisis económica no ayudaba. ¡Le haría un homenaje a Raquel Durán!  La había visto recientemente en una fiesta en Beverly Hills y se había  impresionado de lo bien que se veía, después de tantos años. Había harta gente que todavía se acordaba de ella, y lo único que faltaba es que dijera que sí. El teléfono sonó en su casa en El Monte y ella misma contestó.

Raquel había estado luchando contra la depresión. Sabía que no iba a haber más giras, y le quedaba poco que hacer fuera de ver televisión, cosa que odiaba, jugar con su perrito y platicar con algunos amigos que todavía le quedaban, leales a través de los años. Richard había vuelto a vivir en Boyle Heights y casi no le veía. La llamada le cayó como un regalo de los dioses.

Cuando Raquel se aventuró por la Broadway de nuevo se admiró del gran número de mexicanos y centroamericanos que deambulaban por las calles. Era como estar en México o  Centro América, hasta incluir a los dueños de  los locales árabes  y judíos. No se hablaba inglés. Las calles estaban tan llenas que apenas había lugar para caminar. No la reconoció nadie.

El Million Dollar había cambiado. Ya no era ese elegante lugar sagrado aterciopelado de teatro de revista. El público ahora estaba acostumbrado a localidades más baratas, y se atrevían a comer durante la función. Raquel estaba empeñada en volver a su  estado original, al viejo glamour, y entrenó  como campeona, ensayando hasta muy noche, para que todo estuviera justo en su lugar. Ya no había revue, le tocaba cantar tres canciones entre los demás shows. No importaba. Era inflexible con dejar su sello en ésta, su ultima actuación.

Noche de  estreno. Raquel se  asomó por las cortinas para echarle un vistazo al auditorio  mientras se acomodaban. Había muchas cabezas blancas. Vio con desmayo a un hombre con bastón que necesitaba  ayuda en tanto se dirigía tambaleante a su asiento.  Se preguntó si había cometido un  error. La idea se desvaneció cuando vio que llegaba más gente. ¡El lugar estaba lleno! Todavía se acordaban. Los nervios la hacía sentir que iba a tronar.

Richard estaba en el auditorio, desde luego, sentado con su traje, muy digno, con su cabellera  blanca. A pesar de los contratiempos, se sentía orgulloso de su esposa, y sabía que la seguía queriendo. El corazón le  latia aceleradamente, deseándole el mayor éxito en esta noche tan importante. Lauro estaba sentado a su lado, y platicaban de cosas intrascendentales  para encubrir los nervios.

Había llegado hasta aquí.

Un silencio repentino cayó sobre auditorio. Quedó de pie delante de su gente, desnuda  bajo su vestido de lentejuelas, a duras penas disimulando  su edad. Nadie respiraba. Le siguió un largo silencio.  Parecía que se le había olvidado que estaba allí, había olvidado la letra, había olvidado porqué. Permanecieron  sentados, hipnotizados por el charco de luz, donde la diva parecía combinarse y oscilar entre la materia y la ilusión. Entonces,  en una estruendosa ovación, la orquesta golpeo la primera nota de su firma, Fumando Espero. El duende todavía era de ella.  Les mostró lo que eran por dentro, lo que sentían. Encarnaba todo el sufrimiento, las humillaciones, los anhelos y los dulces deleites de sus vidas. Acto seguido continuó con un popurrí de sus canciones más preciadas.

Era lo único que quedaba, un cuerpo envejecido, y culo, y nada más. Ya no quedaban  ilusiones, sólo recuerdos de haber buscado esa quimera sin encontrarla, de haberla encontrado sin saberlo.

A pesar de todo, Raquel Durán estaba de vuelta. Empezó a improvisar, como en sus mejores tiempos, y el público la siguió como amantes ardientes.

Había otras actuaciones, pero carecían de importancia. Servían de entretenimiento mientras esperaban que regresara ella.

La ultima canción iba ser otro tango. Entró en el escenario, dando pasos largos, los brazos abiertos, anunciando a todo pulmón;

—¡Ay, tango, me haces daño, y sin embargo te quiero!

Irrumpió en la canción de Filiberto;

                Desde que se fue,
                Triste vivo yo,
                Caminito amigo,
                Yo también me voy.

                Desde que se fue,
                Nunca más volvió,
                Seguiré sus pasos,
                Caminito . . .

Bruscamente, la cara se contorsionó y no le salió sonido alguno. Cesó la música, y el público quedó suspendido, sofocado. Acongojada por la letra, por primera vez en su vida, le fue imposible seguir. Se hizo patente que, en efecto, ésta era su última función, todos sus amigos muertos ya, y dentro de poco les seguiría los pasos. Como se quedó parada allí, muda, impotente, el alma desnuda, un aplauso empezó en algún rincón de la sala, recogiendo  fuerza por todos los rincones, hasta ensordecer junto con  los vivas que brotaron de cientos de gargantas.

Había logrado mucho en la vida, pero nunca faltaron las  limitaciones. Dando un salto cualitativo,  cada vez  se encontraba con un nuevo impedimento a la vuelta de la esquina, una nueva restricción. Fue   con alivio que salió del teatro, por la puerta de los artistas, por última vez.

                    ************

Raquel se sentó en una banca del parque a mirar a los niños mientras jugaban. Una niña se comportaba muy  mandona con los demás, lo que hizo que Raquel sonriera. ¡Qué maravillosa era la juventud!¡ Tan llena de vida!

También sintió amargura al pensarlo. Habían tantas cosas que aprender. Existía tanto que iba a romper  con ese entusiasmo. Azotarlos, hacerles perder ese optimismo de la vida, sus ambiciones. Hacerlos viejos. Se preguntó quienes de ellos  estarían vivos en diez años. Apostaban a la vida, para verter lo que tenían dentro, para demostrárselo al mundo, y triunfar, y recibir aprecio, y ser supremos. Pero al  mundo le importaba  poco, sus esfuerzos serian inútiles, sus gestiones enclenques y lastimeras. Así empezaría el descenso al infierno. Raquel era la prueba- ahora a penas caminaba unos cortos pasos, esa mujer que había bailado y hecho piruetas y reído a carcajadas, al igual que  estas misma criaturas. No podía levantar nada que pesara mas que unos pocos kilos. A menudo  no  quería levantarse de la cama, pero lo hacía, con los tobillos hinchados, por pura  testarudez.  "No me van a vencer" decía para sus adentros, sabiendo que  sí lo iban a hacer. Dentro de poco estaría inutilizada para usar el baño adecuadamente, o limpiarse. Le dolían demasiado los brazos. A veces le costaba trabajo respirar, y se despertaba, asustada. Su capacidad  auditiva había disminuido hacia años ya, y alrededor de su cabeza, su compañero constante, día tras día, como un viejo amigo que algún día misericordiosamente la abandonaría, rodeaba una delgada, invisible nube de dolor, justo atrás de los ojos, alrededor de las orejas, acariciando su cuello, retándole a que se moviera con naturalidad.

Miró a los niños, a los pájaros, al césped, pensativa. Era como si quisiera quemar las imágines en la mente y llevárselas.

Lauro vino de visita, y ella se alegró de verlo.

Al verla, se le partió el corazón. El maquillaje era inservible, en vez de esconder su angustia, la resaltaba. El le hizo la cena, y se sentaron en la mesa de la cocina, haciendo la sobremesa con el café.

Raquel miró a su hijo un rato. Había llegado el momento de ajustar cuentas.

—Perdóname, dijo, he sido negligente. Temo que te haya hecho daño, pero fue sin intención.

—No te preocupes, contestó Lauro rápidamente, apenado. No quería hablar de esas cosas.

Era evidente que ella necesitaba  a alguien quien la cuidara. Hizo arreglos  con Chepina que se encargara de la galería, y se mudó con su madre.

Su alma fue invadida por sentimientos desacostumbrados, se angustiaba sin motivo aparente, más o menos permanentemente. Temía algún contagio, de volverse débil, de que la robaran, de tener conflictos con los demás. Aún inventaba un divorcio, o que la policía le acosara o arrestara. A veces pensaba que iba a haber guerra, guerra nuclear, cosas que los dirigentes harían sin su consentimiento y fuera de su control. Había pesticidas en los alimentos, el aire estaba  viciado. Cuanta discriminación, por cualquier razón,  por ser hombre o mujer u otro color o sexo. Cuanto dolor en la descapacitación.

La vida es demasiado difícil, decidió. Existen demasiados obstáculos. Se supone que la vida era dura para el hombre primitivo, que tenía que madrugar en busca de alimento; hombres, mujeres y niños  haciendo trabajo que los deslomaba, los ancianos abandonados a su suerte. Uno piensa que todo quedó en el pasado, por no ha cambiado nada, reflexionó. Puede que la gente viva más cómodamente,  pero están bajo estrés y angustia y la vida es  más inaguantable que nunca.

Ahora le tocaba a Lauro a cuidar a su familia. ¿Quién lo cuidaría a él, cuando llegara la hora?  Raquel había buscado su vida en el escenario, Lauro en la pintura. Después de todo, no eran tan diferentes. A Lauro le agradaba saber que su madre le caía bien. Eran como dos inadaptados divinos que nunca se darían por vencidos, y cada generación salvaguardaría celosamente el sendero del progreso y los caminos de la libertad. Después de viejos resentimientos, se acomodaron como una pareja de casados que habían llegado a un acuerdo.

—Hice buena caca hoy, le decía a Lauro, cuando le escuchaba. Tendría un buen día.

—¿Te acuerdas de Buenos Aires? Empezó a contar una noche a la hora de la cena, olvidando que él nunca había estado allí. Creo que fue en el café Tortoni, cuando me vieron entrar, donde el piano bar ¡empezó a tocar Fumando Espero,! Todos, desde el cocinero, el dueño, la cajera, y todos los meseros se pusieron en fila para despedirnos,
¡ como si fuéramos realeza! Hicieron reverencias. Valíamos algo en esa época. Eran encantadores, ¡ y en Caracas! ¡A qué dueño de hotel se le ocurre traerme personalmente el desayuno! Era un  poco latoso—tenía que maquillarme antes de dejarlo entrar—pero ¡bien que valía la pena cuando me veía en mi peinador de gasa transparente! Nunca he . . .

Una mirada de susto le cruzó la cara. El pan que comía se le había atorado y empezó a salir de su boca, en vez de seguir su curso normal.

---¡Madre!  ¿Estás bien?

—Sí, claro, ¿porqué preguntas? Le había vuelto la calma. Siguió como si nada. Cuando trató de levantarse, cayó al suelo. Todo su lado izquierdo había quedado  paralizado.

                    ************

Soñó que había muerto. Intentó mover la pierna en la cama, y se movió.

—Gracias a Dios, todavía no, pensó apagadamente. No estoy lista todavía.

Pasó largos meses en cama revisando su vida. Había entrado en el siglo de revolución, y los estaba dejando en revolución. Había motines en las calles globalizadas.

Estaba muy cansada. Se sentía tan maravilloso acostare y estirar su cuerpo gastado entre almohadas y colchas. Dormía entrecortadamente, la respiración entraba y salía penosamente. Un pensamiento le llegaba, insistente, sin proponérselo; lo alejó.

Escuchaba sus propios ronquidos mientras dormía, semi- conciente, la mitad de su ser en otro mundo donde se escapaba más seguido. Un chispazo de pánico le causó dolor en el estómago , y se sintió incapaz de alejar más ese pensamiento horrible, final e inexorable . Uno de esos alientos iba a ser el último, y la vida seguiría sin ella como si nunca hubiera existido. Era cierto, era verdad, realmente le estaba pasando, a ella, no a otra gente. Raquel, que siempre había  tenido fuerza y afirmación, que había aguantado duros infortunios, que nunca había estado enferma un solo día de su vida,  moría. Esto era más de lo que podía  soportar.  Iba ser vencida, de remate y para siempre.

—No moriré, dijo, obstinada. No lo haré.

Pero no se le ocurría nada para impedirlo.

Lauro entró y le preguntó tiernamente si quería algo de comer.

—No,  contestó, acabo de tomar café con la vieja de la isla.

Poco a poco empezó a sentir que no iba a estar tan mal, después de todo. Quizás era una nueva oportunidad. Quizás se haría microscópica y viviría entre el légamo universal, entre las cosas reptadoras, solo para volver a materializarse algún día. ¿Qué era esto ? ¿Porqué tanto misterio? ¿Cómo era posible que iba dejar esta dulce vida, aferrada a ella aún ya, abandonar el alba, abandonar su desierto, abandonar su cocina donde cálidamente había preparado tantos platillos para la vida?  No podía. No  lo haría.

Pensó en la abuela Yaqui, en los grandes momentos de la revolución cuando tuvieron que huir, aterrados de un mundo desconocido donde  las cosas no estuvieran en peligro. Esa abuela la visitó, diciéndole "la vida no muere nunca." Pensó en ello. Todo vive y muere, todo se degenera y se pudre, sin embargo la vida sigue siempre, tras bombas nucleares y por la eternidad. Quizás el sentido de todo era de mantener la vida viviente.  Somos cauces para algo mas grande que nosotros mismos. Que simple. Realmente tiene chiste. Ninguna vida es tan importante, pero todas las vidas son sagradas. Tenemos que estar aquí para que eso continúe, sin romperse. La  muerte, la gran redentora, la guardan para el final.

—¡Mira, Raquel, mira! ¡Es el cometa Halley!

Oyó que cantaban en la distancia.

                Kialem vata hiwemai
                Chukula hubwa teune teunevu

Eduwiges le dijo, ven Raquel, no hay nada de que temer.  Obediente, Raquel contestó, Sí, mamá, y la siguió.

                    ************

Tenía la nariz tapada otra vez. Respiraba por la boca, y la tenía tan seca que no podía mover la lengua. Alcanzó con la mano que servía en la mesita de noche, buscando un vaso de agua, y sintió una punzada de dolor en el pecho. Gritó, y el agua cayó de su mano.

Una languidez se soltó sobre ella. Sabía que la hora había llegado, y perversamente empezó a disfrutar. Supo que en cualquier momento, cualquier latido del corazón, cualquier aliento, sería el último. Empezó a fijarse, para saber cual sería. ¡Pum! Ese no. ¡Pum! Era un especie de lujo. Sabía como terminaba este cuento, pero disfrutaba el tiempo que tardaba en concluir. Se sentía cómoda, sin pizca de dolor. Iba a ser tan fácil. Después de años de miedo, que alivio hundirse en la nada maravillosa. Hacer una transición de la biología a la física—de ser humano al fango. ¡Pum! Todavía allí. Lauro entró y puso la luz para ver como seguía. Raquel entreabrió los ojos, resentida con la intromisión. Lo sintió en vez de verlo, y cerró los ojos para regresar a su mundo. Esto era de ella y sólo para ella. No quería entrometidos. Se acabaron las cuentas a pagar. Se acabaron las preocupaciones de qué iba a pasar con ella. Perdonó a Richard, se le olvidaba por qué. El también caminaría en la noche. Se puso a pensar como iba a reaccionar el cerebro cuando el corazón  fallara. Continuaría por un tiempo. Qué extraño ver con la mente cuando su compañero de por vida hubiera dejado de latir. Las cosas iban a comenzar a dormirse, y se detendrían lentamente, al igual que las luces de un rascacielos se iban apagando piso por piso, de dos en tres, hasta que edificio entero quedara en obscuridad.  

Antes de que naciera Raquel, vivía  un sueño. Entonces había empezado a ser conciente, enterarse de su entorno. Esto le dio una gran energía, el transitar de un estado pasivo a uno activo. Era como si una maravillosa pila se hubiera cargado., una llama que quemaría constante durante décadas. Era la esperanza la que la movía,

y la esperanza que se premia por un lado produce a cierto género de persona, la esperanza rechazada en otra dirección producirá a otro distinto. Esa gran energía la hizo rebelde, pero las pasiones que la movían en su juventud ya no era relevantes.

Sin embargo había aportado su granito de arena. De alguna manera, sabía que el mundo era diferente  por haber nacido. La naturaleza no te juzga–se lleva todo y lo cuela en su colador. La idea  le reconfortaba. Era como si su presencia y su ausencia eran integralmente necesarios para que la humanidad siguiera adelante, aún cuando nadie supiera  de su existencia. Había estado allí. Había aportado a la riqueza, a la multiformidad, y la tierra que otros pisaran era mas rica porque ella estuviera allí. Todos  iban a confluir en lo mismo; ella en una fase, ellos en otra.

—Al menos, dijo, con cierto desprecio, nunca necesité la claque.




                FIN DE LA QUINTA PARTE



 












POST DATA

Eran las tres de la mañana; en algún lado , en   las entrañas de la ciudad, cantaba un gallo. Ese sonido se había escuchado en la gran Tenochtitlán durante quinientos años. Una mañana sin el pregón galliforme,  en esta urbe de 20 millones, era tan impensable  como un amanecer sin luz.

Marcos estaba despierto, mirando la tenue energía que se asomaba poco a poco alumbrando los tejados citadinos fuera de su ventana. Advirtió una vez más que al tiempo que cerraba el siglo veinte como las cosas habían cambiado con una velocidad acelerada y que las viejas fórmulas perdían su vigencia.

La vieja guardia tenía una sola respuesta; la solución es la revolución. Cuando el dogmatismo había estado a la orden del día, tenían tanto miedo de la etiqueta de revisionista que eso mismo los cercenaba  mientras  el tiempo cambiaba  vertiginosamente  alrededor suyo,  y ellos seguían empuñando el viejo proyecto, enfocando  en el daño hecho por la glasnost, sin ver que eso encubría otra cosa. Docenas de grupos revolucionarios se habían convertido en mártires sólo para abrirle paso a la  más espantosa reacción.  Pero,  ¿Qué había detrás de ello?

Había sido un error seguir a la URSS tan aprobatoriamente. El modelo de "un estado obrero deformado",  poco convincente de por sí,  era asimismo crítica insuficiente.  Ni un pequeño grupo de "iluminados", dueños de la verdad, ni las poderosas fuerzas exteriores, como en los países del Este, donde los cabecillas se juntaban y decidían por el pueblo, podían explicar los hechos. Tenía que  ser el pueblo, con toda su contrariedad, quien determinaba el camino a seguir. Lo contrario  de la pluralidad es siempre el totalitarismo. Mandar mandando, o mandar obedeciendo. Cebollín había tenido un destello de  esta  verdad, pero era incapaz de expresarlo, perdido en las minucias de las personalidades.

La izquierda latinoamericana se había aislado y cedido el centro de gravedad a la derecha. No se habían ganado el apoyo de la gente, no lo suficiente. De la vasta confluencia  de  opiniones distintas, contradictorias, había nacido un estamento medio,  que aunque progresista,  tenía pocos seguidores entre las masas. Siempre habían sido "esos rojos" , fácilmente desechados, fácilmente asesinados. Querían cambiar el mundo, y el mundo los cambió a ellos. La vanguardia, que tanto orgullo les infundía, quedó en bancarrota.

Marcos había estado pensando días enteros sobre el problema. Un sueño lo había despertado,  y veía insomne  la luz filtrada por los ventanales. Bolívar, Martí, San Martín, Sucre, O'Higgins, Artigas, Juárez y Luperón habían convocado  un tribunal para hablar de sus fracasos. Si sólo supiera los cargos, quizás podría sortear el problema.  

La respuesta lo golpeó ahora y puso a  su mente a correr con una nueva visión: Los pueblos de las américas tenían una historia que no admitía desconocimiento de los hechos. El y sus amigos no los habían  escuchado bien. El pueblo había luchado y sangrado por la independencia,  por la abolición de la esclavitud, por la dignidad indígena, por la patria. Ellos, el pueblo, lo sabían. Sus madres y padres, sus tíos, sus abuelos, todos lo habían vivido y tenían cosas que contar. La  vanguardia  no  les había hecho caso, salvo en forma abstracta. Las habían ninguneado como "revoluciones democrático-burguesas," y el apelativo era suficiente para frenar toda discusión. Preferían buscar su orientación  en ultramar. Un especie de malinchismo  revolucionario. Otros habían creado un socialismo en contra del capitalismo, pero no diferente al capitalismo. Malos consejos.

Los revolucionarios  subconscientemente habían despreciado su propia cultura. Le habían dado el capotazo a las ciudades perdidas, a las favelas  a los desocupados. La vanguardia había sido incapaz de confiar en el pueblo la importante  tarea de su propia emancipación, así como la misma vanguardia   carecía de ideas de  como  echar a andar un gobierno. Pasaban por alto a los pensadores latinos, y aún a Fidel y al Che, el santo de la Higuera, los hacían a un lado favoreciendo a Lenin y a Mao, ya no hablemos de Trotsky.

Ahora a  los nativos, que habían sido callados, apartados e ignorados, se  les tenía que estudiar a fondo, para  recoger lo mejor de ellos e incorporarlos a la cultura revolucionaria vigente. Eran armas insustituibles de la revolución.


Si no, la solución  era, en efecto, una revolución inoportuna que simplemente reproducía las fallidas y elitistas  prácticas  del pasado. . .

                    ************

Al día siguiente, Marcos  se topó con Meli  en la calle de Atenas. Ella habló de su madre, los ojos húmedos,  y de  todo lo que había valorado su amistad,. El encuentro le dio una idea a Marcos. Meli era dueña de un edificio de tres pisos atrás de la Catedral, el cual se alquilaba. La planta baja, sin embargo, se había dañado con


las inundaciones, cuando antes se daban, (el municipio había compuesto los caños ya) y ella la tenía atrancada en espera  de la compostura. Ese día nunca llegaba.

—Porque no me dejas que te componga el local, rogó, quiero abrir una librería. La gente necesita saber por todo lo que hemos pasado. Todo se ilumina por el pasado. Negarlo es sumergir al mundo en las tinieblas. Hay  toda una generación de jóvenes que no sabe nada de Tlaltelolco, o del Jueves de Corpus. Yo te arreglo la planta y me das seis meses de renta gratis. Así como está  no te sirve ni a ti ni a mí.

Buscando entre sus cosas encontró el obsidiana  de su madre. Parecía  caliente al tocarlo. Decidió llamar la librería Itztlimitl, y lo puso en un nicho cerca de la entrada.  

Sus amigos donaron libros usados. Vinieron otros para construir estantes y ayudar en el enyesado y la pintura de las paredes y el techo. Al poco tiempo Marcos tenía tantos libros que los estantes eran insuficientes, y empezó a apoltronarlos en el piso. Tenía el México a través de los siglos  completo, libros de cocina,  para niños, enciclopedias. Fiel a su visión, empezó a coleccionar a Bolívar,  Mella, John Cooke, Gramsci, Marx, Engels, Lenin, Lukacs, Bujarín, Luxemburgo, Mariátegui, Fidel, el Che, Trostsky, Salvador de la Plaza,  Arregui, Vivian Trías, Roque Dalton, Martí, Neruda , Mistral, Harnecker y Dieterich. Yasmani aportó obras de Sergio Magaña y Emilio Carballido. Trajo a sus jóvenes escritores a que hicieran ponencias. Recordando  sus días del Café La  Habana, puso unas mesitas y una cafetera a un lado. A la gente no se le iba a presionar para que comprara. La novedad corrió de boca and boca y la gente empezó a tomarlo  como  lugar de reunión.

Marcos sabía que tener grupos de discusión siempre era peligroso—el régimen democrático era democrático sólo cuando le convenía—y también supo que mucha gente iba a aparecer sólo para decir pendejadas y perder el tiempo de todos, pero era importante  hacerlo y la alternativa era inaceptable. La gente necesitaba un lugar donde declamar. La clave era la verdadera democracia, que siempre implicaba concesiones mutuas. La clase dirigente era todo menos democrática, pero la izquierda también era anti-democrática, temerosa de confiar en la gente y permitir que  el control se le escapara de las manos. La democracia se había convertido en una realidad en los barrios. No era suficiente tener elecciones y partidos. Estos existían sólo para afianzar a la burguesía en el poder. Lo que faltaba era la igualdad social.

Aun así,  no bastaba. Estas dádivas podían desaparecer con las siguientes elecciones. La única democracia era aquella que estuviera en  manos del  pueblo mismo. El pueblo decidía donde se iba a gastar el dinero. A los políticos se les prohibiría actuar sin su permiso expreso.

Había aquí la única solución, la  verdaderamente radical.

Ya era hora de dejar de manufacturar gente para el tiradero. Había que integrarles en una lucha unificada para construir una fuerza  negociadora que cumpliera con la tarea. La misma pasión que había encendido la lucha armada tenía que aplicarse a la lucha electoral, integrando a millones.

De todo este  tótum revóltum se  manifestarían los  verdaderos enemigos; los sagrados parásitos,  los campeones corruptos de la iniciativa privada, las transnacionales usureras. El  enemigo que fomentaba el racismo y la xenofobia, que lo privatizaba  todo y que vendía  la  pacha mama, el agua y el aire al mejor postor,  que abusaba del trabajo ajeno  para beneficiarse, sin dejarle  un respiro al pueblo trabajador. La solidaridad  con  los pobres crearía una nueva alianza social para la transformación. Esto crearía una nueva energía que iba a desbordar la imaginada superioridad  y desarrollo técnico de la clase dirigente en el poder.

Los movimientos sociales de América sólo podían salir de la fibra y el arranque del pueblo  americano.

La primera salva era la batalla de ideas, no menos indispensable que las otras, para hendir la política del silencio.

Se trataba de acabar con la idea de que había algo ofensivo en la crítica, como si no hubiera diferencia entre la persona y el argumento,   como  si  la crítica fuera a hacerle daño a nadie. La falta de crítica significaba la falta de compromiso, significaba la incapacidad de ser congruente en el mundo, significaba el fracaso de poner a prueba  convicciones propias. Cerraba el paso a la germinación.

Marcos estaba harto ya de las sofismas estereotipadas, los reflejos brutos, la manipulación consumista  por parte de los medios, aceptada como sagrada por gente que se había educado,  no para aprender, no para analizar, sino para hacer consignas  y encontrar "la palabra culta inofensiva" como si eso sirviera de algo, como si todo lo malo del mundo fuera responsabilidad ajena, nunca viendo los errores, nunca percatándose de las soluciones, nunca sirviendo de ejemplo. Estaba  harto de la obsesión  de acaparar las cosas  para expresar sus relaciones sociales, incapaces de relacionarse  con  su propia  especie,  harto de una sociedad basura que todo lo convertía  en dinero y plástico, en comida chunga, en leche falaz, en amor de  pacotilla, proclamando libertades falsas, a saber, que la pobreza se escoge en este, el mejor de los mundos posibles, al fin aniquilando la realidad, y justificando la loca carrera hacia el abismo, garroteando la libertad,  sin justicia para muchos en nombre de pocos.

Lo enfermaba fisicamente, y le daba vergüenza.

Los ineptos habían creado un silencio que se tomaba  por  cortesía, el silencio de la tumba donde esperaban acorralar la disidencia, un silencio encubridor, un silencio que mantendría los vientos en el olvido, que sofocara la más mínima chispa de dignidad.

Había llegado la hora de romper el sudario.

Desafiar el silencio era peligroso. Decir la verdad significaba desvanecer las tinieblas,  desatar el viento, un viento  que se autoalimentaba y  se convertía en huracán, rompiendo el control y asuminedo vida propia imparable. Soñaba con ello, anhelándolo.

Algunos amigos de Marcos empezaron a frecuentar la librería, al principio sólo para platicar casualmente. Luego los murmullos se hicieron patentes. En pocas semanas empezaron a discutir vivamente, preguntando porqué ellos no podían gobernar desde el pueblo mejor que los politiqueros. La juntas se hicieron más frecuentes, después de  las horas hábiles, a menudo hasta la una o dos de la madrugada.

Las discusiones eran animadas, a veces casi violentas. Trataban los problemas para encontrar  terreno común. Implicaba  tumbar  vacas sagradas. La izquierda también tenía sus silencios.

Cuando dices cosas que no son del agrado general, reflexionó Marcos, los labios de la gente se hacen un esfínter, y ellos esquivan la mirada, como si hubieran visto algo obsceno. Amárrate las manos, amordaza tu cerebro. Haz que el  pueblo  no sea el pueblo, para restarles poder. Lo que quieren es un ejército de zánganos, que  nunca se queja. Que nunca los demás se sientan incómodos. Censura siempre la realidad. La gente cree que estas verdades son axiomáticas, que los demás no son iguales. El sistema de jerarquías es tan arraigado por la conspiración del silencio que ni se toma en cuenta siquiera . Parte del estruendo.  El horrendo silencio fundiéndose con el fragor, el clamor de la tumba.

Sin embargo, a penas auditivos en el vacío, otros murmullos empiezan a escucharse. Sus colores giran en lugares inesperados. La gente empieza a hablar. Que groseros.  En el momento que encuentran su identidad celular, apareando las palabras despiertas con la realización de una cosa, se sienten poderosos. Se meten hasta los rincones prohibidos, lugares escondidos, con  tanto esmero  que aparentan no existir, pero existiendo por ello más aún. Arrancan los demonios que han sostenido el régimen y la insurrección de la conciencia  hace que el sistema se desmorone. Van demasiado lejos, e ir demasiado lejos es la medida justa. Más allá de donde haya ido persona alguna. Han despojado el fin, para convertirlo en nacimiento de un principio nuevo, hasta que el silencio roto se convierte en un rugido.

Si no decimos la verdad, moriremos en silencio. Todos tenemos que articular las emociones irresistibles e irrefrenables que desgarran el aire con sus demandas para sentirnos  enteros, para sentirnos  humanos, para tener un poco de paz.

La revolución, dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular, es la más pura poesía.




FIN











 © Forrest Antonio Bernal Hopping 2008